El Palestino (24 page)

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Authors: Antonio Salas

Hoy, que tengo una información privilegiada sobre ese incidente a través de testigos directos, puedo decir que solo unos minutos antes del ataque, aquel jueves de noviembre, Hussein Abayat y sus tres acompañantes, miembros del Tanzim y las Brigadas de los Mártires de Al Aqsa, se encontraban patrullando la zona. Desde las 9 de la mañana recorrían el barrio, vigilando el asentamiento judío, probablemente con la intención de preparar una nueva operación contra los militares o policías israelíes que pudiesen localizar con sus fusiles de mira telescópica. Pero los interrumpieron unos vecinos de Beit Sahour, la familia Shahin, que los reconoció y los invitó a tomar un té. La casa de la familia Shahin había sido bombardeada el día anterior, así que es comprensible su buena disposición hacia la resistencia palestina. Aunque para la mayoría de los palestinos de la zona, Hussein Abayat —como todos los miembros de la resistencia— era un héroe que luchaba por la libertad de Palestina, nunca un terrorista, y no dejaban pasar la ocasión de mostrar su agradecimiento.

Mientras tomaban el té a la sombra de un techo de palma, vieron por primera vez los helicópteros israelíes y supusieron que se trataba de una patrulla rutinaria sobre los asentamientos. Todo un despliegue de medios. Dos helicópteros permanecían estáticos en el cielo, mientras otros dos se movían en círculos sobre las viviendas palestinas. No podían imaginar que aquellos Apache los estaban buscando a ellos. Israel todavía no había comenzado su política de asesinatos selectivos, y por lo tanto Hussein no podía imaginar lo que se le venía encima. Y lo que les cayó encima fue todo el peso del MOSSAD.

Cuando terminaron el té, volvieron a sus vehículos para continuar la patrulla. Salieron de la casa de los Shahin a las 10:30 am. Delante, en la camioneta Mitsubishi Magnum, modelo de 1998 y de color verde, conducía Hussein Abayat con su compañero Khaled Salahat a su derecha. Detrás le seguía el Fiat Uno conducido por su sobrino Ibrahim Abayat, con otro compañero del Tanzim a su lado. En cuanto los localizaron, los helicópteros descendieron rápidamente para colocarse ante los vehículos de los palestinos y abrieron fuego sin ningún tipo de advertencia. Dos misiles impactaron contra el coche de Hussein, matando en el acto al líder de la resistencia, y proyectando el cuerpo de Khaled Salahat fuera del amasijo de hierros, malherido, pero vivo.

Un tercer misil impactó contra el segundo vehículo, incrustándose en la parte delantera. A pocos centímetros del asiento del conductor. Pero milagrosamente no explotó. «¡Allah es el más grande!», pensaron los ocupantes, que pudieron evitar la explosión del tercer misil aunque no la metralla y la onda expansiva de los dos primeros. Todos resultaron heridos. En la calle, varios vecinos del barrio, sin ninguna relación con los Abayat ni con el Tanzim ni con la resistencia, también resultaron gravemente heridos por la metralla de las explosiones. Y dos mujeres que se encontraban en el lugar menos oportuno, en el momento menos apropiado, murieron en el acto. Sus nombres eran Rahma Shahin, de cincuenta y dos años y madre de tres hijos, y Aziza Danoun, de cincuenta y tres y madre de seis. Nueve personas más resultaron heridas de seriedad. Más daños colaterales.

Ese día, el joven conductor del segundo vehículo —que sobrevivió milagrosamente al misil que impactó en su coche, a solo unos centímetros de su cuerpo— decidió que aquel milagro de Allah era una señal evidente. Y el asesinato de su tío Hussein, una deuda pendiente que habría que vengar. Tras recuperarse de sus heridas, Ibrahim Abayat se alistaría como miliciano y con el tiempo se convertiría en el nuevo líder del Tanzim en Belén. Y en mi amigo.

Por supuesto, los israelíes necesitaron información del entorno cercano de Hussein Abayat para planificar el ataque. Y eso significaba que la inteligencia israelí contaba con colaboradores palestinos que les habían facilitado información sobre los planes de los Abayat el 9 de noviembre. El día 12 se descubrió el cadáver de Kassem Khaleef cerca del control de Al Ram, entre Jerusalén y Ramallah. Había sido considerado sospechoso de colaborar con el Shabak israelí (Sherut Bitachon Klali), el Servicio de Seguridad General, en el primer asesinato selectivo reconocido por Israel en suelo palestino, y ejecutado sumariamente. Es evidente que la muerte de Kassem Khaleef es tan ilegal e inmoral como la de Hussein Abayat, pero también como las de David Khen Cohen y Shlomo Adishina. Y si por el contrario se aceptan los asesinatos de los judíos como acciones de guerra, debe concederse la misma legitimidad a las de Abayat o Khaleef. Sin embargo, los partidarios de la causa palestina o la israelí tienden a legitimar unas y a denunciar las otras como ilegítimas. Igual que en España los abertzales justificaban las masacres de ETA mientras se rasgaban las vestiduras con las ejecuciones del GAL. Pero lo cierto es que, justificables o no, una muerte siempre acarrea la represalia del bando contrario. Y mientras quienes creen en la violencia como argumento no se conciencien de esta realidad, unos y otros seguirán teniendo bajas. Los demás, los que no queremos ni creemos en la violencia, continuaremos siendo solo daños colaterales.

Además de Kassem Khaleef, otros palestinos fueron ejecutados tras el asesinato de Hussein Abayat, considerados culpables de haber colaborado con el Shabak en el primer asesinato selectivo israelí, pero al menos en esos casos hubo algo parecido a un juicio. El 23 de diciembre de 2000, el Servicio de Inteligencia de la Autoridad Nacional Palestina detuvo a Muhammad DeifallahKhatif, de treinta años. El 13 de enero fue condenado a muerte por un Tribunal de Seguridad del Estado y fusilado. La misma suerte siguió Hossam Homeid, de dieciocho, condenado a la misma pena por el mismo delito. Y ese día dos colaboradores más fueron condenados por el mismo tribunal a cadena perpetua con trabajos forzados, por su colaboración en la planificación del atentado israelí contra Hussein Abayat. La violencia en Palestina seguía imparable su curso natural.

Hussein Abayat fue el primero, pero no el último de los Abayat, víctimas de ejecuciones selectivas israelíes en Palestina. El relevo en el mando de la resistencia armada lo tomó su sobrino Atef Abayat, de treinta y dos años, el camarada de Aiman Abu Aita que aparecía a su lado en la fotografía que me estaba mostrando en su casa de Belén.

Atef Abayat había entendido perfectamente lo que se le venía encima tras el asesinato selectivo de su tío Hussein, y abandonó su casa, a su esposa y a sus hijos, y pasó a la clandestinidad, dedicándose a luchar contra Israel a tiempo completo. Atef reunió a su familia, el clan Abayat en pleno, para despedirse. Después besó en la frente a su esposa, que estaba embarazada de su tercer hijo, y le dijo que, si no volvían a verse, el hijo que llevaba en su vientre debía llamarse Hussein. En honor del Abayat ejecutado en el primer asesinato selectivo reconocido por Israel.

Atef nunca regresó de la lucha clandestina. Con todos los servicios de inteligencia israelíes siguiéndole la pista, solo era cuestión de tiempo. Y el 18 de octubre de 2001, cuatro meses después del nacimiento de su hijo Hussein, le dieron caza. Los israelíes habían conseguido ocultar una bomba en los bajos de un coche robado en Jerusalén Este ese mismo día, para la resistencia palestina, que Atef recibió como un regalo envenenado. Cuando subió a él, en compañía de Jamal e Isa, también camaradas de Aiman Abu Aita e inmortalizados en aquella foto que ahora tenía en mis manos, los israelíes detonaron la bomba. Todos murieron.

Tras la muerte de Atef, Ibrahim Abayat tomaría el mando. Y prometería que algún día su primer hijo se llamaría Atef, en honor a su primo ejecutado en Palestina. Doy fe de esa promesa y de su cumplimiento. Solo que eso ocurriría a miles de kilómetros de Palestina, en un lugar remoto llamado Zaragoza, en el que Ibrahim jamás habría imaginado terminar... Por circunstancias que en seguida narraré, al abandonar el país en mayo de 2002 el siguiente Abayat en la lista saltó su turno con la muerte, y su puesto en el punto de mira de la inteligencia israelí lo ocupó su primo Nasser Abayat.

El 13 de octubre de 2002 Nasser Abayat, heredero del mando de las Brigadas de los Mártires de Al Aqsa en Belén cuando Ibrahim fue expulsado de Palestina, acudió como cada día al hospital de Beit Yala, en compañía de su hermano Muhammad. Habían adoptado la peligrosa rutina de visitar a su madre, ingresada algún tiempo antes. Pero aquel domingo uno de los hermanos realizaría su última visita. A pesar de que normalmente era Nasser, el oficial de la resistencia palestina, quien bajaba a telefonear a la cabina situada al lado del hospital de Beit Yala, la providencia quiso que delegase esa noche las llamadas familiares a su hermano Muhammad, que no tenía ningún protagonismo en las Brigadas de Al Aqsa. El servicio secreto israelí, que llevaba tiempo vigilando las rutinas de Nasser Abayat, había convertido la cabina telefónica en una trampa bomba. Y cuando Muhammad descolgó el auricular, voló en pedazos. Daños colaterales.

Terroristas islamistas... ¿cristianos?

Escuché fascinado el relato. La historia que se ocultaba tras aquella fotografía, que descubrí casualmente en casa de Aiman Abu Aita, era digna de un guión cinematográfico. Pero lo mejor estaba por venir. De pronto, el peligroso terrorista, ex líder de las Brigadas de los Mártires de Al Aqsa en Belén, me preguntó: «¿De dónde has dicho que eras?». Le respondí que había nacido en Venezuela, aunque toda mi familia era palestina. Pero que ahora vivía en España... Y entonces ocurrió el milagro. El terrorista sonrió, por primera y única vez. Se mostró visiblemente excitado y llamó a gritos a su mujer:

—¡
Habibi
, este chico va a ir a España! ¡Por favor, trae el
tasbith
para Ibrahim!

Por una de esas incomprensibles cabriolas del destino, la fortuna había querido que Ibrahim Abayat, el heredero en el mando de las Brigadas de los Mártires de Al Aqsa, se encontrase ahora viviendo en España. Concretamente en Zaragoza. Y su camarada Aiman me pedía que lo visitase a mi regreso y le entregase un regalo, que había fabricado su esposa con sus propias manos. Un bellísimo
tasbith
, el «rosario» musulmán de treinta y tres cuentas de color naranja, rematadas por adornos de metal. Era un regalo del cielo. Una oportunidad fantástica para contactar con terroristas palestinos en España, con la mejor cobertura que un infiltrado podría imaginar. Ya no sería un extraño que surge de repente de la nada, para intentar integrarse en un grupo tan cerrado como los Mártires de Al Aqsa. Al contrario. Yo me presentaría en Zaragoza llevando un mensaje, y un regalo, del hermano Aiman. Imposible imaginar mejor cobertura para justificar ese contacto con los milicianos de Al Fatah en España. Allah se había empeñado en ponerme las cosas fáciles. Pero todavía me aguardaba una sorpresa más antes de abandonar aquella casa de Belén.

Cuando la esposa de Aiman me entregó el rosario árabe, envuelto con tanto cuidado y amor como había sido fabricado, exclamé:
(«¡Alabado sea Dios!»). Y le pregunté en qué mezquita solían rezar él e Ibrahim. Pensé que quizás al tal Abayat podía hacerle ilusión una fotografía de su mezquita, junto con el rosario islámico. Pero Aiman me cortó en seguida:

—No, Muhammad. Ibrahim es musulmán, pero yo no. Yo soy cristiano.

Es una frase muy sencilla: «Yo soy cristiano». En cualquier otro lugar del mundo no me habría sorprendido, pero es que quien acababa de pronunciarla era uno de los líderes de las Brigadas de los Mártires de Al Aqsa en Palestina, y aquellas tres palabras acababan de destrozar los pocos prejuicios occidentales que todavía pudiesen quedarme sobre el conflicto árabe-israelí. Y Aiman, que se dio cuenta, tuvo la amabilidad de aclararme las ideas:

—Por la situación que se vive aquí, no hay diferencia entre musulmanes y cristianos. Lo que está pasando les está pasando a todos los palestinos. No hay diferencias de religión. —Aiman sabe mejor que nadie que ni las balas ni las bombas israelíes te preguntan tu religión antes de matarte. Y continúa—: Nosotros aquí somos como la gente en todo el mundo, pero no tenemos derechos para vivir una vida normal. Y no podemos seguir con las manos cruzadas sin hacer nada, hay que cambiar las cosas. Entonces, lo que está pasando nos hace entrar en política. Hay que enfrentarse a la situación.

Aiman me recordó en ese momento algo obvio pero que había olvidado: nos encontrábamos en Bethlehem (Belén), la ciudad donde nació Jesús. En 1947, fecha de la ocupación, casi el 80 por ciento de los habitantes de Belén eran palestinos cristianos. En el año 2000, a causa de la inmigración, y de la menor natalidad en las familias cristianas que en las musulmanas, ese porcentaje había descendido a menos de un 25 por ciento. Por esa razón, no debería haberme sorprendido que una cuarta parte de los supuestos terroristas islámicos en Belén resultasen ser cristianos. «¡Pues vaya mierda de terroristas islamistas!», pensé de nuevo.

Para Aiman, la identificación que hacemos en Occidente de toda la resistencia palestina con el terrorismo islamista es fruto de una inteligente y minuciosa campaña de propaganda ideada y ejecutada por la inteligencia israelí. Sobre todo después del 11-S. Identificar a Al Qaida con todas las organizaciones armadas, antisionistas o antiimperialista era una forma eficiente de posicionar a la opinión pública internacional contra organizaciones armadas laicas como las Brigadas de los Mártires de Al Aqsa. Por supuesto, podemos cuestionar y hasta reprochar el uso de las armas y la violencia que hace esta organización, pero teniendo muy claro que en su lucha armada no hay ningún componente religioso, sino nacionalista. Y el hecho de que tuviese ante mí a un cristiano que había liderado las Brigadas de Al Aqsa era la prueba más evidente de esa manipulación a la que, sin quererlo, nos habíamos prestado los periodistas occidentales después del 11-S. Y no era la única.

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