Authors: Antonio Salas
En realidad, en aquella sala de conferencias estaban todos los que son, y eran todos los que estaban... Miembros y simpatizantes de ETA, las FARC o la resistencia palestina, tupamaros, carapaicas, senderistas... Entre los puestos de libros —imposibles de encontrar en librerías habituales—, los corrillos de tertulia y las actividades del congreso, creí reconocer a personajes muy conocidos de la lucha revolucionaria en América Latina, aunque finalmente fue con Vladimir Acosta con quien compartí manifestación.
El Encuentro Latinoamericano contra el Terrorismo Mediático redactó la Declaración de Caracas, exponiendo la guerra secreta que se libra en un campo de batalla poco conocido por el gran público: los medios de comunicación. Donde la información, más o menos tendenciosa, se utiliza como una bomba de relojería para favorecer la imagen de una opción política y desacreditar la del contrario. Creo que nunca antes de esta investigación me había planteado hasta qué punto los periodistas podemos ser simples peones, utilizados por los políticos y por los grupos de poder, para servir a sus intereses, con frecuencia sin tan siquiera darnos cuenta.
Historias como la presencia de Mustafá Setmarian en Caracas, los campos de entrenamiento de Al Qaida en Isla Margarita o las células de Hizbullah en Venezuela eran parte de aquellas campañas de propaganda mediática, que mis camaradas consideraban una forma de terrorismo. Y seguramente si yo no me hubiese tomado la molestia de intentar comprobar una por una todas y cada una de aquellas «exclusivas periodísticas» que todavía hoy continúan publicándose una y otra vez en Internet, también me las habría creído. Y, lo que es peor, quizás las habría reproducido en mis propios reportajes al hablar del terrorismo islamista en Venezuela. ¿Ocurriría lo mismo con las recurrentes referencias a la presencia de ETA en el país?
El 1 de abril de 2008, directo, sin rodeos, como es habitual en él, Paúl del Río me hizo una invitación inesperada:
—Aló, Palestino. ¿Tú no querías conocer a los camaradas de la ETA?
Y claro, saltándome a la torera todas las normas del sentido común y la prudencia, le respondí que sí...
Hasta ese día yo había seguido algunas pistas «convencionales», intentando acercarme a las asociaciones legales vascas de Venezuela, como el Centro Vasco Venezolano de Carabobo,
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el Centro Vasco de Caracas
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o la Asociación Venezolana de Amigos de Euskal Herria.
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Sin embargo, en aquellas hermandades gastronómicas o culturales no había encontrado ninguna pista de ETA. Pero esa tarde de abril, el Foro Itinerante de Participación Popular de Hindu Anderi, la Fundación Antiimperialista Capitán de Navío Manuel Ponte Rodríguez, la editorial El Tapial, la CCB, el MRTA, el PCV y el Movimiento 28 organizaban dos actos en el Cuartel San Carlos Libre: un descarado homenaje al comandante Raúl Reyes y a los veintidós muertos en el bombardeo contra las FARC un mes antes, y la presentación del libro
Versos insurgentes
, una recopilación de poemas escritos por antiguos guerrilleros, del que era autor el mismo Paúl del Río, junto con Jesús Santrich, Milagros Chávez y Comandante Oktavio, recopilados por Alfredo Pierre. Y, según Del Río, los «camaradas de la ETA» iban a asistir al evento. Un evento en el que también estarían presentes, entre otros, Óscar Figuera, secretario general del Partido Comunista de Venezuela, o Amílcar Figueroa, presidente del Parlamento Latinoamericano. Una vez más, mis camaradas denunciaban la violencia contra inocentes a manos del terrorismo de Estado, deslegitimizando a todas las víctimas inocentes del terrorismo de ETA, las FARC, Hamas o Carlos el Chacal. Imperialistas y terroristas definen como víctimas inocentes o como daños colaterales legítimos lo que más les conviene según sus intereses políticos. Y todos mienten.
Se me planteaba ahora un problema muy, muy serio: mi acento. El mismo problema que habría tenido si, durante la última marcha chavista antes de las elecciones de diciembre de 2006, los vascos que le hablaban a mi camarada del periodista español Antonio Salas hubiesen escuchado mi castellano perfecto. Tendría que improvisar sobre la marcha. Así que preparé el equipo de cámara oculta y salí para el Cuartel San Carlos.
Nunca había visto un evento tan multitudinario en la antigua prisión militar. El patio interior estaba repleto de gente y, siguiendo la costumbre de la tradicional formalidad revolucionaria, el acto empezó «tarde, mal y a rastro», pero al menos empezó. Esta vez la organización no se había olvidado la megafonía.
Esa tarde-noche, el Cuartel San Carlos era un hervidero revolucionario. Había miembros de diferentes partidos de izquierdas y de numerosas organizaciones armadas y guerrilleras. Al acto habíamos asistido varios camaradas del Comité por la Repatriación de Ilich Ramírez, y allí nos encontramos con un grupo de no recuerdo qué organización cultural, dos chicos y una chica, que querían organizar una exposición sobre Carlos el Chacal y una recogida de fondos para su defensa, que me acapararon durante bastante rato. No había manera de zafarme de ellos y lo que me preocupaba es que la batería y la cinta de mi cámara oculta continuaban grabando. Y cada minuto que pasaba rodeado de aquellos jóvenes fans del Chacal era un minuto de tiempo que perdía de grabación, para poder registrar mi encuentro con los representantes de ETA. Además, tenía que inventar algo para disimular mi acento español. Sabía que los etarras eran los terroristas más desconfiados de todos los que vivían en Venezuela, y estaba claro que en cuanto detectasen mi castellano llamaría su atención. Y, en este oficio, llamar la atención es un peligro añadido.
Las cintas de la cámara y la batería tenían una autonomía de noventa minutos. Pasado ese tiempo tendría que buscar un lugar donde esconderme para cambiarlas, así que no dejaba de mirar de reojo el reloj calculando cuánto me quedaba. Y los carajitos no dejaban de hacerme preguntas sobre Palestina, sobre la lucha en Oriente Medio y sobre el Chacal. Veinte minutos... media hora... cuarenta minutos... Intentaba buscar alguna excusa para apartarme del grupo, pero en Venezuela la prisa no es un concepto muy popular. Y era evidente que resultaría muy sospechoso que interrumpiese la improvisada reunión del comité, con aquellos jóvenes aspirantes, siendo el
webmaster
del Chacal y el impulsor de dicho comité desde hacía más de un año. Incluso cuando me disculpé con la excusa de ir al baño, uno de los jóvenes se me pegó:
—Chévere, te acompaño, yo también quería ir...
Aproveché que en el váter el muchacho se encontraba con algo importante entre manos, para cambiar cinta y batería en un reservado y darme a la fuga:
—Yo ya voy saliendo, camarada. Nos vemos ahora.
Busqué entre aquel gentío a Paúl del Río o a alguien que pudiese presentarme al representante de «los vascos». Y por fin sucedió. Controlé que tenía cinta y batería suficiente, y solo se me ocurrió forzar la voz, hablando muy bajo y con un tono gutural, con la excusa de que había pasado la noche
rumbeando
y que me había quedado afónico... y coló.
Así fue como conocí a Vidal C., un tipo al que me presentaron como el «coordinador» de los etarras en América Latina. Muy amable y comprensivo con mi afonía, me facilitó su tarjeta de visita. Una tarjeta con membrete oficial que lo identificaba como diputado del grupo parlamentario venezolano en el Parlamento Latinoamericano, lo que me dejó atónito. ¿Un parlamentario venezolano coordinando a los etarras en el continente? La excusa de mi afonía evidentemente disimulaba mi acento español, pero al mismo tiempo imposibilitaba una conversación normal con el diputado. Sobre todo teniendo en cuenta el barullo que había en el patio interior del Cuartel San Carlos. Pero una vez más Allah estaba dispuesto a ayudarme, y, cuando me encontré entre todo aquel gentío revolucionario a mi amiga Beatriz, le pedí ayuda con el diputado:
—Mira, este camarada está con los gudaris vascos, acá en Venezuela, pero fíjate cómo tengo la voz, casi no puedo hablar. A ver si te puede explicar a ti cómo puedo contactar con ellos, o quizás acordar una entrevista...
No me siento muy orgulloso de haber utilizado a mi colega Marta Beatriz en esta investigación sin que ella sea culpable de nada, pero dadas las circunstancias no tenía otra opción. Y la periodista bolivariana no fue consciente, en ningún momento, de mis intenciones. Ni siquiera cuando charlaba animadamente con el diputado venezolano, mientras yo los grababa con mi cámara oculta, del todo ajenos a la misma. Según le explicaba el diputado, aquel no era el lugar ni el momento más apropiados para tratar ese tema, pero sí reconoció su colaboración con la banda terrorista y nos adelantó que el etarra más importante en Venezuela en esos momentos no se encontraba en Caracas, pero que si le llamábamos unos días después, nos pondría en contacto con él...
No hacía falta ser muy inteligente para saber a quién se refería el diputado venezolano, porque solo había un nombre que se repetía una y otra vez en todas las fuentes sobre ETA en Venezuela. Un nombre que ya había escuchado antes, en el barrio más peligroso de Caracas, y que ahora me obligaría a regresar allí.
Con aquella tarjeta personal que me había entregado el diputado me sentía con más ánimo para volver al 23 de Enero e insistirle a Juan Contreras, presidente de la Coordinadora Simón Bolívar, en mi deseo de conocer a Arturo Cubillas, el etarra más famoso de Venezuela y según mis fuentes buen amigo de Radio Al Son del 23. Aunque me costó mucho trabajo convencerlo, al final Contreras me puso en la pista de Cubillas, pero prometo solemnemente a quien esto pueda interesar que Juan Contreras, como los demás miembros de los grupos bolivarianos a los que utilicé en esta infiltración, desconocía por completo mi identidad e intenciones. Y en ningún momento traicionó la confianza de ningún etarra colaborando de manera voluntaria en esta investigación. Yo soy el único responsable de haber sacado al director de la CSB esta información, sin que él conociese mi identidad como Antonio Salas.
Considerado en España como el enlace de los etarras que llegan a la República Bolivariana, y por tanto la pieza clave de ETA en el país, José Arturo Cubillas Fontán, ahora ciudadano venezolano, está acusado de formar parte del Comando Oker de ETA-Militar. El Comando Oker es responsable de los asesinatos del ciudadano francés Joseph Couchot, acusado de ser miembro de los GAL y cometido el 16 de noviembre de 1984 en Irún; el de Ángel Facal Soto, condenado por ETA como supuesto traficante de drogas y perpetrado el 26 de febrero de 1985 en Pasajes, y el del funcionario de policía Máximo García Kleinte, ocurrido en San Sebastián el 15 de mayo de 1985.
A ese mismo comando pertenecían históricos de ETA, ya juzgados y condenados en España, como José Ángel Aguirre Aguirre o Idoia López Riaño, alias
la Tigresa
, un personaje tan sorprendente como contradictorio, que compartía confidencias en prisión con mi compañero Juanma Crespo, a través del cual he podido acceder a algunos de los poemas y textos inéditos de la Tigresa, nunca publicados y de un valor periodístico y criminológico evidente, para entender la psicología de una asesina en la que se mezcla la sensibilidad poética con la capacidad de matar.
El Comando Oker fue desarticulado en Guipúzcoa en octubre de 1985 cuando, presuntamente, preparaban un atentado contra el entonces ministro del Interior José Barrionuevo. Y, según parece, la Fiscalía de la Audiencia Nacional todavía mantiene abiertas cuatro causas de los años 1984 y 1985 contra él. Así que, con tan notable currículum terrorista, confieso que sentía una profunda inquietud al plantearme la idea de vigilar su puesto de trabajo, que según Contreras era el Ministerio de Agricultura y Tierras en Caracas, para «cazar» a Arturo Cubillas con mi cámara. Estaba seguro de que si los etarras de Venezuela me descubrían intentando «cazar» a su máximo exponente con mi objetivo, no iban a ser amables conmigo...
Además, a priori parecía una misión imposible, porque durante los últimos veinte años, en todos los periódicos españoles se publicaban con cierta frecuencia artículos, entrevistas y reportajes, exigiendo la repatriación de Cubillas a España, y nunca se había publicado ni una imagen actual. Solo existían dos fotografías en blanco y negro de su época en ETA-Militar, que eran reproducidas una y otra vez en esos artículos. Es más, en mi primer viaje a Venezuela, el agente Juan me había transmitido el interés que tenían mandos de la Guardia Civil cercanos a él por Arturo Cubillas y su paradero en Venezuela. Y era improbable que un simple periodista, que estaba trabajando totalmente solo y sin más recursos que los propios, consiguiese fotografiar al etarra más buscado en Venezuela, cuando ni la Guardia Civil ni el CNI ni todos los colaboradores venezolanos de los periódicos y cadenas de televisión españolas que tocaban el tema de ETA en Venezuela cuando era políticamente oportuno lo habían conseguido antes. A menos, claro, que existiesen razones para no buscar realmente a Arturo Cubillas.
Si yo había averiguado que el etarra más importante de Venezuela tenía su mesa de trabajo en el piso A del Ministerio de Agricultura y Tierras de Caracas, y su teléfono era el 50905... ¿cómo era posible que ni los servicios de información españoles ni compañeros periodistas mucho más capacitados que yo no hubiesen podido, supuestamente, llegar hasta él? ¿O sí lo habían hecho?
El edificio del Ministerio de Agricultura y Tierras se encuentra en la conocida avenida Urdaneta, entre esquina Platanal a Candilito, a media cuadra de la plaza la Candelaria. Urdaneta es una avenida ancha, pero no demasiado, y al otro lado de la calle, justo frente a la puerta principal del ministerio, existen diferentes lugares desde los que es muy fácil controlar las entradas y salidas del edificio con un simple teleobjetivo de 300 milímetros. Si alguien, mucho más capacitado que yo, de veras hubiese querido «pillar» a Cubillas, le habría resultado tan sencillo como a mí. Solo era cuestión de paciencia. Lo que ocurre es que en España nadie estaba verdaderamente interesado en que Cubillas contase cómo llegó ETA a Venezuela. Ni al gobierno socialista, responsable de esa llegada, ni a la oposición popular, más interesada en usar a ETA contra Chávez que en reconocer esa responsabilidad. Una vez más, el terrorismo se estaba instrumentalizando políticamente. Mentiras y más mentiras...