Ender el xenocida (69 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia ficción

Se quitó con el dedo una lágrima de la mejilla y la colocó en la suave corteza del tronco de Plantador. «No estás aquí para sentir esto, Plantador, no dentro del árbol. Pero lo sientes igualmente, estoy segura. Dios no dejaría que un alma tan noble como la tuya se perdiera en la oscuridad.»

Era hora de irse. Las amables manos de los hermanos la tocaron, tiraron de ella, la dirigieron hacia el laboratorio donde Cristal esperaba en aislamiento su paso a la tercera vida.

Cuando Ender había visitado anteriormente a Plantador, lo encontró en la cama, rodeado del equipo médico. El interior de la cámara de aislamiento era ahora muy distinto. Cristal gozaba de una salud perfecta, y aunque estaba conectado a todos los aparatos de seguimiento, no yacía postrado en cama. Feliz y juguetón, apenas podía contener sus ganas de continuar.

Y ahora que habían llegado Ela y los otros pequeninos, era hora de comenzar.

La única pared que ahora mantenía su aislamiento era el campo disruptor. Fuera de él, los pequeninos que se habían congregado para ver su paso a la tercera vida podían contemplar todo lo que sucedía. Sin embargo, eran los únicos que esperaban al aire libre. Tal vez por delicadeza hacia los sentimientos pequeninos, o tal vez porque así podrían tener un muro entre ellos y la brutalidad de este ritual pequenino, los humanos se habían congregado todos dentro del laboratorio, donde sólo una ventana y los monitores les permitían ver lo que le sucedería a Cristal.

El pequenino esperó hasta que todos los hermanos, ataviados con sus trajes aislantes, ocuparon su puesto a su lado, los cuchillos de madera en la mano, antes de arrancar un trozo de capim y masticarlo. Era el anestésico que le haría soportable todo el ritual. Pero también era la primera vez que un hermano destinado a la tercera vida masticaba hierba nativa que no contenía el virus de la descolada. Si el nuevo virus de Ela era adecuado, entonces el capim funcionaría como lo había hecho siempre el que controlaba la descolada.

—Si paso a la tercera vida —manifestó Cristal—, el honor pertenece a Dios y a su siervo Plantador, no a mí.

Era adecuado que Cristal eligiera usar sus últimas palabras en la lengua de los hermanos para alabar a Plantador. Pero su detalle no cambió el hecho de que pensar en el sacrificio de Plantador hiciera llorar a muchos humanos. Aunque resultaba difícil interpretar las emociones pequeninas, Ender no tuvo ninguna duda de que los sonidos de charla que emitían los pequeninos congregados en el exterior eran también sollozos o, alguna otra emoción apropiada a la memoria de Plantador. Pero Cristal se equivocaba al pensar que no había honor para él en esto. Todo el mundo sabía que todavía podían fracasar, que a pesar de todos los motivos de esperanza, no existía ninguna certeza de que la recolada de Ela tuviera poder para llevar a un hermano a la tercera vida.

Los hermanos alzaron sus cuchillos y empezaron a trabajar. «Esta vez no soy yo —pensó Ender—. Gracias a Dios, no tengo que empuñar un cuchillo para causar la muerte de un hermano.» Sin embargo, no desvió la mirada, como hacían muchos otros humanos. El ritual y la sangre no le resultaban nuevos, y aunque eso no lo hacía más agradable, al menos sabía que podría soportarlo. Y si Cristal podía soportar lo que le hicieran, Ender podría soportar ser testigo de ello. Para eso servía un portavoz de los muertos, ¿no? Para ser testigo. Contempló cuanto pudo ver del ritual, mientras abrían el cuerpo de Cristal y plantaban sus órganos en la tierra, para que el árbol pudiera empezar a germinar mientras la mente de Cristal estaba todavía alerta y viva. Durante todo el ritual, Cristal no emitió ningún sonido o realizó movimiento alguno que sugiriera dolor. O su coraje estaba más allá de todo reconocimiento, o la recolada había cumplido también su misión en el capim, al mantener sus propiedades anestésicas.

Por fin el trabajo quedó terminado, y los hermanos que llevaron a Cristal a la tercera vida regresaron a la cámara estéril, donde, después de que sus trajes fueran limpiados de la recolada y las bacterias viricidas, se desprendieron de ellos y regresaron desnudos al laboratorio. Todos estaban muy serios, pero a Ender le pareció discernir la excitación y el júbilo que ocultaban. Todo se había desarrollado bien. Habían sentido el cuerpo de Cristal respondiéndoles. En cuestión de horas, tal vez de minutos, brotarían las primeras hojas del joven árbol. Y en sus corazones estaban seguros de que así sucedería.

Ender también advirtió que uno de ellos era un sacerdote. Se preguntó qué diría el obispo, si lo supiera. El viejo Peregrino había demostrado ser bastante adaptable a la hora de asimilar una especie alienígena a la fe católica, y para adecuar el ritual y la doctrina a fin de que encajaran con sus peculiares necesidades. Pero eso no cambiaba el hecho de que Peregrino era un anciano a quien no le complacía la idea de que los sacerdotes participaran en rituales que, a pesar de su claro parecido a la crucifixión, seguían sin ser los sacramentos reconocidos. Bueno, estos hermanos sabían lo que hacían. Hubieran anunciado al obispo la participación de uno de sus sacerdotes o no, Ender no lo mencionaría, ni lo haría ninguno de los otros humanos presentes si es que alguno se había dado cuenta.

Sí, el árbol crecía, y con gran vigor, y las hojas se alzaban visiblemente mientras miraban. Pero pasarían muchas horas, días quizás, antes de que averiguaran si era un padre-árbol, con Cristal todavía vivo y consciente en su interior. Una eternidad de espera, donde el árbol de Cristal tendría que crecer en perfecto aislamiento.

«Ojalá también yo pudiera encontrar un lugar donde quedar aislado —pensó Ender—, donde pudiera reflexionar acerca de las cosas tan extrañas que me han sucedido, sin interferencias.»

Pero no era un pequenino, y la intranquilidad que sufría no se debía a un virus que pudiera ser aniquilado, o expulsado de su vida. Su mal estaba en la raíz de su identidad, y no sabía si podría deshacerse alguna vez de él sin destruirse a sí mismo en el proceso. «Tal vez —pensó—. Peter y Val representan el total de lo que soy; tal vez si desaparecieran no quedaría nada. ¿Qué parte de mi alma, qué acción de mi vida queda que no pueda explicarse como la acción de uno u otro de ellos, ejecutando su voluntad dentro de mí? ¿Soy la suma de mis hermanos? ¿O la diferencia entre ellos? ¿Cuál es la peculiar aritmética de mi alma?»

Valentine intentaba no obsesionarse con la muchacha que Ender había traído consigo del Exterior. Por supuesto, sabía que era su yo más joven tal como él la recordaba, e incluso consideraba muy amable por su parte que llevara dentro de su corazón un recuerdo tan poderoso de ella a esa edad. Sólo Valentine, de todas las personas de Lusitania, sabía por qué era esa edad la que conservaba en su inconsciente. Ender había permanecido en la Escuela de Batalla hasta entonces, completamente desconectado de su familia. Aunque él no podía haberlo sabido, ella sí era consciente de que sus padres lo habían olvidado. No olvidado su existencia, desde luego, sino como presencia en sus vidas. Ender simplemente no estaba allí, ya no era su responsabilidad. Tras haberlo entregado al Estado, quedaron absueltos. Habría formado más parte de sus vidas de haber muerto; tal como estaban las cosas, ni siquiera tenían una tumba que visitar. Valentine no los culpaba por ello: demostraba que eran resistentes y adaptables. Pero Valentine no supo imitarlos. Ender estaba siempre con ella, en su corazón. Y cuando, después de quedar interiormente agotado al verse obligado a superar todos los desafíos que le ofrecieron en la Escuela de Batalla, Ender decidió renunciar a toda la empresa, cuando, de hecho, se puso en huelga, el oficial encargado de convertirlo en una herramienta útil acudió a ella. La llevó a Ender. Les dio tiempo para estar juntos, el mismo hombre que los había separado y dejado heridas tan profundas en sus corazones. Ella sanó entonces a su hermano, lo suficiente para que pudiera volver y salvar a la humanidad destruyendo a los insectores.

«Es natural que me conserve en la memoria a esa edad, más poderosa que ninguna de las incontables experiencias que hemos compartido desde entonces. Es natural que cuando su mente inconsciente convoca su bagaje más íntimo sea la muchacha que fui lo que más profundamente anide en su corazón.»

Ella sabía todo esto, lo comprendía, lo creía. Sin embargo, todavía escocía, todavía dolía que aquella criatura casi perfecta fuera lo que él pensara de ella. Que la Valentine que Ender realmente amaba fuera una criatura de increíble pureza. «Por esta compañera imaginaria, él fue un compañero tan íntimo en todos los años que pasaron antes de que me casara con Jakt. A menos que fuera el hecho de casarme con Jakt lo que le hizo volver a la visión infantil que tenía de mí.»

Tonterías. No había nada que ganar intentando imaginar lo que significaba aquella muchacha. No importaba cuál fuera el modo de su creación, ahora estaba allí, y había que aceptar este hecho.

Pobre Ender…, no parecía comprender nada. Al principio pensó de verdad que podría conservar a la joven Val a su lado.

—¿No es mi hija, en cierto modo? —preguntó.

—De ningún modo lo es —admitió ella—. En cualquier caso, es mía. Y desde luego, no es apropiado que te la lleves a tu casa, sola. Sobre todo desde que Peter está allí, y no es el tutor más digno de confianza que ha existido.

Ender no estuvo completamente de acuerdo: habría preferido deshacerse de Peter y no de Val, pero accedió, y desde entonces la muchacha vivió en casa de Valentine, cuya intención era convertirse en amiga y mentora de la chica; aunque fue en vano. No se sentía suficientemente cómoda en compañía de Val. No dejaba de buscar motivos para salir de casa cuando Val estaba allí; siempre se sentía inapropiadamente agradecida cuando Ender venía a llevársela a dar un paseo con Peter.

Lo que finalmente sucedió fue que, como había ocurrido tan a menudo antes, Plikt intervino en silencio y resolvió el problema. Plikt se convirtió en la principal acompañante y tutora de Val en casa de Valentine. Cuando Val no estaba con Ender, estaba con Plikt. Y aquella mañana Plikt había sugerido instalar una casa propia: para ella y para Val. «Quizá me apresuré a aceptarlo —pensó Valentine—. Pero probablemente a Val le resulta tan duro compartir una casa conmigo como a mí con ella.»

Ahora, sin embargo, mientras contemplaba a Plikt y a Val, que entraban en la nueva capilla de rodillas y arrastrándose, como se habían arrastrado todos los otros humanos que entraron, para besar el anillo del obispo Peregrino ante el altar, Valentine advirtió que no había hecho nada «por el bien» de Val, por mucho que hubiera querido convencerse de ello. Val era completamente autosuficiente, inquebrantable, tranquila. ¿Por qué debería Valentine imaginar que podía hacer que la joven Val fuera más o menos feliz, estuviera más o menos cómoda? «Soy irrelevante para la vida de esta muchachita. Sin embargo, ella no es irrelevante para la mía. Es a la vez la afirmación y la negación de la relación más importante de mi infancia, y de gran parte de mi edad adulta. Ojalá se hubiera reducido a cenizas en el Exterior, como el viejo cuerpo lisiado de Miro. Ojalá nunca hubiera tenido que enfrentarme conmigo misma de esta manera.»

En efecto, se enfrentaba a ella misma. Ela había efectuado esta prueba inmediatamente. La joven Val y Valentine eran genéticamente idénticas.

—Pero eso es absurdo —protestó Valentine—. Es altamente improbable que Ender memorizara mi código genético. No pudo haber una pauta de ese código en la nave.

—¿Se supone que debo ofrecer una explicación? —le preguntó Ela.

Ender sugirió una posibilidad: que el código genético de la joven Val fue fluido hasta que ella y Valentine se encontraron, y entonces los filotes del cuerpo de Val se formaron con la pauta que encontraron en Valentine.

Valentine se guardó sus opiniones para sí, pero dudaba de que la suposición de Ender fuera acertada. La joven Val tenía los genes de Valentine desde el primer momento, porque cualquier persona que encajara tan perfectamente con la visión de Valentine que tenía Ender no podía tener otros genes; la ley natural que la propia Jane ayudaba a mantener dentro de la nave lo habría requerido. O tal vez había alguna fuerza que formaba y ordenaba incluso un lugar de caos tan completo. «Apenas importaba, excepto que, por irritantemente molesta y perfecta y tan distinta a mí que pueda ser esta nueva seudo Valentine, la visión que Ender tenía de ella fue lo bastante…veraz para que genéticamente resultaran iguales. Su visión no podía estar tan desviada. Tal vez fui de verdad así de perfecta, y sólo me he endurecido desde entonces. Tal vez fui de verdad así de hermosa. Tal vez fui de verdad así de joven.»

Se arrodillaron ante el obispo. Plikt le besó el anillo, aunque no tenía que cumplir la penitencia de Lusitania.

Sin embargo, cuando le tocó el turno a la joven Val, el obispo retiró la mano y se dio la vuelta. Un sacerdote se adelantó y les indicó que ocuparan sus asientos.

—¿Cómo puedo hacerlo? —preguntó la joven Val—. No he cumplido mi penitencia todavía.

—No tienes penitencia —respondió el sacerdote—. El obispo me lo dijo antes de que vinieras; no estabas aquí cuando se cometió el pecado, así que no formas parte de la penitencia.

La joven Val lo miró tristemente.

—Fui creada por alguien que no es Dios. Por eso el obispo no quiere recibirme. Nunca tomaré la comunión mientras él viva.

El sacerdote parecía muy triste: era imposible no sentir pesar por la joven Val, pues su sencillez y dulzura la hacía parecer frágil, y la persona que la hiriera tenía por tanto que sentirse torpe por haber dañado a alguien tan tierno.

—Hasta que el Papa pueda decidir —dijo—. Todo esto es muy difícil.

—Lo sé —susurró la joven Val.

Entonces obedeció y se sentó entre Plikt y Valentine.

«Nuestros codos se tocan —pensó Valentine—. Una hija que soy exactamente yo misma, como si la hubiera clonado hace tres años. Pero no quería otra hija, y desde luego no quería un duplicado mío. Ella lo sabe. Lo siente. Y por eso sufre algo que yo nunca sufrí: se siente no deseada y no amada por aquellos que más se parecen a ella. ¿Cómo se siente Ender? ¿También desea que se marche? ¿O ansía ser su hermano, como fue mi hermano menor hace tantos años? Cuando yo tenía esa edad, Ender todavía no había cometido xenocidio. Pero tampoco había hablado aún en nombre de los muertos. La Reina Colmena, el Hegemón, la Vida de Humano… todo eso estaba entonces más allá de él. Era sólo un niño, confuso, desesperado, temeroso. ¿Cómo podría Ender anhelar esa época?»

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