El Mundo de Sofía (35 page)

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Authors: Jostein Gaarder

Tags: #narrativa

—Vale, pero me parece una manera muy retorcida de decirlo.

—Sí, hay que utilizar martillo y cincel para penetrar en el lenguaje de Spinoza. Por lo menos es un consuelo que uno al final encuentre una idea tan cristalina como un diamante.

—La estoy esperando.

—Todo lo que hay en la naturaleza es por tanto pensamiento o extensión. Cada uno de los fenómenos con los que nos encontramos en la vida cotidiana, por ejemplo una flor o un poema, constituyen diferentes modos del atributo del pensamiento o de la extensión. Una flor es un modo del atributo de la extensión, y un poema sobre esa misma flor es un modo del atributo del pensamiento. Pero las dos cosas son en último término la expresión de Sustancia, Dios o Naturaleza.

—¡Vaya tío!

—Pero sólo es su lenguaje lo que es complicado. Debajo de esas formulaciones tan retorcidas hay una maravillosa consciencia tan extremadamente sencilla que el lenguaje cotidiano no es capaz de explicar.

—A pesar de todo creo que prefiero el lenguaje cotidiano.

—Está bien. Empezaré por ti. Cuando te duele la tripa, ¿quién sufre el dolor?

—Tú lo has dicho. Yo.

—Correcto. Y cuando más adelante piensas en aquella vez en que te dolió la tripa, entonces ¿quién piensa?

—También yo.

—Porque eres una sola persona que en un momento puede tener dolor de tripa y en otro ser presa de una emoción. De esa manera, Spinoza pensó que todas las cosas físicas que existen o acontecen en nuestro entorno, son expresiones de Dios o de la Naturaleza. Así, todos los pensamientos que se piensan son pensamientos de Dios o de la Naturaleza. Porque todo es Uno. Sólo hay un Dios, una Naturaleza o una Sustancia.

—Pero cuando pienso algo, soy yo quien pienso. Y cuando me muevo soy yo quien me muevo. ¿Por qué mezclar a Dios en esto?

—Me gusta tu apasionamiento. ¿Pero quién eres tú? Eres Sofía Amundsen, pero también eres la expresión de algo infinitamente más grande. Puedes muy bien decir que tú piensas, o que tú te mueves, ¿pero no puedes decir también que es la naturaleza la que piensa tus pensamientos o que es la naturaleza la que se mueve en ti? Es más bien una cuestión de la lente con que se mire.

—¿Quieres decir que no decido sobre mí misma?

—Bueno, a lo mejor tienes una especie de libertad para mover el dedo meñique, si quieres. Pero ese dedo sólo puede moverse según su naturaleza. No puede saltar de la mano o botar por la habitación. De la misma manera también tú tienes tu lugar en el Todo, hija mía. Eres Sofía, pero también eres un dedo en el cuerpo de Dios.

—¿De modo que es Dios quien decide todo lo que hago?

—O la naturaleza o las leyes de la naturaleza. Spinoza pensaba que Dios, o las leyes de la naturaleza, son la causa interna de todo lo que ocurre. El no es una causa externa, porque Dios se expresa exclusivamente mediante las leyes de la naturaleza.

—No sé si veo la diferencia.

—Dios no es un titiritero que tira de todos los hilos y así decide todo lo que ocurre. Un titiritero dirige a los títeres desde fuera y es por lo tanto la «causa externa» de los movimientos de los títeres. No es así como Dios dirige el mundo. Dios dirige el mundo mediante las leyes de la naturaleza. De esa manera Dios o la naturaleza- es la «causa interna» de todo lo que ocurre. Es decir que todo lo que ocurre en la naturaleza ocurre necesariamente. Spinoza tenía una visión determinista de la vida de la naturaleza.

—Me parece haberte oído decir algo parecido antes.

—Tal vez estés pensando en los estoicos. También ellos afirmaron que todo ocurre necesariamente. Por eso era tan importante responder a todo lo que sucede con una «serenidad estoica». Los hombres no debían dejarse llevar por sus emociones. Ésta es también, muy resumida, la ética de Spinoza.

—Creo que entiendo lo que quiere decir. Pero no me gusta pensar que no decido sobre mí misma.

—Vamos a centrarnos de nuevo en aquel niño de la Edad de Piedra que vivió hace treinta mil años. Conforme iba creciendo tiraba jabalinas a los animales salvajes, amó a una mujer que se convirtió en la madre de sus hijos, y además seguramente adoraba a los dioses de la tribu. ¿Piensas que él decidía todo esto?

—No sé.

—O piensa en un león en África. ¿Crees que es él el que decide vivir como una fiera? ¿Por eso se lanza encima de un antílope cojo? ¿No debería haber decidido vivir como vegetariano?

—No, el león vive según su naturaleza.

—O, con otras palabras, según las leyes de la naturaleza. Eso lo haces tú también, Sofía, porque tú también eres naturaleza. Ahora podrás objetar, con el apoyo de Descartes, que el león es un animal y no un ser humano con capacidad espiritual libre. Pero piensa en un niño recién nacido. Llora y grita, y si no se le da leche se chupa el dedo. ¿Tiene este bebé una voluntad libre?

—No.

—¿Entonces cuándo obtiene el niño la libre voluntad? A los dos años corretea por todas partes señalando lo que hay a su alrededor. A los tres da la lata a su mamá y a los cuatro de pronto le entra miedo de la oscuridad. ¿Dónde está la libertad, Sofía?

—No lo sé.

—A los quince años se pone delante del espejo y hace pruebas con el maquillaje. ¿Es ahora cuando toma sus propias decisiones personales y hace lo que quiere?

—Entiendo lo que quieres decir.

—Ella es Sofía Amundsen, ya lo creo. Pero también vive según las leyes de la naturaleza. Lo que pasa es que no se da cuenta de eso porque hay muchas y muy complejas causas detrás de cada cosa que hace.

—No creo que quiera oír ya más.

—De todos modos has de contestar a una última pregunta. Dos árboles de la misma edad crecen en un gran jardín. Uno de ellos crece en un lugar con mucho sol y tiene fácil acceso a tierra nutritiva y al agua. El otro árbol crece en una tierra mala en un sitio de mucha sombra. ¿Cuál de los dos árboles crees que se hará más grande? ¿Y cuál de los dos dará más frutos?

—Naturalmente, el árbol que ha tenido las mejores condiciones de crecimiento.

—Según Spinoza ese árbol es libre. Ha tenido una libertad total para desarrollar sus posibilidades inherentes. Pero si es un manzano no ha tenido posibilidad de dar peras o ciruelas. Lo mismo ocurre con los seres humanos. Se nos puede inhibir nuestra evolución y nuestro crecimiento personal por ejemplo mediante determinadas condiciones políticas. De esa manera, una fuerza exterior nos puede poner impedimentos. Sólo vivimos como seres libres cuando podemos desarrollar «libremente» nuestras posibilidades inherentes. Pero estamos tan determinados por disposiciones internas y condiciones externas como aquel niño del valle del Rhin en la Edad de Piedra, el león de África o el manzano del jardín.

—Estoy a punto de resignarme.

—Spinoza afirma que sólo un ser que plenamente es la «causa de sí mismo» puede actuar en total libertad. Sólo Dios o la naturaleza presentan una actividad así de libre y «no casual». Un ser humano puede esforzarse por conseguir una libertad que le permita vivir sin presiones externas. Pero jamás conseguirá una «voluntad libre». Nosotros no decidimos todo lo que ocurre con nuestro cuerpo, que es un modo del atributo de la extensión. Tampoco elegimos lo que pensamos. El hombre no tiene por tanto un «alma libre» que está más o menos presa en un cuerpo mecánico.

—Eso me resulta un poco difícil de entender.

—Spinoza pensaba que son las pasiones de los seres humanos, por ejemplo la ambición, el deseo, las que nos impiden lograr la verdadera felicidad y armonía. No obstante, si reconocemos que todo ocurre por necesidad, podremos lograr un reconocimiento intuitivo de la naturaleza como tal. Podremos llegar a una vivencia cristalina del contexto de todas las cosas, de que todo es Uno. La meta es captar todo lo que existe con una sola mirada panorámica. Hasta entonces no podremos alcanzar la máxima felicidad y serenidad de espíritu. Esto fue lo que Spinoza llamó ver todo «sub specie aeternitatis».

—¿Y qué significa?

—«Ver todo bajo el ángulo de la eternidad». ¿No fue por donde empezamos?

—Y por donde tenemos que acabar. Me tengo que ir corriendo a casa.

Alberto se levantó y bajó a la mesa una gran fuente de fruta de la librería.

—¿No quieres una fruta antes de irte?

Sofía se sirvió un plátano. Alberto cogió una manzana verde.

Ella rompió la parte superior del plátano y empezó a quitar la cáscara.

—Aquí pone algo —dijo de repente.

—¿Dónde?

—Aquí... en la parte interior de la cáscara del plátano. Parece como si estuviera escrito algo con rotulador negro...

Sofía se inclinó hacía Alberto para enseñarle el plátano.

«Aquí estoy de nuevo, Hilde. Estoy en todas partes, hijita. Felicidades. »

—¡Qué divertido! —dijo Sofía.

—Se vuelve cada vez más astuto.

—¿Pero no es... totalmente imposible? ¿Sabes si se cultivan plátanos en el Líbano?

Alberto dijo que no con la cabeza.

—No me lo comeré.

—Déjalo entonces. Una persona que escribe felicitaciones a su hija en el interior de un plátano no pelado tiene que estar loco. Pero también tiene que ser bastante listo...

—Sí, las dos cosas.

—¿Entonces podemos afirmar aquí y ahora que Hilde tiene un padre listo? No es tonto, vamos.

—Ya lo dije. Y entonces puede que sea él quien te hiciera llamarme Hilde la última vez que estuve aquí. Puede ser él quien nos ponga todas las palabras en la boca.

—No se debe excluir ninguna posibilidad. Pero hay que dudar de todo.

—Por lo que sabemos, puede que toda nuestra existencia sea un sueño.

—Pero no debemos precipitarnos. Todo puede tener una explicación más sencilla.

—Sea lo que sea, tengo que darme prisa. Mi madre me está esperando.

Alberto acompañó a Sofía a la puerta. En el momento en que se marchaba él dijo:

—Volveremos a vernos, querida Hilde.

Al instante siguiente, la puerta se había cerrado tras ella.

Locke

... tan vacía y falta de contenido como la pizarra antes de
entrar el profesor en la clase...

Sofía llegó a casa a las ocho y media, hora y media después de lo acordado, que en realidad no había sido ningún acuerdo; simplemente se había saltado la comida y dejado una nota a su madre diciendo que volvería a las siete como muy tarde.

—Así no podemos seguir; Sofía. He tenido que llamar a Información para preguntar si había algún Alberto en el casco viejo. Se rieron de mí.

—No fue fácil librarse. Creo que estamos a punto de resolver un gran misterio.

—¡Tonterías. !

—No, es verdad.

—¿Le invitaste a la fiesta del jardín?

—Ah no, se me olvidó.

—Pues ahora te exijo que me lo presentes. Mañana mismo. No es sano para una chica joven verse tanto con un señor mayor.

—No tienes ninguna razón para tener miedo de Alberto. Quizás sea peor el padre de Hilde.

—¿Quién es Hilde?

—La hija de ese que está en el Líbano. Creo que es un verdadero granuja. Tal vez controle el mundo entero...

—Si no me presentas inmediatamente a ese Alberto, te prohíbo que lo vuelvas a ver. No estaré segura hasta no haber visto su aspecto.

De repente, a Sofía se le ocurrió una idea. Subió corriendo a su habitación.

—¿Pero qué te pasa? —gritó la madre por la escalera.

Sofía volvió enseguida al salón.

—Ahora mismo vas a ver qué aspecto tiene. Y entonces espero que me dejes en paz.

Y con una cinta de video en la mano, se acercó al televiso

—¿Te ha dado una cinta de vídeo?

—De Atenas...

Las imágenes de la Acrópolis comenzaron a aparecer en la pantalla. La madre se sentó, muda de asombro cuando Alberto apareció en la pantalla y comenzó a dirigirse directamente a Sofía.

Sofía también se fijó en algo que ya tenía olvidado. En la Acrópolis había muchísima gente de diversas agencias de viajes. En medio de uno de los grupos se veía un pequeño cartel en el que ponía «HILDE»...

Alberto prosiguió su paseo por la Acrópolis. Luego bajó por la parte de la entrada y se colocó en el monte del Areópago, desde donde San Pablo había hablado a los atenienses. Continuó hablando a Sofía desde la antigua plaza.

La madre seguía sentada comentando el vídeo con frases entrecortadas.

—Increíble... ¿ése es Alberto? De él viene lo de ese conejo... Bueno.,, pues sí, realmente te está hablando a ti, Sofía. Yo no sabía que San Pablo hubiera estado en Atenas...

El vídeo se estaba aproximando al punto en el que la antigua Atenas renace de repente de las ruinas. Sofía se apresuró a parar la cinta en el último momento. Ya le había presentado a su madre a Alberto, no haría falta presentarle también a Platón.

Se hizo un silencio total en el salón.

—¿No te parece un tío bastante majo? —preguntó Sofía en broma.

—Pero tiene que ser una persona extraña para dejarse filmar en Atenas sólo con el fin de enviar la película a una muchacha que apenas conoce. ¿Cuándo estuvo en Atenas?

—Ni idea.

—Y también hay algo más...

—¿Qué?

—Se parece muchísimo a ese mayor que vivió algunos años en aquella cabaña del bosque.

—Entonces quizás sea él, mama.

—Pero nadie le ha vuelto a ver desde hace quince años.

—Tal vez haya estado viviendo por ahí. En Atenas, por ejemplo.

La madre dijo que no con la cabeza.

—Cuando yo le vi alguna vez en los años setenta no era ni un día más joven que este Alberto que acabo de ver ahora. Tenía un apellido extranjero...

—¿Knox?

—Sí, quizás fuera eso, Sofía. Tal vez se llamara Knox.

—¿O sería Knag?

—No, no soy capaz de acordarme... ¿De qué Knox o Knag estás hablando?

—Uno es Alberto, el otro es el padre de Hilde.

—Creo que me voy a volver loca.

—¿Hay algo para comer?

—Puedes calentar las albóndigas.

Pasaron exactamente dos semanas sin que Sofía supiera nada más de Alberto. Recibió una nueva postal de cumpleaños para Hilde, pero aunque el día se iba acercando no recibía ninguna postal para ella misma.

Una tarde Sofía bajó al casco viejo y llamó a la puerta de Alberto. No estaba en casa, pero había una nota en la puerta que decía:

¡Felicidades, querida Hilde! El momento crucial está cerca. El momento de la verdad, hija mía. Cada vez que pienso en ello me río tanto que por poco me parto. Tiene que ver con Berkeley, claro. ¡Espera y verás!

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