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Authors: Mario Spezi Douglas Preston
Tags: #Crónica Negra, Crimenes reales, Ensayo
El discurso, que a millones de espectadores les pareció maravillosamente espontáneo, lo habían redactado con antelación un equipo de psicólogos. Perugini lo había memorizado. Iba dirigido concretamente a Pacciani, que sabían que estaría en casa viendo el programa. Unos días antes, la policía había colocado micrófonos en su domicilio con la esperanza de obtener de él alguna reacción incriminatoria cuando Perugini pronunciara su elaborado discurso.
Después del programa, la policía recogió la grabación de casa de Pacciani y la escuchó con gran interés. Había habido, efectivamente, una reacción. Cuando Perugini terminó su discurso en televisión, Pacciani empezó a blasfemar en un dialecto toscano tan antiguo, tan olvidado, que habría hecho las delicias de un lingüista. Finalmente, todavía en su dialecto, aulló: «¡Será mejor que no digan nombres, porque solo soy un pobre desgraciado, un inocente!».
Pasaron tres años. Entre 1989 y 1992 la investigación de Perugini contra Pacciani apenas avanzó. No conseguía dar con una prueba definitiva. El botín obtenido en los registros de la casa y el terreno del agricultor había bastado para satisfacer las fantasías de los investigadores, pero no para arrestar a un hombre por asesinato.
En los interrogatorios, las respuestas de Pacciani poco tenían que ver con el estilo sereno y relajado de los hermanos Vinci. Lo negaba todo a voz en grito, mentía incluso sobre cosas que carecían de importancia, se contradecía constantemente, rompía a llorar y aullaba que era un pobre inocente perseguido injustamente.
Cuanto más mentía y vociferaba Pacciani, más convencido estaba Perugini de su culpabilidad.
Una mañana, a principios de los años noventa, Mario Spezi, entonces ya escritor independiente, se dejó caer por la jefatura de policía para ver a un viejo amigo de los tiempos en los que escribía sobre crímenes, con la esperanza de obtener una buena historia. Había oído rumores de que, años atrás, Perugini y la SAM habían pedido ayuda al FBI. El resultado fue un perfil del Monstruo, confidencial, preparado por la célebre Unidad de Ciencias del Comportamiento de Quantico. Pero nadie había visto el informe, si es que realmente existía.
El contacto de Spezi desapareció y regresó media hora después con un fajo de papeles.
—Yo no te he entregado nada —dijo, tendiéndoselo—. Tú y yo no nos hemos visto.
Spezi se llevó el expediente a un café de la piazza Cavour. Pidió una cerveza y empezó a leer. (El informe estaba traducido al italiano.)
Academia del FBI, Quantico, Virginia, 22135. Solicitud de colaboración por parte de la Polizia di Stato Italiana en relación con la investigación del
MONSTRUO DE FLORENCIA, FPC-GCM FBIHQ 00; FBIHQ.
El siguiente análisis fue elaborado por los agentes especiales John T. Dunn, Jr., John Galindo, Mary Eileen O'Toole, Fernando M. Rivera, Richard Robley y Frans B. Wagner, bajo la dirección del agente especial Ronald Walker y otros miembros del Centro Nacional para el Análisis de Crímenes Violentos (National Center for the Analysis of Violent Crime,
NCAVC).
Estaba fechado el 2 de agosto de 1989 y su referencia era:
el monstruo de fl0rencia
/Documento 163A-3915.
«Les comunicamos —comenzaba el prudente prefacio de los peritos americanos— que el análisis adjunto es el resultado de un examen del material facilitado por su oficina y no debe interpretarse como una sustitución de una investigación eficaz y exhaustiva, ni considerarse un análisis conclusivo o completo.»
El informe declaraba que el Monstruo de Florencia no era un caso único. Era un asesino en serie de una categoría ya conocida para el FBI y sobre la que tenían una base de datos: varón solitario, sexualmente impotente, con un odio patológico hacia las mujeres, que satisface sus deseos libidinosos a través del asesinato. Con ese lenguaje directo propio de los cuerpos de seguridad, el informe del FBI enumeraba las posibles características del Monstruo, explicaba un supuesto móvil y especulaba sobre cómo y por qué mataba, cómo elegía sus víctimas y qué hacía con las partes del cuerpo; hasta incluía detalles sobre dónde podía vivir y si tenía coche.
Spezi leía con creciente fascinación. Ahora entendía por qué habían ocultado el informe: trazaba el retrato de un asesino que no guardaba parecido alguno con Pietro Pacciani.
El informe declaraba que el Monstruo elegía los lugares, no las víctimas, y que únicamente mataba en lugares que conocía bien.
El agresor, con toda probabilidad, observaba a las víctimas hasta que iniciaban alguna forma de actividad sexual. Era entonces cuando decidía atacar, con la ventaja de la sorpresa, la velocidad y el uso de un arma capaz de inmovilizar de forma instantánea. Este particular método de aproximación suele indicar un agresor que duda de su capacidad para controlar a sus víctimas, que no se siente lo bastante preparado para interactuar con sus víctimas «vivas» o que se siente incapaz de enfrentarse directamente con ellas.
El agresor, empleando un acercamiento súbito, dispara su arma a bocajarro; en primer lugar la dirige al varón, para neutralizar así el principal riesgo para él. Una vez neutralizado el varón, el agresor se siente lo suficientemente seguro para perpetrar su ataque contra la hembra. El uso de numerosas balas indica que el agresor desea asegurarse de que ambas víctimas estén muertas antes de iniciar la mutilación post mórtem de la hembra. Ella es el verdadero objetivo del agresor; el hombre solo representa un obstáculo que hay que eliminar.
Según el informe del FBI, el Monstruo actuaba solo. Probablemente tenía antecedentes, pero solo por delitos como piromanía o pequeños hurtos. No era una persona habitualmente violenta o que cometiera graves delitos de agresión. Tampoco era un violador. «El agresor es una persona inepta e inmadura en cuestiones sexuales, que ha tenido poco contacto sexual con mujeres de su edad.» Explicaba que el misterioso intervalo entre los asesinatos de 1974 y de 1981 se debía probablemente a que el asesino no estuvo en Florencia durante ese tiempo. «Podría describirse al agresor como un hombre de inteligencia normal. Probablemente terminó el bachillerato, o su equivalente en el sistema educativo italiano, y tiene experiencia en trabajos que requieren el uso de las manos.»
Más adelante decía: «Es posible que el agresor viviera solo en un barrio trabajador durante los años en los que se produjeron los crímenes». Y que tuviera su propio coche.
Pero la parte más interesante, incluso hoy día, es la forma como se cometieron los crímenes, lo que el FBI llamaba su «firma» o «sello»:
La posesión y el ritual son muy importantes para este tipo de agresor: Eso explicaría por qué alejaba a sus víctimas hembras unos metros del vehículo donde estaba su compañero. Su necesidad de
poseer,
como ritual representado por el agresor, desvela su odio hacia las mujeres en general. La mutilación de los órganos sexuales de las víctimas representa la incompetencia del agresor o su resentimiento hacia las mujeres.
El informe del FBI señalaba que este tipo de asesino en serie intentaba, en general, controlar la investigación a través de un contacto directo o informal con la policía; para ello, se hacía pasar por informador; enviaba cartas anónimas o hablaba con la prensa.
Un capítulo del análisis del FBI hablaba de los llamados «souvenirs» —partes del cuerpo y tal vez joyas o baratijas— que el Monstruo arrebataba a las víctimas:
El agresor se lleva esas cosas como recuerdos que le ayudan a revivir el suceso en su imaginación durante cierto tiempo. El agresor conserva tales recuerdos un largo período, y cuando ya nos los necesita, los devuelve a la escena del crimen o los deja sobre la tumba de la víctima. En algunos casos [señalaba directamente el informe], el asesino engulle, por razones libidinosas, las partes corporales de la víctima para completar el acto de posesión.
Uno de los párrafos estaba dedicado a la carta que contenía un trozo de seno de la víctima enviada a la fiscal Silvia Della Monica: «La carta podría indicar que el agresor estaba intentando burlarse de la policía, lo que indicaría que la publicidad y la atención hacia este caso eran importantes para él y que cada vez se sentía más seguro».
En cuanto a la pistola utilizada por el Monstruo, el FBI escribió que «para él, la pistola podría ser un fetiche». El uso de la misma arma y las mismas cajas de balas formaba parte de la naturaleza ritual de los asesinatos; probablemente incluía una indumentaria concreta y otros accesorios empleados exclusivamente para matar, que el asesino mantenía bien escondidos: «El comportamiento global del agresor en la escena del crimen, incluido el uso de ciertos accesorios e instrumentos, indica que el ritual inherente a estas agresiones es tan importante para él que tiene que repetir la ofensa de forma idéntica hasta que alcanza la satisfacción».
Nada de eso hacía pensar en Pacciani, de modo que el informe del FBI fue silenciado y arrinconado.
Entre 1989 y 1992, la frustración de Perugini y sus investigadores por la imposibilidad de encontrar suficientes pruebas para incriminar a Pacciani fue en aumento. Finalmente, decidieron organizar un registro exhaustivo del terreno y de la humilde casa del agricultor. Duraría doce días.
En abril de 1992, Perugini y sus hombres emprendieron el que sería el registro más largo y tecnológicamente más avanzado de la historia de Italia. Desde las 9.50 del 27 de abril hasta las 12.00 del 8 de mayo de 1992, una brigada de investigadores de élite, perfectamente equipada, registró la casucha y el jardín de Pacciani. Examinaron las paredes centímetro a centímetro, auscultaron las losetas del suelo, hurgaron en todos los recodos y cavidades, miraron en cada cajón, pusieron patas arriba el mobiliario —camas, sillas, sofás, armarios, cómodas—, levantaron una a una las tejas del techo, abrieron con excavadoras un foso de casi un metro de profundidad en el jardín y sondearon con ultrasonidos cada milímetro cuadrado del terreno que rodeaba la casa.
Los bomberos inspeccionaban el lugar aplicando sus conocimientos específicos. Representantes de empresas privadas empuñaban detectores de metales y sensores térmicos. Otros técnicos filmaban detenidamente los lugares que se estaban registrando. Había un médico presente para controlar la salud de Pacciani, pues la policía temía que el excitable agricultor sufriera un ataque al corazón durante el registro. Trajeron a un experto en «arquitectura diagnóstica», capaz de señalar el punto en una pared maestra aparentemente compacta donde, por ejemplo, podría ocultarse un nicho o una cavidad.
A las 17.56 del 29 de abril, cuando la policía, agotada, decidió abandonar el registro «bajo un cielo que presagiaba lluvia», encontraron algo. Ruggero Perugini hablaría después sobre ese momento triunfal en su libro
Un uomo abbastanza normal
(«Un hombre bastante normal»), el libro que exhibía en la cubierta la ninfa de Botticelli vomitando sangre. «En la tierra, bajo la luz del atardecer, divisé un brillo casi imperceptible», escribió el inspector jefe.
Era una bala Winchester serie H completamente oxidada. No había sido disparada, de modo que la base del cartucho no tenía la firma del Monstruo, esto es, la marca del percutor. Sí tenía, no obstante, marcas que indicaban que la bala había sido introducida en un arma de fuego. Expertos en balística la analizaron y llegaron a la conclusión de que ello «no era incompatible» con que hubiera sido insertada en la pistola del Monstruo. «No incompatible» era cuanto se atrevían a determinar pese a haber trabajado (como un experto protestaría más tarde) bajo una enorme presión.
Pero eso les bastó. Pacciani fue arrestado el 16 de junio de 1993, acusado de ser el Monstruo de Florencia.
E
l juicio de Pietro Pacciani comenzó el 14 de abril de 1994. La sala del tribunal estaba abarrotada de un público dividido entre quienes lo creían culpable y quienes lo creían inocente. Las chicas se paseaban luciendo camisetas con el lema «I ♥ Pacciani». Había una auténtica multitud de fotógrafos, documentalistas y reporteros, en cuyo centro, protegido y guiado por el inspector jefe Ruggero Perugini, estaba el escritor Thomas Harris.
Los juicios son teatro en estado puro: un margen de tiempo limitado, una sala cerrada, relación de los hechos y reparto de papeles (el fiscal, los abogados, los jueces y el acusado). Pero no ha habido juicio más teatral que el de Pacciani. Fue un melodrama digno de Puccini.
El agricultor estuvo meciéndose y sollozando durante todo el procedimiento, y de vez en cuando gritaba en su antiguo dialecto toscano: «¡Soy un corderito inofensivo!… ¡Estoy aquí como Cristo en la cruz!». A veces se erguía cuanto le permitía su baja estatura, se sacaba de un bolsillo escondido un pequeño icono del Sagrado Corazón y lo blandía frente a las caras de los jueces mientras el presidente del tribunal repicaba con el mazo y le ordenaba que se sentara. Otras veces montaba en cólera y, con el rostro encendido, escupía baba mientras maldecía a un testigo o al mismo Monstruo e invocaba a Dios con las manos juntas y los ojos alzados al cielo, chillando: «¡Haz que arda para siempre en el infierno!».
Después de tan solo cuatro días de juicio, Spezi publicó la primera gran historia. Una prueba fundamental contra Pacciani era su extraño cuadro del centauro y las siete cruces, el cual, según los psicólogos, era «compatible» con la personalidad psicopática del Monstruo. La imagen permanecía oculta bajo una tela, pero Spezi había conseguido sacar una foto de la misma de la oficina del fiscal. No necesitó muchos días para dar con el verdadero autor, un pintor chileno de cincuenta años llamado Christian Olivares, exiliado a Europa durante la era Pinochet. Olivares se indignó cuando oyó que su cuadro se estaba utilizando como prueba contra un asesino en serie:
—En ese cuadro —dijo a Spezi— quería representar el grotesco horror de las dictaduras. Decir que es la obra de un psicópata es ridículo. Sería como decir que los
Desastres de la guerra
de Goya indican que el pintor era un demente, un monstruo al que había que encerrar.
Spezi llamó a Perugini.
—Mañana —le dijo—, mi periódico publicará un artículo diciendo que el cuadro que usted atribuyó a Pacciani no lo pintó él, sino un artista chileno. ¿Desea hacer algún comentario?
El artículo supuso un auténtico bochorno. Vigna, el fiscal jefe, trató de quitarle trascendencia al cuadro. «Fueron los medios de comunicación los que exageraron su importancia», declaró. Otro fiscal, Paolo Canessa, intentó minimizar el daño explicando que «Pacciani firmó el cuadro y contó a sus amigos que era un sueño que había tenido».