El Palestino (14 page)

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Authors: Antonio Salas

Algo que me sorprendió en aquel tiempo en Marruecos es que Abdallah, su esposa Samira y sus dos hijas Fatiha y Naima, mi familia de acogida, me prohibieron terminantemente hablar con nadie de ningún tema de contenido político ni religioso. Se me exigió de forma explícita que no mencionase Palestina, Iraq ni Afganistán nunca, con nadie. Ni tampoco a Hugo Chávez. Según ellos, Marruecos estaba absolutamente infiltrado por agentes de la CIA y el FBI, y toda una legión de colaboradores.

Marruecos, como Argelia, había sido una nutrida cantera de muyahidín, incluyendo a los asesinos del 11-M. Y las mezquitas estaban llenas de soplones de la policía marroquí, siempre dispuesta para detener e interrogar enérgicamente a cualquier sospechoso de colaboración con el terrorismo.

—Y no te gustaría, hermano Muhammad, que te interrogasen en los sótanos de una comisaría marroquí —me dijo mi primer maestro de estudio coránico, justo antes de confiscarme el
kufiya
, el pañuelo palestino que me había comprado en Ramallah, y que me ha acompañado durante toda esta investigación por medio mundo.

Según mis compañeros de
madrasa
, la escuela, una prenda como aquella era un dedo acusador que señalaba mi simpatía para con los palestinos, y eso en Marruecos podía ser contraproducente en aquellos momentos. Sobre todo porque uno de nuestros vecinos, según me contaron entre susurros, pocos días antes de mi llegada acababa de marcharse a Iraq para unirse a la resistencia. La obsesiva insistencia por que yo no hablase de temas conflictivos como Palestina o Iraq con desconocidos no era una actitud paranoica. La alianza de Marruecos con los Estados Unidos en materia antiterrorista se dejaba sentir hasta en la última mezquita del país. Y el control policial de los yihadistas se había radicalizado desde los extraños atentados de Casablanca, en 2003.

Todos los días me levantaban a las 5:30 de la madrugada para hacer la primera oración de la mañana. Y a partir de ese momento debía estudiar el Corán durante horas, a veces hasta ocho seguidas. Memorizaba capítulos y versículos en árabe. Capítulos y versículos que más tarde, antes del descanso para comer, debía recitar a mis profesores, que corregían mi torpe pronunciación.

Allí aprendí a purificarme. Antes de iniciar cada uno de los rezos diarios y antes de tocar el Corán, cumplía fielmente el ritual del
wudu
(
), o pequeñas abluciones, que me enseñaron mis hermanos musulmanes. Lavándome las manos, la boca, la nariz, los ojos, los antebrazos y los codos, las orejas, el cuello, la cabeza y los pies, tres veces. También conocí la existencia de los hadices, o tradiciones transmitidas por los compañeros del Profeta, que tienen más o menos fiabilidad dependiendo de la escuela islámica a la que pertenezcas. Y estudié la vida del profeta Muhammad, sus milagros y enseñanzas.

Además, empecé a escribir el Corán, en árabe, a mano. Una actividad que continuaría tras mi regreso a España y durante mis futuros viajes. Me llevaría más de dos años. Tenía que practicar la caligrafía árabe, y qué mejor forma de hacerlo que copiando el Sagrado Corán. Así que cada día, después de levantarme y hacer la primera oración de la mañana, intentaba dedicar un tiempo a copiar una página del Corán en su lengua original. Al principio mi caligrafía era lenta y torpe, y tardaba casi una hora en copiar una sola página. Pero día a día, aleya a aleya, y sura a sura, iba ganando confianza, velocidad y sobre todo conocimiento de la Sagrada Escritura. Una vez completado el primer tomo, aquel Corán, escrito a mano de mi puño y letra, sería una muestra de mi devoción por el Islam, que también contribuiría a reforzar mi identidad como aspirante a muyahid e incluso a shahid (mártir). Los hermanos musulmanes que tiempo después vieron aquel Corán manuscrito por mí tendían a aceptarme con más facilidad en sus mezquitas. ¿Quién sino un devoto musulmán iba a invertir tanto tiempo y esfuerzo en copiar el Corán a mano en árabe?

Leí muchos libros sobre mística islámica, teología y filosofía suní, chiita, wahabí, sufí, etcétera. Descubrí a los grandes contemplativos musulmanes, como Al Ghazali (llamado el san Agustín árabe), el español Ibn Arabi, el amoroso Rumi, el sublime Dhul Num
el Egipcio
, o el mártir Mansur al Hallaj (torturado y crucificado) entre otros, cuyos versos místicos nada tienen que envidiar a los de san Juan de la Cruz o san Ignacio de Loyola. Y contemplativas, como Rabi’a Al Adawiyya, originaria de Basora (Iraq) y poseedora de una vertiginosa biografía, considerada por muchos la primera poetisa de la historia. Sus textos no se diferencian demasiado de los de santa Teresa de Jesús, solo que fueron escritos siete siglos antes. Nunca había imaginado que una religión, considerada en Occidente como violenta, radical y terrorista, pudiese generar obras literarias y místicas de semejante sensibilidad. Y también de tan preclara racionalidad. Porque solo quien ignora absolutamente la lucidez, el ingenio y el irónico sentido del humor de los cuentos sufíes puede afirmar que el Islam es una religión carente de autocrítica o irracional. Personajes como el desternillante antihéroe y antimístico Mullah Nasruddin, de origen presuntamente turco, y su literatura satírica pero repleta de verdades evidentes, utilizan el humor, la ironía y la crítica para transmitir una enseñanza. Representado siempre sonriente y a lomos de su burrito, desde el siglo
XIII
sus cuentos y anécdotas recorren todo el mundo islámico, y todavía hoy son aplicables.

Ocho siglos antes de que Ilich Ramírez Sánchez,
Carlos el Chacal
, se obsesionase con mi larga barba e intentase convencerme para que me la acortase con objeto de no llamar la atención en los aeropuertos europeos o americanos, Nasruddin escribía: «Los verdaderos devotos llevan barba —decía el imam a su auditorio—. ¡Mostradme una barba espesa y brillante y yo os mostraré a un verdadero creyente!... Mi cabra tiene una barba más espesa y larga que la tuya —contestó Nasruddin—, ¿significa eso que es mejor musulmán que tú?». Quizás muchos yihadistas modernos deberían recuperar a Nasruddin de sus lecturas tradicionales obligadas, y volver a repasarlo. Pero, como no lo hacen, yo debía continuar dejando crecer mi barba.

Con mis hermanos musulmanes asistí sorprendido a conversaciones que se producían ante mí, exclusivamente porque mis compañeros creían que yo era palestino-venezolano, y no español. Escuché los relatos de jóvenes marroquíes que habían pasado mucho tiempo en España, Francia o Italia, estudiando o trabajando, y que se quejaban del racismo y la islamofobia que existía en la antigua Al Andalus y en toda Europa. Sobre todo después del 11-M. En alguna ocasión tuve que contener una sonrisa cuando hablaban de los skinheads y los neonazis que los perseguían para agredirlos en ciudades como París, Roma o Madrid. Me sonaba familiar. Lo que no me sonaba familiar era la historia de los musulmanes, marroquíes, que ayudaron a Francisco Franco a ganar el poder.

Hakim, uno de mis nuevos amigos, era nieto de uno de los cien mil marroquíes, de entre dieciséis y cincuenta años, que lucharon en la Guerra Civil española. Reclutados por el Generalísimo en las cabilas del Protectorado del norte y en los miserables poblados de Ifni, fueron trasladados a la Península en barcos y en aviones alemanes para combatir con los franquistas durante tres años, dejándose la piel, y muchos la vida, al servicio de dictador. Los que consiguieron volver a Marruecos con vida vieron cómo las promesas de Franco nunca se cumplieron. Los que sobreviven reciben una ridícula pensión, y sus nietos, como Hakim, son apaleados cuando visitan España por los ultraderechistas, que se confiesan afines al régimen que sus abuelos ayudaron a implantar en España.
3

Oí sus opiniones sobre la incomprensible ignorancia que existía en España acerca de una religión y una cultura que durante ocho siglos había permanecido en aquel país. Y también sus quejas sobre los modales de los europeos y el descaro de las europeas, a los que mis compañeros consideraban primitivos, maleducados y sobre todo muy sucios. Para un musulmán, que se lava como mínimo cinco veces al día, una antes de cada una de las oraciones preceptivas, es evidente que una sociedad laica, o cristiana, que solo se asea una vez al día, puede parecer falta de higiene. De hecho, yo no recuerdo haberme sentido tan limpio nunca antes de mi conversión al Islam.

Pero lo que más me sorprendió, acostumbrado el tópico de la mala situación de la mujer en los países árabes, era escuchar cómo ellos pensaban lo mismo de Occidente. Para mis hermanos musulmanes resultaba escandaloso el trato que se daba a las mujeres en los países cristianos. Conocían las cifras del maltrato machista y la violencia de género que en 2005 había llegado a 63 mujeres asesinadas por sus parejas en España. En 2004 habían sido 72 y ese año 2006 volverían a superar los 70 crímenes sexistas. Y las cifras son iguales, o mayores, en países judeocristianos tan modernos y progresistas como Francia, Italia o, sobre todo, Suecia, donde los hombres que no aman a las mujeres visten pantalones y americanas, no turbantes y chilabas. En América Latina, otro feudo cristiano, las estadísticas, aunque menos precisas, son mucho más escandalosas. En lugares como Ciudad Juárez, el burka afgano, preislámico que no musulmán, parece un chiste en comparación con la brutal casuística de violaciones, torturas y asesinatos de mujeres.

Yo no estaba acostumbrado a escuchar ese punto de vista. En Europa se da por supuesto que las mujeres árabes están oprimidas y sometidas al varón. Y es cierto. En la medida en que las mujeres continúan padeciendo la violencia de género en los cinco continentes. Sin embargo, esa cuestión, zanjada socialmente en Europa antes de iniciar todo debate, nos obligaría a un diálogo serio. Porque una vez más se confunden los países árabes con los países de mayoría musulmana. Se mezclan las culturas orientales con otras tan occidentales como todo el norte de África. Se mestizan razas, religiones o ubicaciones geográficas en un caos racista en el que la generalización y el desprecio hacia aquel que es diferente a nosotros se convierten en norma. Y eso lo he visto tanto en el mundo cristiano y occidental como en el mundo islámico y oriental. Hasta en esos prejuicios hacia el «infiel» somos muy parecidos.

Aunque desconozco las cifras reales sobre violencia de género en los países árabes, si es que tales cifras existen, yo no pude rebatir los argumentos de mis hermanos musulmanes sobre la violencia de género y los crímenes machistas en Europa, porque tenían razón. Y eso que mis compañeros no tenían idea de los cientos de miles de mujeres prostituidas en los burdeles de todas las ciudades de todos los países occidentales. Ellos no habían vivido, como yo, la realidad del tráfico de niñas y mujeres para su consumo sexual en Europa, por respetables occidentales cristianos y demócratas. No sabían nada de Susi, la joven nigeriana que me vendían en Murcia por 17 000 dólares; ni de Clara, la adolescente rumana que me vendían en Galicia por 8000 euros; ni de las niñas vírgenes, chiapanecas, que me vendían en Madrid por 70 000 euros... Si mis hermanos musulmanes supiesen lo que yo sé después del año que trafiqué con mujeres, probablemente su opinión sobre los occidentales sería todavía peor. Como lo es la mía. Y hasta Sayyid Qutb parecería un moderado.

Tal vez, y aunque me gane muchas enemistades al decirlo, en el fondo no existen tantas diferencias entre las esperanzas de un islamista, es decir, un musulmán especialmente fervoroso e integrista, y las de un integrista cristiano. De la misma forma en que un supernumerario del Opus Dei, un padre de familia amish o un devoto copto quizás desean una sociedad regida por los valores de la Biblia (sin divorcio, sin aborto, sin promiscuidad sexual, sin drogas, etcétera), un musulmán radical añora un mundo bajo los valores del Corán. Pero un cristiano radical no necesariamente es un violento miembro de los Guerrilleros de Cristo Rey o un asesino del IRA. De la misma forma, un musulmán devoto e integrista no necesariamente es un yihadista.

Aquellos jóvenes musulmanes, además, me descubrieron una forma de ver el Islam moderno, cosmopolita, del siglo
XX
y
XXI
, muy distanciado de los moros con camello y turbante que yo imaginaba en mi profunda ignorancia. El Islam del rockero británico Cat Stevens, del boxeador norteamericano Cassius Clay, del futbolista franco-argelino Zinedine Zidane, del actor egipcio Omar Sharif, del filósofo francés René Guénon, del político afroamericano Malcolm X... o los premios Nobel Naguib Mahfuz, Mohamed Anwar al-Sadat, Mohamed El Baradei, Ahmed Hassan Zewail... Todos ellos musulmanes que triunfaron en el mundo del cine, la música, la ciencia, la literatura, la política o el deporte en Occidente, y son referente para millones de admiradores. Herederos de los matemáticos, astrónomos y literatos árabes que convirtieron Al Andalus en la civilización más desarrollada de su época, y que ahora son estigmatizados y satanizados en todo el mundo, solo por ser musulmanes. Yo confieso que nunca antes me había parado a ver las cosas desde su punto de vista.

Tampoco había charlado amigablemente con un musulmán árabe sobre el yihad, Ben Laden o Al Qaida, y al hacerlo descubrí dos cosas que me sorprendieron muchísimo en aquella convivencia. Por un lado, la existencia de dos tipos de yihad en el Islam: el Gran Yihad, que en el Sagrado Corán se define como «esfuerzo en el camino de Dios», es decir, la lucha interior para respetar los mandamientos del Profeta y ser un buen musulmán —y doy fe de que en el mundo en que vivimos no es nada fácil ser un buen musulmán; probablemente tan difícil como ser un buen cristiano o un buen judío—, y un Pequeño Yihad, que puede implicar la lucha armada en defensa del Islam, y la excusa de los yihadistas terroristas para su violencia.

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