El monstruo de Florencia (33 page)

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Authors: Mario Spezi Douglas Preston

Tags: #Crónica Negra, Crimenes reales, Ensayo

«El 23 de junio —escribió Giuttari—, uno de los artículos [de Spezi] salió publicado en
La Nazione,
una entrevista "exclusiva" a Mario Vanni, condenado a cadena perpetua, con el título "Moriré como el Monstruo pero soy inocente".»

En el artículo, Spezi mencionaba que había charlado con Vanni en una ocasión, muchos años antes de que comenzaran los asesinatos del Monstruo, en San Casciano. Giuttari veía en ello una pista importante. «Me sorprendió que se conocieran desde sus días de juventud —escribió—. Pero más me sorprendió la curiosa coincidencia de que el enconado enemigo público de la investigación oficial del caso del Monstruo, y acérrimo defensor de la "pista sarda", no solo resultara ser gran colega del ex farmacéutico acusado [Calamandrei]… sino viejo amigo de Mario Vanni.»

Giuttari proseguía diciendo que Spezi había «participado en un programa de televisión» que pretendía centrar de nuevo la atención en la pista sarda «reciclando teorías trilladas y no verificadas» que hacía mucho que habían sido desacreditadas.

«Ahora —escribía Giuttari— el entrometimiento de Spezi empezaba a resultar sospechoso.»

Al confiscar el tope para puertas, Giuttari y Mignini poseían la prueba física que necesitaban para relacionar a Spezi con una de las escenas de los crímenes del Monstruo.

Cuando la policía se hubo marchado, Spezi subió con cautela la escalera de su buhardilla, temeroso de lo que pudiera encontrar. Fue aún peor de lo que había temido. Se hundió en la butaca que yo le había regalado antes de abandonar Florencia, frente al espacio vacío dejado por su ordenador, y permaneció un rato contemplando el caos que le rodeaba. Entonces rememoró la mañana cristalina de aquel domingo 7 de junio de 1981 —veintitrés años atrás— cuando su colega le pidió que le sustituyera en la sección de sucesos, asegurando que «los domingos nunca ocurre nada».

Ni en un millón de años habría imaginado hasta dónde iba a llegar este asunto.

Quería llamarme, me contó después, pero en Estados Unidos era de noche, y no podía enviarme un correo electrónico porque no tenía ordenador. Finalmente decidió dar una vuelta por las calles de Florencia y buscar un cibercafé desde el que poder escribirme.

Frente a su apartamento le aguardaba una multitud de periodistas y cámaras de televisión. Dijo unas palabras, respondió algunas preguntas, se subió al coche y puso rumbo a la ciudad. En via de' Benci, a unos pasos de Santa Croce, entró en un cibercafé abarrotado de estudiantes americanos con las caras llenas de granos que estaban hablando con sus padres a través de VOIP. Tomó asiento delante de un ordenador. Desde algún lugar, débilmente llegaba el triste trombón de Marc Johnson interpretando «Goodbye Pork Pie Hat» de Charles Mingus. Spezi se conectó a su servidor, introdujo la contraseña de su correo y vio que ya tenía un mensaje mío con un archivo adjunto.

Mientras escribíamos el libro del Monstruo, Spezi y yo habíamos estado intercambiando correos electrónicos sobre las cosas que habíamos corregido de los capítulos del otro. Lo que Spezi encontró fue el último capítulo del libro, escrito por mí, sobre la entrevista a Antonio. Spezi me envió un correo contándome que le habían registrado la casa.

A la mañana siguiente, tras leer el mensaje, le telefoneé y me relató la historia del registro. Me pidió ayuda para hacer pública la incautación de nuestro material de investigación.

Entre los documentos confiscados por la policía estaban las notas y borradores del artículo que habíamos escrito para
The New Yorker
y que no había llegado a publicarse. Llamé a Dorothy Wickenden, la directora de la revista, quien me facilitó una lista de personas que podían ayudarme y me explicó que como no habían publicado el artículo, la revista no consideraba oportuno intervenir directamente.

Dediqué varios días a hacer llamadas y escribir cartas, pero la respuesta fue mínima. La triste verdad era que a poca gente en Norteamérica le interesaba un periodista italiano que había irritado a la policía y al que le habían incautado sus archivos en un momento en el que estaban asesinando a periodistas en Rusia e Irak. «Claro que si hubieran encarcelado a Spezi… —me dijeron en numerosas ocasiones—, entonces algo se podría hacer.»

Finalmente, el PEN intervino. El 11 de enero de 2005, el Writers in Prison Comité del PEN International de Londres envió a Giuttari una carta donde criticaba el registro de la casa de Spezi y que se hubieran incautado de sus papeles. La carta explicaba que «a International PEN le preocupa que pueda haberse producido una violación del Artículo 6.3 del Convenio Europeo de Derechos Humanos, el cual garantiza el derecho de todas las personas acusadas de un delito criminal a ser informadas puntual "y minuciosamente sobre la naturaleza y el motivo de la acusación" ».

Giuttari respondió ordenando otro registro de la casa de Spezi, que tuvo lugar el 24 de enero. Esta vez se llevaron un ordenador averiado y un bastón que sospechaban podía esconder un dispositivo electrónico.

Pero nunca dieron con el disquete que Spezi había escondido en los calzoncillos, de modo que pudimos seguir trabajando en el libro. Durante los meses siguientes, la policía fue devolviendo poco a poco las carpetas y archivos de Spezi, nuestras notas y el ordenador, pero no el infausto tope para puertas. Ahora, Giuttari y Mignini sabían qué aparecía exactamente en el libro, pues habían extraído del ordenador de Spezi todos los borradores. Y, por lo visto, no les gustó lo que leyeron.

Una agradable mañana, Spezi abrió el periódico y tropezó con un titular que casi hizo que cayera de la silla.

ASESINATO DE NARDUCCI:

PERIODISTA BAJO INVESTIGACIÓN

Como vino que se convierte en vinagre en una barrica mal sellada, las sospechas de Giuttari habían madurado. Spezi había pasado de periodista entrometido a sospechoso de asesinato.

—Cuando lo leí —me dijo Spezi por teléfono— tuve la sensación de formar parte de una nueva versión cinematográfica de
El proceso
de Kafka, pero protagonizada por Jerry Lewis y Dean Martin.

43

D
urante un año, de enero de 2005 a enero de 2006, los dos abogados de Spezi intentaron en vano averiguar cuáles eran los cargos contra él. El fiscal del ministerio público de Perugia había impuesto sobre las acusaciones la orden de
segreto istruttorio,
una orden judicial que prohíbe revelar información sobre los cargos. En Italia, después de una orden de
segreto istruttorio
los fiscales suelen filtrar información a sus periodistas favoritos, los cuales publican sin temor a ser demandados. De esa manera, los fiscales permiten que se cuente su versión de la historia mientras que los periodistas tienen prohibido publicar otras informaciones. Eso parecía estar pasando ahora. Spezi era sospechoso de entorpecer la investigación sobre el asesinato de Narducci, aseguraban los periódicos, y eso había hecho sospechar que podía ser cómplice del asesinato e instigador de una maniobra para encubrirlo. Las repercusiones de todo ello no estaban claras.

En enero de 2006 terminamos el libro y lo enviamos a la editorial con el título
Dolci colline di sangue,
cuya traducción literal sería
Dulces colinas de sangre.
El título hace un juego de palabras con la expresión italiana
dolci colline di Firenze,
dulces colinas de Florencia. La publicación del libro estaba programada para abril de ese año.

A principios de 2006, Spezi me llamó desde una cabina telefónica de Florencia. Me dijo que mientras trabajaba en una historia que no guardaba relación alguna con el Monstruo de Florencia había conocido a un ex presidiario llamado Luigi Ruocco, un delincuente de tres al cuarto que, casualmente, era un viejo conocido de Antonio Vinci. El tal Ruocco le contó una historia sorprendente; una historia que resolvería finalmente el caso.

—Es el paso decisivo que llevo veinte años esperando —me dijo Mario—. Doug, se trata de una historia increíble. Con esta nueva información resolveremos finalmente el caso. Tengo pinchado el teléfono y el correo electrónico no es seguro. Ven a Italia y te lo contaré todo. Formarás parte de ello, Doug. ¡Juntos desenmascararemos al Monstruo!

Volé a Italia con mi familia el 13 de febrero de 2006. Los dejé en un apartamento espectacular de via Ghibellina, propiedad de uno de los herederos Ferragamo, que habíamos pedido prestado a un amigo y partí hacia casa de Spezi para escuchar la increíble noticia.

Mario me relató la historia durante la cena.

Unos meses atrás, dijo, estaba documentándose para un artículo sobre una mujer de la que se había aprovechado un médico que trabajaba para una compañía farmacéutica. El médico la había utilizado, sin su autorización, para probar un psicofármaco nuevo. Fernando Zaccaria, ex detective de policía especializado en su día en infiltrarse en bandas de narcotráfico y actualmente presidente de una empresa de seguridad privada de Florencia, fue la persona que le habló del caso. Gran defensor de la justicia, Zaccaria había reunido desinteresadamente las pruebas que habían ayudado a condenar al médico por perjudicar a la mujer con sus experimentos ilegales. Quería que Spezi escribiera la historia.

Una noche, mientras estaba en casa de esa mujer con la madre de esta y Zaccaria, Spezi mencionó por casualidad su trabajo en el caso del Monstruo de Florencia y sacó una foto que llevaba encima de Antonio Vinci. La madre, que estaba sirviendo café, echó una ojeada a la fotografía y exclamó:

—¡Caray, pero si Luigi conoce a ese hombre! Y yo también le conocía, y a todos los demás, de cuando era una niña. Recuerdo que me llevaban a sus ferias rurales.

El Luigi al que se refería era Luigi Ruocco, su ex marido.

—Tengo que conocer a su marido —dijo Spezi.

Al día siguiente por la noche se reunieron en torno a esa misma mesa Zaccaria, Spezi, la mujer y Luigi Ruocco. El marido era la quintaesencia del matón de poca monta: taciturno, cuello de toro, cara enorme y cuadrada y pelo moreno y rizado. Vestía ropa de gimnasio. Sus ojos azules, sin embargo, proyectaban una mirada cauta pero abierta que agradó a Spezi. Ruocco contempló la fotografía y confirmó que conocía a Antonio y a todos los demás sardos.

Spezi procedió a resumir rápidamente para Ruocco el caso del Monstruo de Florencia y su teoría de que Antonio podía ser el Monstruo. Ruocco le escuchaba con interés. Spezi tardó pocos minutos en llegar al punto clave: ¿Conocía Ruocco alguna casa secreta que Antonio hubiera podido utilizar durante el período de los asesinatos? Spezi me había comentado en diversas ocasiones que era probable que el Monstruo hubiera utilizado una casa abandonada, quizá en ruinas, en el campo, que empleaba para refugiarse antes y después de un asesinato y para esconder la pistola, el cuchillo y otros objetos. En la época de los asesinatos, en la Toscana abundaban esas construcciones abandonadas.

—He oído hablar de ella —dijo Ruocco—. No sé dónde está, pero conozco a alguien que sí lo sabe.
Gnazio.

—¡Claro, Ignazio! —exclamó Zaccaria—. ¡Él conoce a muchos sardos!

Ruocco telefoneó a Spezi unos días después. Había hablado con Ignazio y tenía la información sobre el refugio de Antonio. Spezi y Ruocco quedaron delante de un supermercado situado en las afueras de Florencia. Entraron en una cafetería donde Mario tomó un café solo de un trago y Ruocco bebió un Campari con un chorrito de Martini Se Rossi. Lo que Ruocco tenía que contarle era apasionante. Ignazio no solo conocía el refugio, sino que había estado allí con Antonio hacía apenas un mes. Había reparado en un viejo armario con puertas de cristal que contenía seis cajas de metal cerradas con llave y dispuestas en fila. Debajo había un cajón entreabierto, donde vislumbró dos pistolas, o quizá tres, una de las cuales podría ser una Beretta calibre 22. Ignazio preguntó al sardo qué había en esas cajas metálicas y el hombre respondió con brusquedad: «Cosas mías», mientras se golpeaba el pecho.

Seis cajas metálicas. Seis mujeres asesinadas.

Spezi apenas podía contener el entusiasmo.

—Ese fue el detalle que me convenció —dijo en la cena—. Seis. Ruocco no podía saberlo. Todo el mundo habla de siete u ocho asesinatos dobles del Monstruo, pero Ruocco dijo seis cajas. Seis: el número de mujeres asesinadas por el Monstruo si descartas los asesinatos de 1968, que él no pudo cometer, y la vez que mató por error a una pareja homosexual.

—Pero no las mutiló a todas.

—Cierto, pero los psicólogos dijeron que es muy probable que se llevara un recuerdo de cada una de ellas. En casi todas las escenas de los asesinatos se encontró el bolso de la muchacha tirado en el suelo, abierto de par en par.

Yo escuchaba fascinado. Si la Beretta del Monstruo, la pistola más buscada en la historia de Italia, estuviera en ese armario junto con las pertenencias de las víctimas, sería una primicia espectacular.

Spezi continuó:

—Pedí a Ruocco que regresara a la casa para que luego pudiera decirme dónde estaba exactamente y describírmela. Respondió que así lo haría. Nos vimos de nuevo unos días después. Ruocco me dijo que había ido a la casa y había mirado por la ventana; pudo ver el armario con las seis cajas metálicas. Me dio la dirección.

—¿Y fuiste?

—¡Naturalmente! Fui con Nando. —La vieja casa, dijo Spezi, se hallaba en los terrenos de una enorme finca de cuatrocientas hectáreas llamada Villa Bibbiani y situada cerca del pueblo de Capraia, al oeste de Florencia—. Es una finca espectacular —prosiguió Spezi—, con jardines, fuentes, estatuas y un fabuloso parque lleno de árboles raros.

Sacó su móvil y me enseñó un par de fotos que había hecho de la villa. Era magnífica.

—¿Cómo lograste entrar?

—Fue fácil. Está abierta al público para la venta de aceite de oliva y vino y la alquilan para bodas y otros eventos. Las verjas permanecen abiertas e incluso hay un aparcamiento público. Nando y yo dimos un paseo. A unos cientos de metros de la mansión pasa un camino de tierra que conduce a dos casas de piedra ruinosas, una de las cuales coincidía con la descripción de Ruocco. Se puede llegar a las casas por otro camino que atraviesa el bosque, muy privado.

—Supongo que no forzasteis la puerta.

—¡No, no! Aunque te aseguro que lo pensé, solo para ver si el armario estaba allí. Pero eso habría sido una insensatez. Además de ser allanamiento de morada, ¿qué habría hecho yo con las cajas y la pistola una vez que las encontrara? No, Doug, tenemos que llamar a la policía, dejar que ellos se ocupen del asunto y confiar en conseguir luego la primicia.

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