Read El Mundo de Sofía Online

Authors: Jostein Gaarder

Tags: #narrativa

El Mundo de Sofía (36 page)

Sofía arrancó la nota y la metió en el buzón de Alberto antes de marcharse.

¡Vaya faena! ¿Se habría marchado Alberto de nuevo a Atenas? ¿Cómo podía dejar a Sofía sola con todas esas preguntas sin contestar?

Cuando volvió del colegio el jueves 14 de junio, encontró a Hermes en el jardín. Sofía se precipitó hacia él y el perro le saltó encima de alegría. Ella le abrazó como si el perro fuera a solucionar todos los misterios.

De nuevo dejó una nota para su madre, pero esta vez también le dejó la dirección de Alberto.

Atravesando la ciudad con Hermes, Sofía pensó en el día siguiente. No tanto en su propio cumpleaños, que no celebraría de verdad hasta la noche de San Juan, sino en el de Hilde. Sofía estaba convencida de que ese día sucedería algo extraordinario. Al menos, las felicitaciones del Líbano dejarían de llegar.

Pasaron un parque infantil de camino a casa de Alberto. Allí Hermes se detuvo delante de un banco, como indicando a Sofía que se sentara.

Se sentó y acarició la nuca del perro amarillo mirándole a los ojos. Notó como unas fuertes sacudidas por el cuerpo del perro. Está a punto de ladrar, pensó Sofía.

Sus mandíbulas comenzaron de repente a vibrar; pero Hermes ni ladró ni gruñó. Abrió la boca y dijo:

¡Felicidades, Hilde!

Sofía se quedó como petrificada. ¿Le había hablado el perro?

Habrían sido imaginaciones porque en ese momento estaba pensando en Hilde. No obstante, en su interior estaba convencida de que Hermes había pronunciado esa palabra con una voz de bajo muy sonora.

Al instante siguiente todo estaba como antes. Hermes ladró un par de veces, como para disimular que acababa de hablar con voz humana. Al entrar en el portal de Alberto, Sofía echó una mirada al cielo. Hasta entonces había hecho buen tiempo, pero ahora había pesadas nubes en la lejanía.

Cuando Alberto abrió la puerta Sofía dijo:

—No quiero frases de cortesía. Eres muy tonto, y tú lo sabes.

—¿Qué pasa ahora, hija mía?

—El mayor ha enseñado a hablar a Hermes.

—Vaya por Dios. ¿Hasta esos extremos llega?

—Pues sí, hasta esos extremos.

—¿Y qué dijo?

—Puedes adivinarlo.

—Supongo que dijo «felicidades» o algo así.

—Justo.

Alberto dejó entrar a Sofía. También hoy llevaba un nuevo disfraz. No era muy diferente al de la otra vez, pero hoy no llevaba tantos lazos ni cintas ni encajes.

—Pero hay algo más —dijo Sofía.

—¿En qué estás pensando?

—¿No encontraste la nota en el buzón?

—Ah, sí, la tiré en seguida.

—Por mí que le parta un rayo cada vez que piensa en Berkeley. Pero no sé qué tiene ese filósofo para que el otro reaccione así.

—Esperaremos a ver

—Pero toca hoy.

—Es hoy, si.

Alberto se acomodó. Luego dijo:

—La última vez que estuvimos aquí sentados te hablé de Descartes y Spinoza. Dijimos que tenían una importante cosa en común: los dos eran racionalistas.

—Y un racionalista es uno que tiene mucha fe en la razón.

—Sí, un racionalista cree en la razón como fuente de conocimientos. Opina que el ser humano nace con ciertas ideas, que existen por tanto en la conciencia de los hombres antes de cualquier experiencia. Y cuanto más clara es la idea, mayor es la seguridad de que corresponde a algo real. Recordarás que Descartes tenía una clarísima imagen de lo que es un «ser perfecto». Partiendo de esta idea deduce que verdaderamente existe un Dios.

—No me suelo olvidar de las cosas.

—Este modo racionalista de pensar era típico de la filosofía del siglo XVII, y también había sido corriente en la Edad Media. Lo recordamos de Platón y de Sócrates. Pero en el siglo XVII estuvo expuesto a críticas cada vez más profundas. Varios filósofos adoptaron el punto de vista de que no tenemos absolutamente ningún contenido en la conciencia antes de adquirir nuestras experiencias mediante los sentidos. Este punto de vista se llama empirismo.

—¿Y de esos empiristas me vas a hablar hoy?

—Lo intentaré. Los empiristas, o filósofos de la experiencia, más importantes fueron Locke, Berkeley y Hume, y los tres eran británicos. Los racionalistas dominantes en el siglo XVII eran el francés Descartes, el holandés Spinoza y el alemán Leibniz. Por ello solemos distinguir entre el empirismo británico y el racionalismo continental.

—Vale, pero son demasiadas palabras. ¿Puedes repetir lo que significa empirismo?

—Un empirista desea hacer derivar todo conocimiento sobre el mundo de lo que nos cuentan nuestros sentidos.

La formula clásica de una actitud empírica viene de Aristóteles, quien dijo que no hay nada en la conciencia que no haya estado antes en los sentidos». Este punto de vista implicaba una crítica acentuada de Platón, que había opinado que los hombres traían consigo una serie de «ideas» innatas del mundo de las Ideas. Locke retoma las palabras de Aristóteles, y las dirige contra Descartes.

—¿No hay nada en la conciencia... que no haya estado antes en los sentidos?

—No tenemos ninguna idea innata sobre el mundo. En realidad no sabemos nada de este mundo en el que nos han colocado antes de haberlo visto, Si tenemos una idea o un concepto que no se puede conectar con hechos experimentados, se trata de un concepto o de una idea falsa. Cuando por ejemplo usamos palabras como «Dios», «eternidad» o «sustancia», la razón funciona sin combustible, porque nadie ha llegado a conocer ni a Dios, ni la eternidad, ni aquello que los filósofos llaman «sustancia». De esa forma se pueden escribir tesis eruditas que en el fondo no condenen ningún tipo de conocimiento nuevo. Un sistema filosófico de esa clase puede parecer impresionante, pero no son más que quimeras. Los filósofos de los siglos XVII y XVIII habían heredado una serie de tesis eruditas de ese tipo. Ahora había que estudiarlas con lupa. Había que limpiarlas de vacíos. Quizás pudiéramos compararlo con el lavado del oro. La mayor parte es arena pero, dentro, resplandecen las pepitas de oro.

—¿Entonces esas pepitas de oro son conocimientos auténticos?

—O, por lo menos, pensamientos que se pueden relacionar con los conocimientos humanos. Para los empiristas británicos era muy importante analizar todas las ideas humanas, con el fin de ver si podían ser demostradas mediante experiencias auténticas. Pero vayamos por partes y estudiemos un filósofo cada vez.

—¡Empieza!.

—El primero fue el inglés John Locke, que vivió entre 1632-1704. Su libro más importante se tituló Ensayo sobre el conocimiento humano y fue publicado en 1690. Locke intenta aclarar dos cuestiones. En primer lugar pregunta de dónde recibe el ser humano sus ideas y conceptos. En segundo lugar si podemos fiarnos de lo que nos cuentan nuestros sentidos.

—No es exactamente un proyecto pequeño.

—Estudiemos un problema cada vez. Locke está convencido de que todo lo que tenemos de pensamientos y conceptos son sólo reflejos de lo que hemos visto y oído. Antes de captar algo con nuestros sentidos, nuestra conciencia es como una «tabula rasa», o «pizarra en blanco».

—Con que lo hubieras dicho en noruego hubiera sido suficiente.

—Antes de captar algo con los sentidos, la conciencia está tan vacía y falta de contenido como la pizarra antes de entrar el profesor en la clase. Locke también compara la conciencia con una habitación sin amueblar. Pero luego empezamos a captar con los sentidos. Vemos el mundo a nuestro alrededor, saboreamos, olemos y oímos. Y nadie lo hace con más intensidad que los niños pequeños. De esta manera surgen lo que Locke llama «ideas simples de los sentidos». Pero la conciencia no sólo recibe esas impresiones externas de un modo pasivo. Algo sucede también dentro de la conciencia. Las ideas simples de los sentidos son elaboradas mediante el pensamiento, el razonamiento, la fe y la duda. Así surge lo que Locke llama «ideas de reflexión de los sentidos». Como ves, distingue entre «sentir» y «reflexionar». Pues la conciencia no es siempre una receptora pasiva. Ordena y elabora todas las sensaciones que entran poco a poco en la conciencia. Hay que estar en guardia.

—¿En guardia?

—Locke subraya que lo único que recibimos a través de los sentidos son impresiones simples. Cuando me como una manzana, por ejemplo, no capto con los sentidos toda la manzana en una sola sensación. En realidad recibo una serie de esas «sensaciones sencillas», como que algo es verde, huele a fresco y sabe jugoso y ácido. Después de haber comido muchas veces una manzana, soy consciente de estar comiendo una manzana. Cuando éramos pequeños probamos por primera vez una manzana, no tuvimos esa sensación. Pero vimos algo verde, saboreamos algo fresco y jugoso, y también un poco ácido. Poco a poco vamos juntando esas sensaciones formando conceptos como «manzana», «pera» o «naranja». Pero todo el material de nuestro conocimiento sobre el mundo entra al fin y al cabo por los sentidos. Por lo tanto, los conocimientos que no pueden derivarse de sensaciones simples, son conocimientos falsos y deben ser rechazados.

—Al menos podemos estar seguros de que lo que vemos y oímos, olemos y saboreamos es como verdaderamente lo sentimos.

—Sí y no. Esta es la segunda pregunta a la que Locke intenta contestar. Primero ha contestado a la pregunta dónde recibimos nuestras ideas y conceptos. Pero luego también se pregunta si el mundo realmente es como nosotros lo percibimos. Porque eso, Sofía, no resulta tan evidente. No hay que precipitarse demasiado. Eso es lo único que un filósofo no se puede permitir

—No digo nada.

—Locke distinguía entre lo que llamaba cualidades «primarias» y «secundarias» de los sentidos. En este punto entronca con los filósofos anteriores a él, por ejemplo con Descartes.

—¡Explícate!

—Con «cualidades primarias de los sentidos», se refiere a la extensión de las cosas; su peso, forma, movimiento, número. En cuanto a estas cualidades podemos estar seguros de que los sentidos reproducen las verdaderas cualidades de las cosas. Pero también captamos otras cualidades de las cosas. Decimos si algo es dulce o agrio, verde o rojo o frío o caliente. Locke llamaba a éstas «cualidades secundarias de los sentidos». Y estas sensaciones, como color, olor, sabor o sonido, no reflejan las verdaderas cualidades que son inherentes a las cosas mismas, sino que sólo reflejan la influencia de la realidad exterior sobre nuestros sentidos.

—Sobre los gustos no se puede discutir

—Exactamente. Las cualidades primarias, tales como tamaño y peso, es algo sobre lo que todo el mundo puede estar de acuerdo, porque están en las cosas mismas. Pero las cualidades secundarias, tales como color y sabor, pueden variar de un animal a otro y de una persona a otra según la constitución de los sentidos de cada uno.

—Cuando Jorunn come una naranja adopta exactamente la misma expresión que otras personas cuando comen un limón. Suele poder con un solo gajo cada vez. «Esta ácida», dice. Y yo a lo mejor encuentro la misma naranja dulce y rica.

—Y ninguna de vosotras tiene razón, y ninguna esta equivocada. Simplemente describís cómo la naranja actúa sobre vuestros sentidos. Lo mismo ocurre con la percepción del color, a lo mejor a ti no te gusta el color rojo. Si Jorunn acaba de comprarse un vestido precisamente de ese color, a lo mejor sería inteligente por tu parte callarte tu opinión. Tenéis diferentes pareceres sobre el color pero el vestido no es ni feo ni bonito.

—Pero todo el mundo está de acuerdo en que la naranja es redonda.

—Sí, si tienes una naranja redonda, no puedes «opinar» que tiene forma de dado. Te puede «parecer» dulce o agria, pero no te puede parecer que pesa ocho kilos si sólo pesa doscientos gramos. Si quieres, puedes «creer» que pesa varios kilos, pero en ese caso estarías totalmente perdida. Cuando varias personas intentan adivinar cuánto pesa una cosa determinada, siempre hay un a que acierta más que las demás. Lo mismo ocurre con el número de las cosas. O hay novecientos ochenta y seis guisantes en la botella o no. Lo mismo pasa con el movimiento. Un coche o se mueve o está quieto.

—En tiendo.

—En lo que se refiere a la realidad extensa, Locke está de acuerdo con Descartes en que esta realidad tiene ciertas cualidades que los seres humanos pueden captar con su razón.

—No debería ser muy difícil estar de acuerdo en eso.

—Locke también dio pie a lo que él llamaba «conocimiento intuitivo» o «demostrativo». Opinaba por ejemplo que para todos existen ciertas reglas básicas, y defiende la llamada idea de «derecho natural», que es un rasgo racionalista. Otro rasgo igualmente racionalista de Locke es que pensaba que es inherente a la mente del hombre el pensar que hay un Dios.

—Quizás tuviera razón.

—¿En qué?

—En que hay un Dios.

—Puede ser, claro está. Pero no lo deja en una simple cuestión de fe. Opina que el reconocimiento de los hombres de la existencia de Dios emana de la razón humana. También eso es un rasgo racionalista. Debo añadir que abogó por la libertad de pensamiento y la tolerancia. Además le interesaba la igualdad entre los sexos. Pensaba que la idea de que la mujer estuviera sometida al hombre era una idea creada por los seres humanos. Por lo tanto también puede ser alterada por ellos.

—Estoy bastante de acuerdo.

—Locke fue uno de los primeros filósofos de la época moderna que se preocupó por los papeles de los sexos. Tendría una gran importancia para su tocayo John Stuart Mill, que jugaría a su vez un importante papel para la igualdad entre los sexos. Locke anticipó en general muchas ideas liberales que más adelante, durante la Ilustración, llegaron a florecer en la Francia del siglo XVIII. Por ejemplo él fue quien primero habló a favor de lo que llamamos principio de división de los poderes...

—Lo que quiere decir que el poder del Estado queda repartido en varias instituciones.

—¿También te acuerdas de qué instituciones se trata?

—El «poder legislativo» o la asamblea nacional. Luego viene el «poder judicial» o los tribunales de justicia, y finalmente el «poder ejecutivo», o el gobierno.

—Esta tripartición proviene del filósofo francés Montesquieu de la época de la Ilustración. Locke había señalado que, ante todo, los poderes legislativo y ejecutivo deberían estar separados, con el fin de evitar la tiranía. Fue contemporáneo de Luis XIV, quien había reunido todo el poder en una sola mano. «El Estado soy yo», dijo. Decimos que fue autocrático. Hoy en día lo habríamos considerado un Estado sin derecho. Con el fin de asegurar un Estado de derecho, los representantes del pueblo deberían legislar y el rey o el gobierno ejecutar las leves, pensaba Locke.

Other books

Noose by Bill James
Leaving Paradise by Simone Elkeles
Bombs on Aunt Dainty by Judith Kerr
Safe in His Arms by Renae Kaye
The Reluctant Spy by John Kiriakou
Bigot Hall by Steve Aylett
Lady in Flames by Ian Lewis
The Smart One by Ellen Meister