El monstruo de Florencia (38 page)

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Authors: Mario Spezi Douglas Preston

Tags: #Crónica Negra, Crimenes reales, Ensayo

Finalmente conseguí hablar con Myriam Spezi. Estaba relativamente serena.

—Le tendieron una trampa para que bajara a la verja —dijo—. Iba en zapatillas, no llevaba nada encima, ni siquiera la cartera. Se negaron a mostrarle una orden de arresto. Le amenazaron, le obligaron a subir a un coche y se lo llevaron.

Primero fueron a las oficinas del GIDES del edificio II Magnifico para interrogarlo y luego lo trasladaron, con sirena incluida, a la deprimente cárcel Capanne de Perugia.

Los noticieros italianos de la noche dieron la historia. Mientras pasaban imágenes de Spezi, de escenas de los asesinatos del Monstruo, de las víctimas y de Giuttari y Mignini, el comentarista decía, «Mario Spezi, escritor y cronista del caso del Monstruo de Florencia, ha sido detenido, junto con el ex presidiario Luigi Ruocco, por obstrucción a la investigación del asesinato de Francesco Narducci… a fin de ocultar el papel del médico en los asesinatos del Monstruo de Florencia. El fiscal de Perugia… defiende la hipótesis de que los dos intentaron colocar pruebas falsas en la Villa Bibbiani, en Capraia, en forma de objetos y documentos, con el fin de forzar que se reanudara la investigación de la pista sarda, cerrada en los años noventa. El objetivo era desviar la atención de las investigaciones que relacionan a Marco Spezi y al farmacéutico de San Casciano, Francesco Calamandrei, con el asesinato de Francesco Narducci…».

Luego aparecía yo en un vídeo, saliendo de la oficina de Mignini después del interrogatorio.

«Otras dos personas —proseguía el comentarista— están siendo investigadas por el mismo supuesto crimen, un ex inspector de policía y el escritor estadounidense Douglas Preston, quien, junto con Mario Spezi, acaba de escribir un libro sobre el Monstruo de Florencia.»

Entre las muchas llamadas que recibí, una era del Ministerio de Asuntos Exteriores. Una agradable mujer me informó de que la embajada de Estados Unidos en Roma había preguntado sobre mi situación al fiscal del ministerio público de Perugia. La embajada podía confirmar que era, efectivamente, un
indagato,
es decir, una persona oficialmente sospechosa de haber cometido un delito.

—¿Preguntaron qué pruebas tenían contra mí?

—No entramos en los detalles de los casos. Lo único que podemos hacer es aclarar su situación.

—Yo ya tengo clara mi situación, muchas gracias. ¡Sale en todos los periódicos de Italia!

La mujer carraspeó y preguntó si había contratado a un abogado en Italia.

—Los abogados cuestan dinero —refunfuñé.

—Señor Preston —dijo la mujer en tono amable—, se trata de algo muy serio. El asunto no terminará aquí, probablemente empeorará, e incluso con un abogado podría alargarse años. No puede quedarse de brazos cruzados. Tiene que gastarse el dinero y contratar a un abogado. Pediré a la embajada en Roma que le envíe una lista por correo electrónico. Desgraciadamente, no podemos recomendarle un abogado en particular; porque…

—Lo sé —dije—. No se dedican a valorar a los abogados italianos.

Al final de la conversación me preguntó con cautela:

—No tendrá intención de regresar a Italia en un futuro próximo, ¿verdad?

—¿Bromea?

—Cómo me alegra poder oír eso. —Su alivio era palpable—. No nos gustaría tener que… en fin… enfrentarnos al problema de su arresto.

La lista llegó. Eran, en su mayoría, abogados especializados en casos de custodia infantil, transacciones inmobiliarias y derecho contractual. Solo unos pocos llevaban asuntos penales.

Llamé a un abogado de la lista elegido al azar, de Roma, y hablé con él. El hombre había leído la prensa y estaba al corriente del caso. Se alegraba mucho de oírme. Había escogido a la persona idónea. Interrumpiría su importante trabajo para encargarse del caso y reclutaría como socio a un destacado abogado de Italia que el fiscal del ministerio público de Perugia conocía y respetaba. Si contrataba a un abogado importante tenía medio caso ganado; así funcionaban las cosas en Italia. Al actuar de ese modo, estaría comunicando al fiscal que yo era un
uomo serio,
un hombre con el que no se jugaba. Cuando pregunté tímidamente por los honorarios me dijo que poner el asunto en marcha únicamente me costaría veinticinco mil euros, como anticipo, y que esa nimia cantidad (prácticamente nada) se debía a la respercusión del caso y a lo que significaba para la libertad de prensa. Sería un placer para él enviarme las instrucciones sobre cómo efectuar el pago, pero tenía que hacerlo
ese mismo día
porque la agenda de este importantísimo abogado de Italia estaba cada vez más llena…

Pasé al siguiente abogado de la lista, y luego al siguiente. Finalmente di con uno que estaba dispuesto a aceptar mi caso por unos seis mil euros y que, al menos, hablaba como un abogado y no como un vendedor de coches de ocasión.

Según averiguaríamos más tarde, antes del arresto de Mario, los hombres del GIDES habían registrado la Villa Bibbiani de Capraia y sus terrenos. Buscaban la pistola, los objetos, las cajas o los documentos que supuestamente habíamos colocado. No encontraron nada. Pero para un hombre de recursos como Giuttari, eso no representó un problema. Había actuado con tanta inmediatez, dijo, que no habíamos tenido tiempo de llevar a cabo nuestra nefanda conspiración: la había detenido en seco.

51

S
pezi llegó a la cárcel Capanne, a veinte kilómetros de Perugia, el 7 de abril, el día de su arresto. Lo metieron a toda prisa en el edificio y se lo llevaron a un cuarto donde solo había una manta tendida en el suelo de cemento, una mesa, una silla y una caja de cartón.

Los guardias le ordenaron que se vaciara los bolsillos. Spezi obedeció. Le dijeron que se quitara el reloj y la cruz que llevaba en el cuello. Luego, uno de ellos le gritó que se desvistiera.

Spezi se quitó el jersey, la camisa, la camiseta y los zapatos, y esperó.

—Todo. Si tienes frío en los pies, colócate sobre la manta.

Spezi se desvistió hasta quedar completamente desnudo.

—Agáchate tres veces —le ordenó un guardia.

Spezi no sabía exactamente a qué se refería.

—Haz esto —dijo otro, poniéndose en cuclillas—. Hasta el suelo. Tres veces. Y empuja.

Tras un degradante cacheo, le ordenaron que se pusiera el uniforme de la cárcel que encontraría en la caja de cartón. Los guardias solo le permitieron conservar un paquete de cigarrillos. Rellenaron algunos formularios y lo condujeron hasta una gélida celda. Uno de los guardias abrió la puerta y Spezi entró. A su espalda escuchó cuatro golpes metálicos cuando el guardia cerró con fuerza la puerta de la celda, la atrancó y echó la llave.

Su cena esa noche consistió en pan y agua.

A la mañana siguiente, 8 de abril, permitieron que Spezi se reuniera con uno de sus abogados, que había llegado a la cárcel antes de hora. Luego, en principio, le dejarían tener un breve encuentro con su esposa. Los guardias lo acompañaron hasta una habitación. Dentro estaba su abogado, sentado a una mesa con una pila de carpetas delante. Acababan de saludarse cuando otro guardia entró con una amplia sonrisa en su cara picada de viruela.

—La reunión se ha cancelado. Órdenes de la fiscalía. Abogado, si no le importa…

Spezi apenas tuvo tiempo de pedirle a su abogado que le dijera a su esposa que estaba bien antes de que se lo llevaran de nuevo y lo aislaran.

Estuvo cinco días sin saber por qué le habían negado inopinadamente el derecho a ver a su abogado y por qué le habían aislado. El resto de Italia lo supo al día siguiente. El día del arresto de Spezi, el fiscal del ministerio público Mignini había pedido al juez de instrucción del caso de Spezi, la juez Marina De Robertis, que se acogiera a una ley que por lo general se empleaba únicamente con terroristas peligrosos y cerebros de la mafia que representan una amenaza inminente para el Estado. Spezi permanecería aislado y no podría ver a sus abogados. El objetivo de esta ley era impedir que un criminal violento ordenara el asesinato o la intimidación de testigos a través de sus abogados o visitas. Ahora, dicha ley se aplicaría contra el peligrosísimo periodista Mario Spezi. La prensa señalaba que el trato que Spezi recibía en la cárcel era aún más duro que el dispensado a Bernardo Provenzano, el jefe de los jefes de la mafia, capturado cerca de Corleone, Sicilia, cuatro días después del arresto de Spezi.

Durante cinco días, nadie supo qué le había sucedido a Spezi, dónde estaba o qué podían estar haciéndole. Su desaparición judicial produjo una profunda angustia psicológica a todos sus amigos y familiares. Las autoridades se negaban a desvelar información alguna sobre él, su estado de salud o las condiciones de su encarcelamiento. Spezi simplemente desapareció en las negras fauces de la cárcel Caparme.

52

E
ntretanto, en Estados Unidos, yo recordaba las palabras de Niccoló, acerca de que Italia iba a hacer el ridículo frente al mundo, y estaba decidido a que así fuera. Me propuse crear un revuelo en Estados Unidos que avergonzara al Estado italiano y le obligara a poner remedio a esta injusticia.

Llamé a todas las organizaciones defensoras de la libertad de prensa que conocía. Redacté un llamamiento y lo colgué en la red. Terminaba así: «Os pido a todos, por favor, por amor a la verdad y a la libertad de prensa, que acudáis en ayuda de Spezi. Esto no debería estar ocurriendo en este bello y civilizado país que tanto amo, el país que dio al mundo el Renacimiento». El llamamiento incluía los nombres, las direcciones y los correos electrónicos del primer ministro de Italia, Silvio Berlusconi, del ministro de Interior y del ministro de Justicia. Muchos sitios web recogieron y publicaron el llamamiento traducido al italiano y al japonés, y comentado por diferentes bloggers.

La rama del PEN en Boston organizó una eficaz campaña de envío de correspondencia. Un novelista amigo mío, David Morrell (el creador de Rambo), escribió una carta de protesta al gobierno italiano, al igual que muchos otros escritores conocidos que pertenecían al International Thriller Writers (ITW), organización que yo había ayudado a crear. Muchos de estos escritores gozaban de un gran éxito en Italia y sus nombres tenían mucho peso. La revista
Atlantic Montbly
me encargó un artículo sobre el caso del Monstruo y el arresto de Spezi.

Lo peor de todo era no saber. La desaparición de Spezi creaba un vacío que la gente llenaba con nefastas especulaciones y terribles rumores. Spezi estaba a merced del fiscal del ministerio público de Perugia, un hombre con un gran poder; y del inspector jefe Giuttari, a quien los periódicos habían apodado
il superpoliziotto
, el superpoli, por la aparente falta de supervisión con la que actuaba. Durante esos cinco días de silencio me despertaba pensando en Spezi, preguntándome qué podían estar haciéndole, y eso me volvía loco. Todos tenemos un límite de resistencia psicológica y me preguntaba si encontrarían el de Spezi, pues no había duda de que el plan era sobrepasarlo.

Cada mañana me sentaba en mi cabaña del bosque de Maine, tras haber hecho todas las llamadas que se me ocurrían, temblando de frustración, sintiéndome impotente mientras esperaba que me respondieran, confiando en que la organización con la que había contactado tomara algún tipo de medida.

El director de
The New Yorker
me había puesto en contacto con Ann Cooper, directora ejecutiva del Committee to Protect Journalists (CPJ), con sede en Nueva York. Esta organización comprendía más que ninguna otra la urgencia de la situación y enseguida puso manos a la obra. El CPJ emprendió en Italia una investigación independiente sobre el caso de Spezi que dirigía Nina Ognianova, coordinadora de la organización en Europa, en la que entrevistó a periodistas, policías, jueces y colegas de Spezi.

Los días inmediatamente posteriores al arresto de Spezi, la mayoría de los principales diarios de Italia —sobre todo de la Toscana y Umbría, y particularmente
La Nazione,
el periódico de Mario— se mostraron reacios a cubrir toda la historia. Informaban del arresto de Spezi y de los cargos contra él, pero lo trataban como un simple suceso. La mayoría pasó por alto la cuestión de la libertad de prensa que planteaba el arresto. Apenas hubo protestas. Pocos periodistas mencionaban uno de los cargos más insidiosos contra Spezi, el de «obstruir una investigación por medio de la prensa». (Más tarde supimos que varios colegas de Spezi de
La Nazione
se enfrentaron a la dirección del periódico por su pusilánime cobertura.)

En mis conversaciones con amigos y periodistas italianos, me sorprendió descubrir que muchos sospechaban que algunas de las acusaciones eran ciertas. Después de todo, me decían algunos colegas italianos, tal vez yo no comprendía bien Italia, pues esto era algo que los periodistas italianos hacían constantemente. Veían mi indignación como una actitud ingenua y algo torpe. Indignarse significa ser serio, sincero… y un inocentón. Algunos italianos enseguida adoptaron la pose del cínico hastiado que desconfiaba de todo y era demasiado listo para tragarse las declaraciones de inocencia mías y de Spezi.

—¡Ah! —exclamó el conde Niccoló en una de nuestras frecuentes conversaciones—. ¡Naturalmente que Spezi y tú estabais tramando algo en esa villa! La dietrología insiste en que así debe ser. Solo un ingenuo creería que vosotros, periodistas, fuisteis a la villa «simplemente para echar un vistazo». ¡La policía no habría arrestado a Spezi sin un motivo! Douglas, un italiano siempre tiene que dárselas de
furbo.
No tenéis un equivalente en inglés para este maravilloso término. Define a una persona astuta y maliciosa que sabe de dónde sopla el viento, que puede engañar pero a la que nunca pueden engañar. En Italia, todo el mundo opta por creer lo peor de los demás para no dar la imagen de crédulo. Ante todo, quieren dar la imagen de
furbos.

Me costaba, como estadounidense, entender el clima de temor e intimidación que en Italia rodeaba este asunto. En Italia no existe verdadera libertad de prensa, principalmente porque cualquier funcionario público puede solicitar que se presenten cargos contra un periodista por
«diffamazione a mezzo stampa»,
por difamación a través de la prensa.

La intimidación a la prensa se hizo particularmente patente cuando nuestra editorial, RCS Libri, parte de uno de los mayores grupos editoriales del mundo, se negó a hacer declaraciones en defensa de Spezi. Nuestra editora solía evitar a la prensa salvo cuando el periodista era de
The Boston Globe.
«El periodista Spezi y el principal investigador de la policía se odian —dijo al
Globe
—. ¿Por qué? Lo ignoro… Si ellos [Preston y Spezi] creen que han descubierto algo útil para la policía y los jueces, deberían simplemente decirlo y abstenerse de insultarlos.»

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