Read El monstruo de Florencia Online
Authors: Mario Spezi Douglas Preston
Tags: #Crónica Negra, Crimenes reales, Ensayo
Llamé a Niccoló para preguntarle si tenía alguna predicción sobre la suerte de Mario. Se mostró cauteloso y pesimista. «En Italia los jueces protegen a los suyos», fue cuanto dijo.
E
l 28 de abril de 2006, el día señalado, una furgoneta llegó a la cárcel Capanne para trasladar a Spezi y a otros reclusos con vistas ese día al Tribunale de Perugia. Los guardias de Spezi lo sacaron del edificio y lo metieron en la jaula de la furgoneta, junto con el resto.
El Tribunale, uno de los edificios emblemáticos del corazón medieval de Perugia, se eleva sobre la piazza Matteotti como un etéreo castillo gótico de mármol blanco. Aparece en las guías y miles de turistas lo admiran cada año. Diseñado por dos famosos arquitectos renacentistas, se construyó sobre los cimientos de una muralla del siglo
XII
que en otros tiempos rodeó Perugia, levantada a su vez sobre unos enormes bloques de piedra etrusca de tres mil años de antigüedad que formaban parte de la muralla que cercaba la antigua ciudad de Perusia. Sobre la magnífica entrada del edificio hay una estatua de una mujer vestida con una toga, empuñando una espada y esbozando una sonrisa enigmática a todo aquel que entra; la inscripción de debajo la identifica como
IUSTITIAE VIRTUTUM DOMINA
, Señora de la Virtud de la Justicia. La flanquean dos grifos, símbolos de Perugia, que sostienen en sus garras un ternero y una oveja.
La furgoneta aparcó en la piazza, frente al Tribunale, donde una multitud de periodistas y reporteros de televisión esperaba la llegada de Spezi. Atraídos por el alboroto, algunos turistas curiosos empezaron a congregarse para ver al infame criminal merecedor de tanta atención.
Los demás reclusos salieron, uno a uno, rumbo a sus respectivas vistas. Una vista duraba entre veinte y cuarenta minutos. Nadie podía asistir, ni periodistas, ni público, y ni tampoco el cónyuge. Myriam había llegado a Perugia en coche y estaba sentada en un banco de madera del pasillo, junto a la sala del tribunal, a la espera de noticias.
A las diez y media le llegó el turno a Spezi. Lo sacaron de la jaula y lo llevaron a la sala del tribunal. Tuvo la oportunidad de sonreír a Myriam desde lejos, mientras entraba, y alzarle el dedo pulgar en señal de ánimo.
Los tres jueces estaban sentados detrás de una larga mesa. Eran tres mujeres ataviadas con la clásica toga. Spezi se sentó en el centro de la sala, frente a las jueces, en una silla de madera sin brazos y sin mesa delante. A su derecha, detrás de una mesa, estaba sentado el fiscal del ministerio público, Mignini, y sus ayudantes; a la izquierda, los abogados de Spezi, que ahora sumaban cuatro.
En lugar de durar de veinte a cuarenta minutos, la vista duraría siete horas y media.
Más tarde, Spezi escribiría sobre ella: «No recuerdo completamente las siete horas y media, solo fragmentos … Recuerdo las palabras apasionadas de mi abogado, Niño Filastó, que conocía mejor que nadie toda la historia del caso del Monstruo de Florencia y la monstruosidad de las investigaciones; un hombre con un fuerte sentido de la honestidad. Recuerdo el rostro colorado de Mignini, inclinado sobre sus papeles, mientras la voz de Niño rugía. Recuerdo los ojos abiertos como platos del joven reportero del tribunal, quizá estupefacto por el ardor de un abogado que no era dado a los eufemismos. Oí a Filastó mencionar el nombre de Carlizzi… Oí que Mignini decía que yo negaba estar implicado en el asesinato de Narducci y en el caso del Monstruo de Florencia, pero ignoraba que Mignini estuviera en posesión de «material extremadamente delicado y confidencial» que demostraba mi culpabilidad. Oí a Mignini gritar… que en mi casa habían encontrado "escondida detrás de una puerta, una piedra satánica que el acusado se empeña en decir que es un tope para puertas"».
Spezi recordaba a Mignini señalándole con un dedo enérgico mientras le recriminaba «el inexplicable rencor que Spezi ha mostrado hacia la investigación». Pero, sobre todo, recordaba a Mignini hablando de la «sumamente peligrosa manipulación de la información y el coro de los medios de comunicación que el sujeto consiguió generar» contra su arresto. Recordaba a Mignini gritando: «Las acusaciones planteadas hoy ante este tribunal son solo la punta de un iceberg de proporciones escalofriantes».
Lo que más sorprendía a Spezi eran los numerosos paralelismos entre los argumentos de Mignini presentados ante el tribunal y las acusaciones hechas unos meses antes por Gabriella Carlizzi en su sitio web de conspiraciones. A veces hasta los términos eran parecidos, por no decir idénticos.
Las tres jueces escuchaban impasibles, tomando apuntes.
Tras un descanso para comer, la vista prosiguió. En determinado momento, Mignini se levantó y salió al pasillo. Y allí estaba Myriam, esperando. Al ver al fiscal del ministerio público paseándose solo por el pasillo, se levantó bruscamente y, cual ángel vengador, le señaló con un dedo acusador. «Sé que es usted creyente —gritó con una voz llena de fuego—. Dios le castigará por lo que ha hecho. ¡Dios le castigará!»
La cara de Mignini se tiñó de rojo oscuro. Sin decir una palabra, el fiscal del ministerio público se alejó con paso presto y desapareció por una esquina.
Más tarde, Myriam dijo a su marido que no había podido callarse después de oír «cómo Mignini gritaba dentro de la sala terribles cosas sobre ti, que eras un criminal».
Cuando Mignini regresó a la sala, reanudó su acusación, que empezaba a sonar más como una inquisición que como un procedimiento judicial. Habló de la gran inteligencia de Spezi, «lo que vuelve aún más peligrosa su gran capacidad criminal». Terminó su discurso diciendo: «Las razones por las que Spezi debería permanecer en la cárcel tienen ahora más peso que nunca, pues ha demostrado su enorme peligrosidad al conseguir organizar, incluso recluido en una celda, una campaña mediática a su favor».
Spezi recordaba ese momento. «La presidenta del tribunal dejó caer con un clic el bolígrafo que sostenía en la mano… a partir de ese momento dejó de tomar apuntes.» Era evidente que había llegado a alguna conclusión.
Cuando terminaron de hablar los demás, le llegó el turno a Spezi.
Yo siempre había admirado el talento de Spezi para hablar en público, sus ingeniosas figuras retóricas, su estilo ligero y espontáneo, su organización lógica de la información, la presentación ordenada de los hechos, como párrafos de un artículo perfectamente escrito, claro y conciso. En ese momento, procedió a derramar todo ese talento sobre la sala. Mirando directamente a Mignini, Spezi empezó a hablar. Mignini evitaba mirarlo a los ojos. Los presentes dirían más tarde que Spezi derribó las acusaciones de Mignini una a una, con un quedo desprecio en la voz, echando abajo su frágil lógica conspirativa y señalando que Mignini carecía de pruebas materiales para respaldar sus teorías.
Spezi me contó después que, mientras hablaba, era consciente de que sus palabras estaban teniendo un impacto visible en las jueces.
Spezi dio las gracias al fiscal del ministerio público por elogiar su inteligencia y memoria y señaló, palabra por palabra, aquellas expresiones del informe de Mignini que eran idénticas a las que Grabriella Carlizzi había colgado meses atrás en su sitio web. Preguntó si Mignini podía explicar la singular coincidencia entre sus palabras de ese día y las de Carlizzi de entonces. Preguntó si no era verdad que Carlizzi ya había sido acusada de difamación por haber escrito, diez años atrás, que el escritor Alberto Bevilacqua era el Monstruo de Florencia. ¿Y no era cierto también que a esa misma Carlizzi la estaban juzgando actualmente por estafar a personas impedidas?
Spezi se volvió entonces hacia la presidenta del tribunal. «No soy más que un periodista que se esfuerza por hacer lo correcto en su trabajo, y soy una buena persona.»
No tenía nada más que añadir.
La vista terminó ahí. Dos guardias acompañaron a Spezi en ascensor hasta los viejos sótanos del palacio medieval y lo encerraron en una celda diminuta que probablemente llevaba siglos acogiendo presos. Apoyó la espalda en la pared de piedra y resbaló hasta el suelo, completamente agotado, con la mente vacía.
Al rato oyó un ruido y abrió los ojos. Era uno de sus guardias. Sostenía una taza de café caliente que había comprado con su propio dinero.
—Toma, Spezi. Tienes aspecto de necesitarla.
E
sa noche metieron a Mario Spezi en la furgoneta y lo devolvieron a su celda de la cárcel Capanne. Al día siguiente era sábado y el tribunal cerraba a la una. Las jueces comunicarían su decisión antes de esa hora.
El sábado, Spezi aguardó en su celda mientras el reloj se acercaba a la una. También sus compañeros de pabellón —que habían acabado por saber quién era aunque no pudieran verle— estaban pendientes del veredicto. El reloj dio la una; luego, la una y media. A punto de alcanzar las dos, Spezi empezó a resignarse a que el veredicto le era desfavorable. Entonces, entre los reclusos de las celdas del fondo estalló una ovación. Alguien había oído algo en una televisión invisible que tronaba en alguna parte.
—¡Tío, estás libre! ¡Tío, puedes irte! ¡Tío, te dejan ir sin condiciones!
Myriam, que estaba aguardando la noticia en un café, recibió una llamada de un colega de Mario del periódico.
—¡Gran noticia! ¡Felicidades! ¡Hemos ganado! ¡Hemos ganado! ¡Hasta el último tanto!
«Después de veintitrés días en prisión —informó la RAI, la televisión nacional de Italia—, el periodista Mario Spezi, acusado de obstrucción a la justicia en los asesinatos en serie de Florencia, ha sido puesto en libertad por decisión del Tribunal de Revisión.» Las tres jueces ni siquiera habían puesto condiciones a la liberación, como era habitual. Ni arresto domiciliario, ni retirada del pasaporte. Spezi fue puesto en libertad de forma absoluta e incondicional.
El revés para el fiscal del ministerio público de Perugia fue terrible.
Un guardia entró en la celda de Spezi con una bolsa de basura negra.
—Deprisa, mete todas tus cosas aquí.
Spezi lo metió todo, pero al volverse para salir; el guardia bloqueó la puerta. Quedaba una última vejación.
—Antes de irte —dijo el guardia— tienes que limpiar tu celda.
Spezi pensó que bromeaba.
—Nunca pedí venir aquí —dijo— y fui ilegalmente encarcelado. Si la quieres limpia, límpiala tú.
El guardia afiló la mirada, cogió la puerta de metal de las manos de Spezi y la cerró de un portazo. Giró la llave.
—¡Si tanto te gusta puedes quedarte! —gritó antes de alejarse.
Spezi no podía creerlo. Se agarró a los barrotes.
—Escucha bien, cretino. Sé cómo te llamas y si no me dejas salir ahora mismo, te denunciaré por detención ilegal. ¿Lo entiendes? Te denunciaré.
El guardia aminoró el paso, siguió hacia su puesto, luego giró lentamente sobre sus talones y regresó, como concediéndole condescendientemente la razón, y abrió la puerta. Spezi fue entregado a otro guardia de rostro pétreo, que lo acompañó a una sala de espera.
—¿Por qué no me deja salir? —preguntó Spezi.
—Hay papeleo que rellenar. Y… —El guardia titubeó—. También debemos mantener el orden público ahí fuera.
Spezi salió finalmente de la cárcel Capanne, con la bolsa de basura negra en la mano. Una multitud de periodistas y espectadores lo recibió con un clamor.
Niccoló fue el primero en telefonearme.
—¡Excelentes noticias! —gritó—. ¡Spezi está libre!
S
pezi y yo tuvimos una larga conversación ese día. Me contó que se iba con Myriam a la costa. Los dos solos. Por unos pocos días.
—Mignini —dijo— me ha convocado en Perugia para otro interrogatorio el 4 de mayo.
—¿Sobre qué? —pregunté, horrorizado.
—Está preparando nuevos cargos contra mí.
Mignini ni siquiera había esperado a que se emitiera la opinión escrita del Tribunal de Revisión. Había apelado contra la excarcelación de Spezi ante el Tribunal Supremo.
Le hice una pregunta que llevaba semanas queriendo hacerle.
—¿Por qué Ruocco actuó así? ¿Por qué inventó la historia de las cajas de metal?
—Es cierto que Ruocco conoce a Antonio —contestó—. Dijo que fue Ignazio quien le habló de las cajas de metal. Ignazio es una especie de padrino para los sardos… No he vuelto a hablar con Ruocco desde nuestro arresto, de modo que ignoro si se inventó la historia o si Ignazio estaba, de algún modo, relacionado. Puede que Ruocco lo hiciera por dinero. De vez en cuando le daba unos euros para cubrir gastos, poner gasolina al coche y demás. Pero nunca fue mucho. Y le salió caro: lo encarcelaron como mi «cómplice». Quién sabe, tal vez la historia sea cierta.
—¿Por qué la Villa Bibbiani?
—Por puro azar, o quizá sea cierto que los sardos utilizaron la villa en algún momento.
Spezi me llamó el 4 de mayo, inmediatamente después del interrogatorio. Para mi gran sorpresa, estaba de un humor excelente.
—Doug —dijo, desternillándose—, el interrogatorio ha sido una maravilla, una maravilla. Uno de los momentos más memorables de mi vida.
—Cuéntame.
—Esta mañana —dijo Spezi— mi abogado vino a buscarme en coche y paramos en el quiosco para comprar el diario. Cuando vi el titular, no podía dar crédito a mis ojos. Lo tengo aquí. Te lo leeré. —Hubo una pausa dramática—. «El jefe del GIDES, Giuttari, acusado de falsificar pruebas.»
Bello,
¿eh?
—Fantástico!
—dije tras una carcajada—. ¿Qué ha hecho?
—Algo que nada tiene que ver conmigo. Dicen que amañó la grabación de una conversación con otra persona implicada en el caso del Monstruo, alguien importante, un juez. Pero eso no es lo mejor. Doblé el periódico de manera que el titular quedara bien a la vista y entré con él en el despacho de Mignini para el interrogatorio. Cuando tomé asiento, coloqué el periódico sobre mis rodillas, con el titular mirando hacia Mignini.
—¿Qué hizo cuando lo vio?
—¡No lo vio! Mignini no me miró ni una sola vez, mantuvo los ojos desviados en todo momento. El interrogatorio no duró mucho. Me acogí a mi derecho de no responder y eso fue todo. Cinco minutos. Lo más gracioso es que el taquígrafo sí reparó en el titular. Vi cómo el pobre tipo estiraba el cuello como una tortuga para leerlo y luego intentaba desesperadamente llamar la atención de Mignini, sin éxito. En cuanto salí del interrogatorio, mientras estaba todavía en el pasillo, la puerta del despacho de Mignini se abrió de golpe y un agente de los carabinieri echó a correr escaleras abajo, sin duda en dirección al quiosco más próximo. —Rió maliciosamente—. Por lo visto, Mignini no había leído aún el diario de la mañana. ¡No sabía nada del asunto!