Read El monstruo de Florencia Online
Authors: Mario Spezi Douglas Preston
Tags: #Crónica Negra, Crimenes reales, Ensayo
Minoliti se removió en su asiento y torció el cuello de forma extraña. Dirigió la mirada hacia la ventana y de nuevo a Spezi. Finalmente buscó ayuda en un cigarrillo.
—¿Qué quiere saber? —dijo, sacando el humo por la nariz.
—Arturo —dijo Spezi, inclinándose confidencialmente hacia delante—, Florencia es una ciudad pequeña. Usted y yo nos movemos en los mismos círculos. Los dos hemos oído ciertos rumores, es inevitable. Perdone que sea tan directo, pero se diría que tiene dudas sobre la investigación llevada a cabo contra Pacciani. ¿Serias dudas…?
El jefe de los carabinieri descansó el mentón sobre las manos y esta vez torció los labios de forma curiosa. Las palabras brotaron de su boca como una exhalación de alivio.
—Esto, sí… en lo referente a… En pocas palabras, si se produce una extraña coincidencia, la pasas por alto. Si se producen dos, todavía puedes pasarlas por alto. Pero cuando se producen tres, al final tienes que decirte que no puede tratarse de una coincidencia. Y en este caso, las coincidencias, o mejor dicho los sucesos extraños, han sido demasiados.
El corazón de Spezi se aceleró bajo el objetivo de la microcámara.
—¿Qué quiere decir con eso? ¿Hay algo en la investigación que no le parece bien?
—Pues sí. A ver, yo estoy convencido de que Pacciani es culpable, pero era nuestro deber demostrarlo… No se puede simplificar sin más.
—¿A qué se refiere?
—Me refiero, por ejemplo… al trapo. El trapo, sencillamente, carece de sentido para mí.
El trapo en cuestión era una prueba de peso contra Pacciani. Un mes después del exhaustivo registro de su propiedad, en el que se descubrió la bala, Minoliti recibió un paquete anónimo. El paquete contenía la varilla de guía de una pistola envuelta en un trozo de trapo y una nota escrita con letra de imprenta. La nota decía así:
ESTA ES UNA PIEZA DE LA PISTOLA DEL MONSTRUO DE FLORENCIA. ESTABA EN UN TARRO DE CRISTAL QUE HABÍAN VUELTO A COLOCAR (ALGUIEN LO HABÍA VISTO ANTES QUE YO) BAJO UN ÁRBOL EN LUIANO. PACCIANI SOLÍA IR A ESE LUGAR. PACCIANI ES EL DIABLO Y LE CONOZCO BIEN, Y USTED TAMBIÉN. CASTIGUELO Y DIOS LE BENDECIRÁ PORQUE PACCIANI NO ES UN HOMBRE, ES UNA BESTIA. GRACIAS.
El asunto le pareció extraño desde el primer momento. Unos días después, durante otro registro del garaje de Pacciani, los agentes de la SAM encontraron un trozo de trapo que, por la razón que fuera, no habían visto en el registro que duró doce días. Cuando juntaron los dos pedazos, encajaban perfectamente.
Perugini elaboró la teoría de que el Monstruo en persona había enviado la carta con el trapo llevado por un deseo inconsciente de incriminarse.
—Ese trapo apesta —dijo Minoliti, volviéndose hacia la cámara escondida que llevaba Spezi—, porque el caso es que no me llamaron cuando lo encontraron. Se suponía que la SAM y los carabinieri de San Casciano debían realizar todas las operaciones conjuntamente, pero cuando encontraron el trapo no me llamaron. Muy extraño… Ese trapo, se lo digo yo, apesta. Ya habíamos estado en ese garaje y nos habíamos llevado mucho material para catalogarlo. Pero ese trapo no estaba allí.
Spezi encendió otro Gauloises para controlar su entusiasmo. Esto ya era una gran primicia y todavía tenían que llegar a la bala encontrada en el jardín.
—En su opinión, ¿de dónde salió el trapo?
El carabiniere abrió los brazos.
—Diablos, no lo sé. Yo no estaba allí. Ese es el problema. ¿Y por qué enviar una varilla guía? De todas las piezas de una pistola, esa es la única que no puede adjudicarse a un arma concreta. ¡Y justamente envían esa!
Spezi decidió conducir a Minoliti hacia la bala Winchester.
—¿Y lo de la bala también apesta?
Minoliti respiró hondo y guardó silencio unos segundos. Se volvió y de repente dijo:
—Me mosqueó mucho la forma como encontraron la bala. Me molestó que el inspector jefe Perugini nos pusiera en una situación tan comprometida…
Spezi se esforzó por mantener la calma. El corazón le latía con fuerza.
—Estábamos en el jardín de Pacciani Perugini, dos agentes de la brigada y yo —prosiguió Minoliti—. Los dos agentes estaban restregándose las suelas de los zapatos en un poste de cemento que había en el suelo y bromeando porque llevaban zapatos idénticos. En un determinado momento, cerca del zapato de uno de ellos, apareció la base de la bala.
—Pero —le interrumpió Spezi para asegurarse de que la historia quedaba clara en la cinta—, no es así como Perugini lo describe en su libro.
—¡Exacto, exacto! Porque él dice: «Un rayo de luz se reflejó en la bala». ¿Qué rayo de luz? Aunque a lo mejor solo pretendía adornar el hallazgo.
—Minoliti, ¿la pusieron allí? —preguntó Spezi.
El rostro del hombre se ensombreció.
—Es una hipótesis. Es más que una hipótesis, en realidad… No estoy diciendo que esté seguro… Pero debo considerarlo aunque no quiera. Es casi una certeza…
—¿Casi una certeza?
—Sí, porque a la luz de los hechos no se me ocurre otra explicación. Cuando Perugini escribió que había visto ese reflejo, me quedé helado. Entonces me dije, el inspector jefe no me tiene ningún respeto, si le contradigo estoy jodido. Lo que quiero decir es que, ¿a quién iban a creer los jueces? ¿A un agente de los carabinieri o a un inspector jefe? Así que al final me vi obligado a respaldar su versión.
Su actuación era soberbia; Spezi tenía la sensación de estar filmando al ganador de un Oscar, y el acento napolitano lo hacía aún más auténtico. Cayó en la cuenta de que tan solo le quedaban quince minutos de cinta. Tenía que presionarle.
—Arturo, ¿la pusieron allí?
Minoliti sufría.
—No puedo creer que mis colegas, mis amigos…
Spezi no podía perder más tiempo.
—De acuerdo, le entiendo. Pero si pudiera olvidarse por un momento de que son colegas a los que conoce desde hace tiempo, ¿los hechos le llevarían a afirmar que alguien puso allí la bala?
Minoliti se quedó muy quieto.
—Si atiendo a la razón, debo decir que sí, que la pusieron allí. Llegué a la conclusión de que la bala, la varilla de guía y el trapo no eran pruebas limpias. —Minoliti siguió hablando en voz baja, casi para sí—. Me hallo en una situación complicada… Me han pinchado el teléfono… Tengo miedo… mucho miedo.
Spezi intentó averiguar si había hablado de ello con alguien más.
—¿No lo ha hablado con nadie?
—Lo hablé con Canessa. —Paolo Canessa era uno de los fiscales.
—¿Y qué le dijo?
—Nada.
Unos minutos después, en la puerta del cuartel, Minoliti se despidió de Spezi.
—Mario —dijo—, olvide lo que le he contado. Solo me estaba desahogando. Le he hablado porque confío en usted, pero a sus colegas, cuando entran aquí, hago que los registren.
Sintiéndose como un gusano, Spezi cruzó la plaza y echó a andar por la acera con los brazos rígidos y el hombro izquierdo pegado a los muros de las casas. Ya no sentía el viento helado.
«Dios mío —pensó—, ¡ha funcionado!»
Entró en la Casa del Popolo, donde la gente de la cadena de televisión le estaba esperando bebiendo cerveza. Se acercó a la mesa y tomó asiento sin decir palabra. Notaba sus miradas fijas en él. Permaneció callado y ellos no le preguntaron nada. De algún modo, todos entendieron que había sido un éxito.
Esa noche, mientras cenaban juntos después de ver la grabación de Minoliti, se permitieron sentirse eufóricos. Era la primicia del siglo. Spezi lamentaba tener que poner a Minoliti en la picota. No obstante, se dijo, la verdad también tiene sus víctimas.
Al día siguiente, la agencia italiana de noticias ANSA, que había oído hablar de la grabación, redactó una reseña al respecto. En cuanto salió publicada, las tres cadenas de televisión nacionales llamaron para entrevistar a Spezi. A la hora de los informativos, Spezi se arrellanó en el sofá, mando a distancia en mano, para ver cómo daban la noticia.
Ni siquiera la mencionaron. Al día siguiente, los periódicos no publicaron ni una línea sobre el asunto. Rai Tre, la cadena de televisión que había organizado la grabación de Minoliti, canceló la sección.
Era evidente que alguien en una posición de poder había impuesto silencio.
E
n Italia, a un hombre condenado a cadena perpetua se le otorga automáticamente una apelación ante la Corte d'Assise d'Apello con un nuevo fiscal y un nuevo tribunal. En 1996, dos años después de la sentencia, se presentó el caso de Pacciani ante la Corte d'Assise. El fiscal jefe era Piero Tony, un aristócrata veneciano amante de la música clásica, con una calva orlada de cabellos que le rozaban el cuello de la camisa. El presidente del tribunal era el anciano e imponente Francesco Ferri, jurista con una larga y reconocida carrera.
Piero Tony no tenía relación alguna con la condena de Pacciani ni apariencias que guardar. Una de las grandes virtudes del sistema judicial italiano es este proceso de apelación en el que los implicados —fiscales o jueces— no tienen un interés personal en el asunto.
Tony, encargado de confirmar la condena de Pacciani, revisó las pruebas contra el agricultor con ecuanimidad y objetividad.
Y se quedó horrorizado.
—Esta investigación —dijo al tribunal—, si no fuera tan trágica, parecería sacada de la Pantera Rosa.
En lugar de llevar la acusación de Pacciani, Tony se dedicó en el juicio a criticar la investigación y descartar las pruebas contra el agricultor; echándolas por tierra, una a una, hasta que no quedó un solo ladrillo en pie. Los abogados de Pacciani, al ver que se apropiaba de sus argumentos, poco pudieron hacer salvo escuchar con estupefacción y, cuando les llegó el turno, expresar su acuerdo con la acusación.
A medida que avanzaba el juicio, el pánico y la consternación se apoderaron de los investigadores. Si el propio fiscal declaraba a Pacciani inocente, el agricultor quedaría absuelto, lo cual supondría una humillación y un desprestigio intolerables para la policía. Había que hacer algo, y la tarea recayó en el inspector jefe Michele Giuttari.
Seis meses antes, a finales de octubre de 1995, el inspector jefe Giuttari se había instalado en un despacho soleado con vistas al río Arno, junto a la embajada estadounidense, y se había hecho cargo del caso del Monstruo de Florencia después de que el inspector jefe Perugini se marchara a Washington. La Squadra Anti-Mostro se había disuelto, pues se creía que el caso estaba resuelto, pero Giuttari enseguida procedió a crear una unidad investigadora especial. Entretanto, había emprendido la hercúlea tarea de leerse los archivos del caso, decenas de miles, que comprendían cientos de entrevistas a testigos, pilas de informes periciales y análisis técnicos y transcripciones del juicio. También registró los armarios donde se guardaban las pruebas y examinó cuanto se había recogido en las escenas de los crímenes, por irrelevante que pareciera.
El inspector jefe Giuttari descubrió muchos cabos sueltos, pruebas no explicadas y profundos enigmas sin resolver. Durante el proceso llegó a una fatídica conclusión: el caso no estaba totalmente resuelto. Nadie, ni siquiera Perugini, había comprendido sus aterradoras proporciones.
Michele Giuttari era un siciliano de Messina apuesto y elocuente, aspirante a novelista y conocedor de enrevesadas teorías conspirativas. Se paseaba con medio puro toscano encajado en la comisura de la boca, el cuello del abrigo alzado y el pelo, negro y largo, denso y brillante, peinado hacia atrás. Guardaba un parecido sorprendente con Al Pacino en la película
El precio del poder,
y ciertamente había algo cinematográfico en la forma como se movía, briosa y elegante, como si una cámara lo estuviera siguiendo.
Mientras peinaba los archivos, Giuttari destapó pruebas importantes, pero desestimadas, que en su opinión revelaban algo mucho más siniestro que un solitario asesino en serie. Empezó por la declaración de Lorenzo Nesi de que había visto a Pacciani «con otra persona» en un coche rojo (que en realidad era blanco), la noche del domingo, a un kilómetro de la escena del último crimen. Giuttari abrió una investigación sobre esa persona misteriosa. ¿Quién era? ¿Qué estaba haciendo en el coche? ¿Había participado en el asesinato? Huelga decir que si descubría la verdad, la auténtica verdad, el inspector jefe saldría sumamente beneficiado. Perugini había utilizado al Monstruo para ascender en su carrera y Vigna estaba a punto de hacer lo propio. Había todavía mucho partido que sacarle al caso del Monstruo de Florencia.
Ahora, transcurridos seis meses, la inminente absolución de Pacciani amenazaba con echar abajo las teorías y los planes cuidadosamente trazados por el inspector jefe Giuttari. Tenía que hacer algo para mitigar el daño que provocaría la absolución de Pacciani. Así que elaboró un plan.
La mañana del 5 de febrero de
1996,
el fiscal jefe Piero Tony se pasó cuatro horas recapitulando. El caso contra Pacciani, dijo, carecía de pruebas, pistas e indicios. No había una sola pieza de la pistola que lo relacionara con los asesinatos, una sola bala colocada en el jardín no bastaba para condenarlo, no había un solo testigo al que pudiera creer. No había nada. Para Tony, el punto fundamental de la acusación permanecía sin resolver: los investigadores no explicaban en ningún momento cómo la infame Beretta calibre 22 empleada en 1968 había pasado de manos del clan sardo a manos de Pacciani.
—Media pista y media pista —bramó Tony— no suman una pista entera, ¡suman cero!
El 12 de febrero, tras arrebatarles sus argumentos, los abogados de Pacciani poco tuvieron que decir en su recapitulación. Al día siguiente, Ferri y los demás jueces se encerraron en un despacho para deliberar.
Esa misma tarde, el inspector jefe Giuttari se puso su abrigo negro, se levantó el cuello, se encajó el medio toscano en la boca y reunió a sus hombres. Los coches camuflados salieron a todo gas de la jefatura de policía en dirección a San Casciano, donde rodearon la casa de Mario Vanni, el ex cartero que en el primer juicio a Pacciani había farfullado repetidas veces que él y el acusado solo eran «compañeros de merienda». Giuttari y sus hombres agarraron a Vanni y lo metieron en un coche sin darle siquiera tiempo a ponerse la dentadura postiza. Vanni, dijeron, era el «otro hombre» que Lorenzo Nesi había visto en el coche. Lo acusaron de ser cómplice de Pacciani.
El momento no pudo ser más oportuno. La mañana del 13 de febrero, el día que los jueces del Tribunal de Apelación debían anunciar su veredicto, los periódicos publicaron a toda página la noticia del arresto de Vanni como compinche de Pacciani.