El monstruo de Florencia (41 page)

Read El monstruo de Florencia Online

Authors: Mario Spezi Douglas Preston

Tags: #Crónica Negra, Crimenes reales, Ensayo

Una multitud de periodistas aguardaba frente al edificio de la oficina del fiscal del ministerio público. Mientras las cámaras lo enfocaban, Spezi sostuvo el periódico en alto mostrando el titular.

—Es el único comentario que necesito hacer hoy.

—¿Qué te dije? —exclamó el conde Niccoló al día siguiente—. Giuttari es el que ha sufrido la caída. Con tu campaña has
sputtanato
[puesto en entredicho] la judicatura italiana ante el mundo entero, a riesgo de convertirlos en el hazmerreír a escala internacional. A ellos les trae sin cuidado Spezi y sus derechos. Lo único que querían era terminar con este asunto lo antes posible. Lo único que les importa es guardar las apariencias.
La faccia, la faccia!
Lo único que me ha sorprendido es que haya ocurrido tan pronto, mucho antes de lo que esperaba. Mi querido Douglas, este es el principio del fin de Giuttari. ¡Con qué rapidez se han vuelto las tornas!

Ese día, nuestro libro
Dolci colline di sangue
ocupó el primer puesto de los más vendidos en Italia.

Las tornas, efectivamente, se habían vuelto a nuestro favor y con fuerza. El Tribunal Supremo de Italia rechazó sumariamente la apelación de Mignini con el escueto comentario de que era «inadmisible» y desestimó todas las acusaciones contra Spezi. No habría juicio ni volvería a ser investigado.

—Me he quitado de encima un gran peso —confesó Spezi—. Soy un hombre libre.

Meses más tarde, la policía hizo una redada en las oficinas de Giuttari y Mignini y se llevó varios archivos. Descubrieron que Mignini había estado acogiéndose a una ley antiterrorista para intervenir los teléfonos de periodistas que habían criticado su investigación del caso del Monstruo de Florencia, intervenciones que llevaron a cabo Giuttari y el GIDES. Mignini, además, se había dedicado a grabar llamadas y conversaciones telefónicas de varios jueces e investigadores florentinos, entre ellos su homólogo en Florencia, el fiscal Paolo Canessa. Por lo visto sospechaba que formaban parte de una extensa conspiración florentina dedicada a impedir su investigación sobre los cerebros que estaban detrás de los asesinatos del Monstruo.

En el verano de 2006, se acusó Giuttari y a Mignini de abuso de autoridad. El GIDES se disolvió y enseguida surgieron interrogantes que indicaban que la brigada nunca contó con una autorización oficial. Giuttari perdió a su personal y se le apartó del caso del Monstruo de Florencia. Se convirtió en inspector jefe
a dispozione,
es decir, sin cartera y sin tareas permanentes.

Mignini ha conseguido hasta la fecha conservar su cargo de fiscal del ministerio público de Perugia, pero a la plantilla se sumaron dos fiscales más, supuestamente para aligerarle el trabajo; aunque su verdadera misión, como todos sabían, era impedir que se metiera en más líos. Tanto Mignini como Giuttari tendrán que ir a juicio por abuso de autoridad y otros delitos.

El 3 de noviembre de 2006, Spezi recibió el premio periodístico más codiciado en Italia por
Dolci colline di sangue
y fue nombrado Escritor del Año por la Libertad de Prensa.

58

E
l artículo para la revista
Atlantic Monthly
salió publicado en julio. Unas semanas después, la revista recibió una carta mecanografiada en papel antiguo. Era una carta extraordinaria, escrita por el padre de Niccoló, el conde Neri Capponi, patriarca de una de las familias nobles más antiguas e ilustres de Italia.

El día que nos conocimos, Niccoló mencionó la razón del prolongado éxito de su familia en Florencia: nunca habían creado ninguna polémica, llevaban sus asuntos de forma discreta y circunspecta y nunca intentaban ser los primeros. A lo largo de ocho siglos, la familia Capponi había prosperado a fuerza de evitar ser el «clavo que sobresale», como Niccoló lo había expresado en su ventoso palacio siete años atrás.

Pero, esta vez, el conde Neri rompió con la tradición familiar. Había escrito una carta al director. No era una carta normal, sino una entretenida crítica al sistema penal italiano por parte de un hombre que era juez y abogado. El conde Neri sabía de qué hablaba, y lo hacía sin rodeos.

EL CONDE CAPPONI

Señor:

La farsa judicial padecida por Douglas Preston y Mario Spezi es la punta del iceberg. La judicatura italiana (que incluye a los fiscales) es una rama de la administración pública. Esta rama en particular elige a sus miembros, se administra a sí misma y no tiene que rendir cuentas a nadie: ¡un Estado dentro de un Estado! Este cuerpo de burócratas está dividido más o menos en tres secciones: una amplia minoría corrupta y afiliada al antiguo partido comunista, una amplia sección de personas honradas que no se atreve a plantar cara a la minoría política (que controla la oficina de la judicatura) y una minoría de hombres valientes y honrados que gozan de poca influencia. Los jueces politizados y deshonestos tienen un método infalible para silenciar o desacreditar a sus adversarios, políticos o no. Una acusación secreta y falsa, la intervención de teléfonos, conversaciones (a menudo amañadas) facilitadas a la prensa para que inicie una campaña difamatoria que aumente las ventas, un arresto espectacular, la prolongación del arresto preventivo bajo las peores circunstancias posibles, interrogatorios de tercer grado y, por último, un juicio que dura muchos años y termina con la absolución de un hombre destrozado. Spezi tuvo suerte porque el poderoso fiscal florentino no es amigo del de Perugia y, según me contaron, «aconsejó» que Spezi fuera excarcelado: el tribunal de Perugia, según me contaron, aceptó el «consejo».

Quizá le interese saber que los fallos injustos en Italia (sin contar las absoluciones de demandados destrozados) ascienden a cuatro millones y medio en cincuenta años.

Atentamente,

Neri Capponi

P.D. A ser posible, me gustaría que no revelara mi nombre o lo redujera a las iniciales, pues temo posibles represalias contra mi persona y mi familia. Si ello no es posible, no se inquiete. ¡Dios cuidará de mí! La verdad debe saberse.

La revista
Atlantic
publicó la carta, con su nombre. El periódico británico
The Guardian
también sacó un artículo sobre el caso y entrevistó al inspector jefe Giuttari, que dijo que yo había mentido cuando aseguré que me habían amenazado con detenerme si regresaba a Italia, e insistía en que Spezi y yo éramos culpables de colocar pruebas falsas en la villa: «Preston no contó la verdad —dijo—. Nuestras grabaciones así lo demostrarán. Spezi —insistió— será procesado».

El artículo de
Atlantic
atrajo la atención de un productor de
Dateline NBC,
que nos pidió a Mario y a mí que participáramos en un programa sobre el Monstruo de Florencia. Regresé a Italia en septiembre de 2006 con cierto nerviosismo, acompañado del equipo de rodaje de
Dateline NBC.
Mi abogado italiano me había explicado que dados los problemas legales de Giuttari y Mignini, era bastante seguro regresar, y la NBC prometió armar un escándalo si me detenían en el aeropuerto. Por si acaso, un equipo de televisión de la NBC me esperaba en el aeropuerto, listo para grabar mi detención. Me alegré de privarles de esa primicia.

Spezi y yo llevamos a Stone Phillips, el presentador del programa, a las escenas de los crímenes, donde nos filmaron hablando de los asesinatos y de nuestros roces con la justicia italiana. Stone Phillips entrevistó a Giuttari, que seguía insistiendo en que Spezi y yo habíamos colocado pruebas en la villa. También criticaba nuestro libro. «Es evidente que el señor Preston no se molestó en realizar las más mínimas comprobaciones… En 1983, cuando fueron asesinados los dos jóvenes alemanes, esa persona [Antonio Vinci] estaba en la cárcel por otro crimen que no tenía relación con los del Monstruo.» Phillips consiguió una breve entrevista con Antonio fuera de cámara. Vinci reiteró las palabras de Giuttari, que estaba en la cárcel cuando el Monstruo cometió uno de sus asesinatos. Tal vez Giuttari y Vinci no esperaban que la NBC comprobara esos datos. En el programa, Stone Phillips dijo: «Después consultamos su expediente y descubrimos que [Antonio] no estuvo en la cárcel durante ninguno de los asesinatos del Monstruo. Una de dos, o él y Giuttari estaban confundidos o mentían».

A Vinci le enfureció mucho más que le acusaran de impotencia que de ser el Monstruo de Florencia.

—Si la esposa de Spezi fuera más joven y más bonita —dijo a Phillips—, les demostraría que de impotente no tengo nada. Se lo demostraría ahora, aquí mismo, sobre esta mesa.

Al final del programa, Phillips preguntó a Antonio Vinci:

—¿Es usted el Monstruo de Florencia?

«Me miró fijamente —comentó Phillips—, me estrechó una mano y solo pronunció una palabra:
Innocente.»

59

D
urante el rodaje con
Dateline NBC,
Spezi y yo tuvimos una experiencia en Italia que no llegó a filmarse. Stone Phillips quería entrevistar a Winnie Rontini, la madre de Pia Rontini, una de las víctimas del Monstruo, asesinada en La Boschetta, cerca de Vicchio, el 29 de junio de 1984. Mientras el equipo esperaba junto a las furgonetas en la plaza del pueblo, bajo la sombra de la estatua de Giotto, Spezi y yo echamos a andar por la calle que conducía a la vieja villa de los Rontini para preguntar a la mujer si podíamos entrevistarla.

Contemplamos la casa con consternación. La oxidada verja de hierro colgaba de un solo gozne. Las matas esqueléticas del jardín crujían con el viento y las hojas muertas se amontonaban en los rincones. Los postigos estaban cerrados, los listones rotos y descolgados. Media docena de cuervos nos observaba desde el tejado.

Mario pulsó el botón del interfono, pero no sonó. No funcionaba. Nos miramos.

—Parece abandonada —dijo Mario.

—Llamemos a la puerta.

Abrimos la verja con un gemido herrumbroso y entramos en el jardín abandonado, partiendo las hojas y ramas secas con nuestras pisadas. La puerta de la casa estaba cerrada con llave; la pintura verde colgaba formando pequeñas virutas; la madera se estaba resquebrajando. El timbre había desaparecido, dejando un agujero del que salía un cable pelado.

—¿Signora Rontini? —llamó Mario—. ¿Hay alguien en casa?

El viento susurraba y reía por la casa desierta. Mario aporreó la puerta y los golpes resonaron en las estancias vacías. Con un fuerte aleteo, los pájaros emprendieron el vuelo hacia el cielo; sus graznidos sonaron irritados, como uñas contra una pizarra.

Nos quedamos en el jardín mirando la casa abandonada. Los cuervos volaban en círculos, sin dejar de graznar. Mario meneó la cabeza.

—En el pueblo sabrán qué le ha pasado.

En la piazza, un hombre nos contó que, finalmente, el banco había ejecutado la hipoteca de la casa y que la signora Rontini vivía ahora de la ayuda estatal, en una vivienda de protección oficial cerca del lago. Nos dio la dirección.

Con cierto temor, buscamos el edificio y lo encontramos detrás de la Casa del Popolo. No tenía nada que ver con lo que un estadounidense entendería por una vivienda de protección oficial. Era un edificio alegre e inmaculado, con las paredes estucadas en color crema, flores en las ventanas y bellas vistas al lago. Caminamos hasta la parte de atrás y llamamos a la puerta de su apartamento. La signora Rontini nos abrió y nos invitó a sentarnos en su pequeña cocina-comedor. El apartamento era lo contrario de la otra casa, oscura y cavernosa; luminoso y alegre, estaba lleno de plantas, adornos y fotografías. El sol entraba a raudales por la ventana y fuera los pájaros piaban y revoloteaban en los sicomoros. La estancia olía a jabón y a ropa limpia.

—No —dijo con una sonrisa triste en respuesta a nuestra pregunta—. No quiero que vuelvan a entrevistarme nunca más. —Llevaba un vestido amarillo chillón y el pelo bien cuidado y teñido de rojo. Hablaba en tono afable.

—Todavía confiamos en descubrir la verdad —dijo Mario—. Nunca se sabe… esto podría ayudar.

—Sé que podría ayudar, pero la verdad ya no me interesa. ¿Qué cambiaría? No me devolverá ni a Pia ni a Claudio. Durante un tiempo pensé que saber la verdad mejoraría un poco las cosas. Mi marido murió buscando la verdad. Ahora, sin embargo, sé que no importa y que no me ayudará. Debía dejar todo eso.

Guardó silencio. Tenía sus manos pequeñas y regordetas dobladas sobre el regazo, los tobillos cruzados, una leve sonrisa en el rostro.

Charlamos un rato más y nos contó desenfadadamente cómo había perdido la casa y todo lo que tenía. Mario le preguntó por algunas fotografías que había en las paredes. Se levantó, descolgó una y se la pasó a Mario, que me la pasó a su vez.

—Esa fue la última fotografía que le hicieron a Pia —dijo—. Se la hizo unos meses antes de morir para el permiso de conducir. —Se dirigió a la siguiente—. Esta es Pia con Claudio. —Era una foto en blanco y negro de ellos dos sonriendo, abrazados por el cuello, increíblemente inocentes y felices; ella levantaba el pulgar para la cámara.

Winnie se acercó a la pared del fondo.

—Esta es Pia con quince años. Era una muchacha muy bonita, ¿no creen? —Deslizó la mano por la pared—. Renzo, mi difunto marido.

Descolgó una foto en blanco y negro, se quedó un rato mirándola y nos la tendió. Nos la pasamos. Era el retrato de un hombre enérgico y feliz, en la flor de la vida.

Levantó una mano y señaló las fotografías, dirigiendo sus ojos azules hacia mí.

—El otro día —dijo—, entré y me di cuenta de que estaba rodeada de muertos. —Sonrió con tristeza—. Tengo intención de descolgar todas estas fotos y guardarlas. Ya no quiero estar rodeada de muerte. Me había olvidado de que sigo viva.

Nos levantamos. En la puerta tomó la mano de Mario.

—Me parece bien que siga buscando la verdad, Mario, y espero que la encuentre. Pero le ruego que no me pida que le ayude. Voy a intentar vivir mis últimos años de vida sin ese peso. Espero que lo entienda.

—Lo entiendo —dijo Mario.

Salimos a la tarde resplandeciente. Las abejas zumbaban entre las flores, el sol dibujaba una estela fulgurante sobre la superficie del lago, la luz se derramaba sobre los tejados de tejas rojas de Vicchio y arrojaba serpentinas doradas a los viñedos y olivares de los alrededores. La
vendem mia,
vendimia, ya había empezado, y los campos estaban llenos de gente y carretas. El aire transportaba desde los viñedos el perfume de uvas magulladas y mosto fermentado. Otra tarde perfecta en las inmortales colinas de la Toscana.

Other books

The Brahms Deception by Louise Marley
Touched by Briscoe, Joanna
Skinner's Ordeal by Quintin Jardine
At the Mountains of Madness by H.P. Lovecraft
The Valley by Unknown
Nailed by Jennifer Laurens