El Palestino (31 page)

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Authors: Antonio Salas

Con aquel gesto, cortar relaciones diplomáticas con Israel, Chávez daba una nueva vuelta de tuerca a su tensión con los Estados Unidos e Israel, que por otro lado no tenía futuro. Pero al mismo tiempo se convertía en el héroe de cientos de millones de árabes: «Como nadie hace nada, lo menos que podemos hacer es elevar nuestra voz a favor de la vida, de la paz y de la justicia». En el peor de los casos, la jugada fue brillante. Sacrificar unas relaciones diplomáticas, que ya eran estériles, a cambio de una popularidad y un cariño incondicionales en más de veinte países árabes. A partir del 4 de agosto de 2006, trescientos millones de árabes y más de mil quinientos millones de musulmanes en todo el mundo vieron a Hugo Chávez como el líder que no encontraban en sus propios países: dictaduras o monarquías hereditarias la inmensa mayoría, sometidas a los intereses imperialistas. Y yo me sentía afortunado de estar viviendo esos momentos históricos en directo.

Buscando al Chacal desesperadamente

Gracias a mis amigas en Venezuela, había averiguado que Vladimir y Lenin Ramírez Sánchez, los hermanos de Carlos el Chacal, trabajaban en la alcaldía de Caracas. Lo que no debería haberme extrañado partiendo del presunto apoyo incondicional de Chávez a los terroristas tan ampliamente divulgado. Los contactos periodísticos de Beatriz y el novio de Carol en la DISIP coincidían en señalarme la plaza de Simón Bolívar, en el centro de Caracas, como el mejor punto de partida.

A un lado y otro de dicha plaza se encuentran la alcaldía mayor y menor de la capital. Tanto Carol como Beatriz estaban seguras de que los hermanos del Chacal trabajaban allí, y hasta «la fuente de la CIA» compartía al cien por cien su opinión. De hecho Source llegó a hacer personalmente alguna gestión para mí en la alcaldía mayor, aprovechando los contactos de su futuro cónyuge en el gobierno. Source había llegado a Caracas antes que yo para preparar su inminente boda y tuvo la amabilidad de dejarse caer por la alcaldía para intentar localizarme a los hermanos de Ilich Ramírez. Pero hasta la «fuente de la CIA» fracasó.

De esto me enteré cuando, después de estamparme una y otra vez con la insufrible incompetencia de los funcionarios, terminé presentándome en el departamento de Recursos Humanos y Personal de la alcaldía de Caracas. Con cara de aburrida, la funcionaria, de nombre Dayani C., tecleó en el ordenador cuando expliqué por enésima vez que era un primo lejano de los Ramírez del Táchira y que quería localizar a Vladimir o a Lenin. Sin perder la expresión de aburrimiento, la secretaria me dijo:

—¡Qué casualidad! Eres la segunda persona que pregunta por ellos esta semana.

La descripción de esa persona que me precedió solo podía corresponderse con Source. Es inconfundible. Y una vez más la funcionaria de la cara de aburrida me remitió a otra superior, con una cara de aburrimiento aún mayor, en otro despacho. Y ahí me esperaba el final de ese hilo de Ariadna, porque a la vigésima empleada del departamento de Personal de la alcaldía a la que le contaba mi historia sí le cambió la cara.

No tengo forma de saber qué es lo que encontró en su ordenador, porque yo esperaba pacientemente al otro lado de la mesa mientras ella hacía las consultas pertinentes, pero justo después de decir: «¡Sí, aquí está! Ramírez Sánchez. Sí, sí, trabajaba aquí...», pronunció otra frase que no me esperaba, y que tiró mis esperanzas por el retrete:

—¡Huy, no, no! Pero aquí hay una nota... No puedo darte esta información.

Y ya está. Hasta ahí podía leer. No hubo forma humana de convencer a la antipática funcionaria para que me diese cualquier tipo de pista que pudiese seguir. Por alguna razón, en los ordenadores de la alcaldía mayor de Caracas existía una nota específica que prohibía facilitar información sobre los hermanos de Carlos el Chacal. Por lo menos había averiguado que el rumor de que algún Ramírez Sánchez trabajaba en la alcaldía era cierto. ¿Y ahora?

Recuerdo que me senté en un banco de la plaza Simón Bolívar, contemplando la estatua ecuestre del Libertador. Me sentía derrotado en el primer asalto. En realidad, esa era la mejor pista que tenía para llegar a la familia del Chacal. Así que consulté a mis fuentes, que estaban tan despistadas como yo. Beatriz, a pesar de ser una activa y consecuente reportera chavista, apenas había escuchado hablar nunca sobre el Chacal. Carol, casi una adolescente, más cercana al consumismo escuálido
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que a las austeridades del comunismo bolivariano, aún menos. Sin embargo, su novio, el de la DISIP, sí sabía perfectamente quién era Ilich Ramírez, y con muy buen criterio sugirió que, si de verdad estaba tan bien considerado por Chávez, alguien del partido podría conocerlo. Así que allí mismo me hice miembro del Movimiento Quinta República (MVR), el partido político fundado por Chávez que le había llevado al poder y que daría paso un par de años más tarde al actual Partido Socialista Unificado de Venezuela (PSUV). En la misma plaza de Simón Bolívar se encontraba la «esquina caliente»: una carpa permanente donde apasionados chavistas repartían propaganda, vendían sus periódicos alternativos (en muchos de los cuales se publicarían después mis artículos) y se cursaban las afiliaciones al partido de Chávez. Y allí mismo, en la «esquina caliente» de la plaza Simón Bolívar, ingresé en el MVR.

Una de las muchas cosas que me llamaron la atención en Venezuela es que casi todo el mundo iba identificado. Es decir, funcionarios, profesionales, empleados de todo tipo circulaban con las credenciales de sus respectivas empresas bien visibles permanentemente. En Europa también es normal que los empleados de una empresa mantengamos la tarjeta de identificación a la vista mientras nos movemos por nuestro puesto de trabajo, pero en Venezuela esa identificación se mantenía incluso cuando los empleados circulaban por la calle. El hecho de disponer de una credencial del MVR que colgarme del cuello me hacía sentirme un poco más seguro, más integrado. Y, sobre todo, me abría muchas puertas en los círculos chavistas, que sería con quienes iba a moverme más intensamente a lo largo de los siguientes tres años.

Sin embargo, todos mis intentos por encontrar una maldita pista sobre el paradero de los Ramírez fracasaban una y otra vez. Llegué a tal extremo de patética desesperación que, cuando alguien me sugirió que los hermanos del Chacal vivían en cierta urbanización de Caracas, me pasé una tarde preguntando a los taxistas del barrio por si alguno recordaba haberlos recogido alguna vez. Fracasé.

Lo intenté en el Liceo Fermín Toro, situado muy cerca del palacio presidencial de Miraflores, donde sabía que Ilich y su hermano Lenin habían estudiado justo antes de irse a Londres. Volví a fracasar.

Recordé que según alguno de los muchos libros que había leído sobre el Chacal, su familia había vivido algún tiempo en el barrio de Propatria, que no es precisamente de los más céntricos y acomodados de la capital. También lo intenté allí. Y también fracasé. Pero esta vez alguien me habló de un tal Castillo, un pintor revolucionario del barrio que años atrás había pintado un cuadro sobre el Chacal y que decía que lo había conocido en su juventud. Encontrar a Castillo también me llevó un tiempo. Aquello iba a ser un poco más complicado de lo que me había imaginado, pero de forma altruista Beatriz me cedió el coche que se había comprado en España cuando trabajaba en mi país y que gracias a la generosidad de Hugo Chávez había podido llevarse a Caracas al regresar a Venezuela. Aquel viejo Seat Ibiza 1500 inyección, del año 1991, se convertiría en mi compañero de aventuras por distintas ciudades del país, en busca de terroristas. El «carrito» ya estaba un poco viejo y destartalado y en los talleres venezolanos no existían las piezas para ese modelo español, por lo que en cada nuevo viaje a Venezuela yo me ocupaba de conseguir la piezas que ne cesitaba mi principal medio de transporte en el país, y que conseguía en desguaces de Madrid. Este coche terminaría envuelto en llamas un tiempo después, convertido, también él, en «daños colaterales» de esta infiltración.

Un yihadista palestino en la Gran Mezquita de Venezuela

Aunque todavía no lo sabía, en aquella manifestación contra los bombardeos israelíes al Líbano celebrada poco antes habían participado miles de revolucionarios chavistas, incluido el tal Castillo, y cientos de musulmanes palestinos, libaneses, sirios o jordanos, afincados en Venezuela, que, como buenos musulmanes, frecuentaban la hermosa mezquita Ibrahim Bin Abdul Aziz Al-Ibrahim, situada en la parroquia El Recreo de Caracas. Estaba ubicada a tan solo cinco minutos caminando desde el parque donde había comenzado aquella manifestación pro-Hizbullah. Aunque los verdaderos miembros de Hizbullah que viven ocultos en Venezuela, entre ellos su ex jefe de Inteligencia, jamás pisarían la mezquita Ibrahim Bin Abdul Aziz Al-Ibrahim, sino que frecuentan otra mucho más discreta, situada a los pies del cerro El Ávila, que abraza toda la capital como una madre amorosa. Si quienes acusaban en aquellos días a la mezquita de Caracas de acoger a los terrorista de Hizbullah estuviesen mínimamente familiarizados con el Islam, sabrían que unos terroristas chiitas, como los libaneses de Hizbullah, jamás rezarían en un templo suní, como la Gran Mezquita de Caracas.

La Gran Mezquita de Caracas es el segundo templo musulmán más grande de toda América Latina, solo superado por el Centro Cultural Islámico Rey Fahd de Buenos Aires. Con un área de cinco kilómetros cuadrados en un terreno cedido por Carlos Andrés Pérez y un maravilloso minarete de 113 metros de altura, su construcción se inició en 1989 bajo el auspicio de la Fundación Filantrópica Ibrahim Bin Abdul Aziz Al-Ibrahim. La misma organización saudí que construyó la mezquita central de Moscú y hasta setenta mezquitas a lo largo y ancho de la antigua URSS. La misma que subvencionó la construcción de la mezquita de Fayetteville (Arkansas), la mezquita principal de Milán, y el Centro Islámico de Durban (Sudáfrica). Pero también la misma Fundación que patrocinó la construcción de la mezquita de Gibraltar, en España, considerado el último lugar de culto musulmán en el sur de Europa... o la primera mezquita de Al Andalus, al entrar en España, según se mire.

La Gran Mezquita de Caracas, que no la única, se concluyó en 1993, seis años antes de que Chávez llegase al poder, algo que también deberían tener en cuenta quienes acusan a Hugo Chávez de haber implantado las mezquitas en Venezuela. Los fondos saudíes se invirtieron sabiamente en un proyecto del ingeniero Zuheir Fayez, supervisado por la constructora venezolana Arquiobra, bajo el control del doctor Bracho. El resultado es esa preciosa construcción, con una capacidad para tres mil quinientas personas, que puedo dar fe de que en más de una ocasión, sobre todo en Ramadán, llenábamos completamente. Pero además de la sala principal de oración, tocada por una magnífica cúpula de 23 metros de altura, la mezquita posee una escuela con capacidad para trescientos estudiantes, una biblioteca islámica, un oratorio para lavar y preparar el entierro de los muertos, un gimnasio y una
mezzanina
para las plegarias de las mujeres, en la que me colé un par de veces, sin querer, después de extraviarme por el laberinto de pasillos, escaleras y salas de la imponente construcción.

Se calcula que en Venezuela puede haber unos quinientos mil árabes, la mayoría musulmanes, de los cuales cincuenta mil viven en Caracas. Y como ocurre en el resto del mundo, la cifra aumenta día a día. «¿Qué mejor lugar para empezar una infiltración en el terrorismo islamista que la mezquita más importante de la ciudad?», pensé, en una obvia demostración de mis estúpidos prejuicios. Así que la mezquita de Caracas pasó a ser uno de mis primeros objetivos. Además, el Chacal se había convertido al Islam hacía muchos años. Quizás alguien supiese algo de su familia en el templo.

Aunque parezca incomprensible a estas alturas de la investigación, lo cierto es que sentía un cierto temor a integrarme en la mezquita. Desde mi estancia en Marruecos para estudiar el Corán, no había vuelto a pisar un centro islámico, ni en Líbano ni en Palestina. Tampoco había dejado de fumar, de beber, ni de comer cerdo. Y por supuesto no me había circuncidado. Aún creía que bastaba con hacerme pasar por musulmán para avanzar en mi infiltración, y en Venezuela terminaría por concienciarme de que las cosas no funcionan así.

En Marruecos estaba arropado por mis compañeros y profesores. En Venezuela solo contaba con tres teléfonos (de
escort
, reportera y espía respectivamente) a los que poder acudir, y ninguno de ellos era el número de una musulmana. Así que mis primeras visitas a la mezquita de Caracas fueron un tanteo. De hecho, recuerdo perfectamente la primera vez que pisé las oficinas del Centro Islámico. Y digo las oficinas porque tardé mucho tiempo en atreverme a entrar en el oratorio, para integrarme con los cientos de musulmanes que acuden a la oración del viernes. Cada vez que lo intentaba me sentía muy inseguro. Como un negro en una asamblea del Ku Klux Klan, que por muy protegido que se encuentre bajo la capucha blanca, sabe que en cualquier momento puede ser descubierto.

La primera persona en la mezquita con la que hablé, y la primera mano musulmana que estreché en Venezuela, fue la de Omar Medina. En aquella primera visita al Centro Islámico, como en la segunda y la tercera, me encontré la puerta principal cerrada. No era hora de culto. Así que rodeé el edificio por la derecha, y entré por el parking, donde se encuentra la garita del guardia de seguridad que protege la mezquita, y que por aquel entonces era Omar. Al tratarse de mi primer contacto directo con la mezquita caraqueña, le saludé en árabe, intentando mostrar mi mejor sonrisa. Y establecí una conversación, absurda e innecesaria, como si toda esta investigación dependiese de que el vigilante de la mezquita se creyese mi coartada. Y se la creyó. Como era lógico, Omar nunca me puso pegas para entrar por el aparcamiento, buscando la biblioteca, la recepción o el despacho del director del Centro Islámico en aquellas primeras visitas. Además, por su edad, él sí sabía perfectamente quién era Ilich Ramírez, pero no tenía ni idea de dónde podía vivir su familia.

Omar Jesús Medina no era árabe, pero sí musulmán. A sus cincuenta y ocho años estaba a poco más de uno para jubilarse. Padre de tres hijos, y abuelo, vivía con su esposa Aracelis Marrero en el barrio de Cementerio, bastante alejado de la calle Real de Quebrada Honda, donde se encuentra la mezquita. Desde hacía quince años trabajaba en la empresa de seguridad privada Serenos Gutiérrez, y la mayor parte de ese tiempo estuvo destinado en el Centro Islámico, lo que había terminado por seducirlo para convertirse al Islam. Todos los días Omar llegaba a la mezquita a las cinco de la mañana y allí permanecía hasta completar su turno, a las ocho de la tarde. La mayor parte del tiempo sentado en la garita, al lado de la verja, donde yo me lo encontraba siempre leyendo o escuchando la radio. Omar, todos lo decían, era un tipo amable y tranquilo. Y debía de ser un hombre pacífico, porque cuando concluía su servicio dejaba el revólver de su uniforme en la oficina, para regresar desarmado a casa. Cuando le conocí faltaban pocas semanas para que fuese asesinado a tiros allí mismo. Pero eso ni él ni yo lo sabíamos todavía.

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