Ender el xenocida (73 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia ficción

«Tontos —pensó Qing-jao—. Si los dioses quisieran que os curarais, no habrían enviado la plaga en primer lugar.»

De inmediato se dio cuenta de que la estúpida era ella. Por supuesto que los dioses enviarían a la vez el mal y la cura. Si llegaba una enfermedad, y la seguía la cura, entonces los dioses la habían enviado. ¿Cómo podría haber considerado una tontería a algo así? Era como si hubiera insultado a los propios dioses.

Dio un respingo por dentro, esperando la sacudida de furia de los dioses. Había pasado tantas horas sin purificarse que sabía que cuando llegara sería una dura carga. ¿Tendría que seguir las vetas de una habitación entera otra vez?

Pero no sintió nada. Ningún deseo de seguir líneas en la madera. Ninguna necesidad de lavarse.

Por un momento, experimentó un intenso alivio. ¿Podría ser que su padre y Wang-mu y la cosa-Jane tuvieran razón? ¿La había liberado por fin un cambio genético, causado por esta plaga, de un horrendo crimen cometido por el Congreso hacía siglos?

Como si la locutora hubiera oído los pensamientos de Qing-jao, empezó a leer un informe acerca de un documento que aparecía en los ordenadores de todo el mundo. El documento afirmaba que la plaga era un regalo de los dioses, para liberar al pueblo de Sendero de una alteración genética que el Congreso había causado. Hasta el momento, las ampliaciones genéticas estaban casi siempre unidas a un estado similar a los DOC, cuyas víctimas eran comúnmente conocidas como «agraciados». Pero a medida que la plaga siguiera su curso, la gente descubriría que las ampliaciones genéticas se habían esparcido ahora a todos los habitantes de Sendero, mientras que los agraciados, que antes habían llevado la más terrible de las cargas, habían sido liberados por los dioses de la necesidad de purificarse constantemente.

—Este documento asegura que todo el mundo está ahora purificado. Los dioses nos han aceptado. —La voz de la locutora temblaba al hablar—. No se sabe de dónde procede este documento. Los análisis de los ordenadores no lo relacionan con el estilo de ningún autor conocido. El hecho de que apareciera simultáneamente en millones de ordenadores sugiere que procede de una fuente de poderes inenarrables. —Vaciló, y ahora su temblor fue claramente visible—. Si esta indigna locutora puede hacer una pregunta, esperando que los sabios la oigan y le respondan con su sabiduría, ¿no podría ser que los propios dioses nos hubieran enviado este mensaje, para que comprendamos su gran regalo al pueblo de Sendero?

Qing-jao escuchó un poco más, a medida que la furia crecía en su interior. Era Jane, obviamente, quien había escrito y difundido aquel documento. ¿Cómo se atrevía a pretender saber lo que los dioses hacían? Había ido demasiado lejos. El documento debía ser refutado. Jane debía ser descubierta, y también toda la conspiración del pueblo de Lusitania.

Los criados la observaban. Ella soportó sus miradas, uno a uno, alrededor del círculo.

—¿Qué queréis preguntarme? —dijo.

—Oh, señora —respondió Mu-pao—, perdona nuestra curiosidad, pero este noticiario ha declarado algo que sólo podremos creer si tú nos aseguras que es verdad.

—¿Y qué sé yo? —contestó Qing-jao—. Sólo soy la hija tonta de un gran hombre.

—Pero eres una de las agraciadas, señora.

«Eres muy osada —pensó Qing-jao—, al hablar de estas cosas al descubierto.»

—Durante toda la noche, desde que acudiste a nosotros con comida y bebida, y mientras conducías a muchos de nosotros entre el pueblo, atendiendo a los enfermos, no te has excusado ni una sola vez para purificarte. Nunca habías resistido durante tanto tiempo.

—¿No se os ha ocurrido que tal vez estábamos cumpliendo con tanta precisión la voluntad de los dioses que no tuve ninguna necesidad de purificarme durante todo ese tiempo?

Mu-pao pareció avergonzada.

—No, no se nos ha ocurrido.

—Descansad ahora —aconsejó Qing-jao—. Ninguno de nosotros está repuesto del todo aún. Debo ir a hablar con mi padre.

Los dejó para que chismorrearan y especularan entre sí. Su padre estaba en la habitación, sentado ante el ordenador. La cara de Jane aparecía en la pantalla. Su padre se volvió hacia ella en cuanto entró en la habitación. Su rostro estaba radiante. Triunfal.

—¿Has visto el mensaje que preparamos Jane y yo? —preguntó.

—¡Tú! —exclamó Qing-jao—. ¿Mi padre, un mentiroso?

Dirigir a su padre semejante insulto era impensable. Pero siguió sin sentir ninguna necesidad de purificarse. La asustaba poder hablar con tan poco respeto y que los dioses no la rechazaran.

—¿Mentiras? —se extrañó su padre—. ¿Por qué piensas que son mentiras, hija mía? ¿Cómo sabes que los dioses no fueron la causa de que nos llegara este virus? ¿Cómo sabes que no es su voluntad dar estas ampliaciones genéticas a todo Sendero?

Sus palabras la enloquecían, o quizá sentía una nueva libertad, o quizá los dioses la estaban probando para que hablara. Sería una falta de respeto que tuvieran que reprenderla.

—¿Crees que soy tonta? —gritó Qing-jao—. ¿Crees que no sé que tu estrategia es impedir que el mundo de Sendero estalle en una revolución y una masacre? ¿Crees que no sé que sólo te preocupa impedir que muera gente?

—¿Hay algo malo en eso? —preguntó su padre.

—¡Es mentira!

—O es el disfraz que los dioses han preparado para ocultar sus acciones. No tuviste ningún problema en aceptar como ciertas las historias del Congreso. ¿Por qué no puedes aceptar la mía?

—Porque sé lo de tu virus, padre. Te vi cogerlo de la mano de ese desconocido. Vi a Wang-mu entrando en su vehículo. Lo vi desaparecer. Sé que ninguna de esas cosas son obra de los dioses. ¡Ella las hizo…, ese diablo que vive en los ordenadores!

—¿Cómo sabes que ella no es uno de los dioses? —preguntó su padre.

Aquello fue insoportable.

—Ella fue creada —chilló Qing-jao—. ¡Por eso lo sé! Es sólo un programa de ordenador, diseñado por seres humanos, que vive en las máquinas que fabrican los humanos. Los dioses no están hechos por ninguna mano. Los dioses han vivido siempre y siempre vivirán.

Por primera vez, Jane habló:

—Entonces tú eres un dios, Qing-jao, y también lo soy yo, y todas las demás personas, humanos o raman, del universo. Ningún dios creó tu alma, tu aiua interna. Eres tan vieja como cualquier dios, y tan joven, y vivirás el mismo tiempo.

Qing-jao aulló. Nunca había emitido un sonido así antes, que recordara. Le rasgó la garganta.

—Hija mía —dijo su padre, acercándose a ella, los brazos extendidos.

Ella no soportó su abrazo. No podía hacerlo porque eso significaría su victoria completa. Significaría que había sido derrotada por los enemigos de los dioses; significaría que Jane la había superado. Significaría que Wang-mu había sido una hija más fiel a Han Fei-tzu que Qing-jao. Significaría que toda la adoración a que se había sometido durante todos estos años no significaba nada. Significaría que se había equivocado al poner en marcha la destrucción de Jane. Significaría que Jane era noble y buena por haber ayudado a transformar al pueblo de Sendero. Significaría que su madre no la estaría esperando cuando por fin llegara el Oeste Infinito.

«¿Por qué no me habláis, oh, dioses? —gritó en silencio—. ¿Por qué no me aseguráis que no os he servido en vano todos estos años? ¿Por qué me abandonáis ahora y dais triunfo a nuestros enemigos?»

Entonces le llegó la respuesta, tan simple y claramente como si su madre se la hubiera susurrado al oído: «esto es una prueba, Qing-jao. Los dioses te observan a ver qué haces».

Una prueba. Por supuesto. Los dioses estaban probando a todos sus servidores de Sendero, para ver cuáles eran engañados y cuáles perseveraban en perfecta obediencia.

«Si me están probando, entonces debe de haber algo apropiado para que yo lo haga. Debo hacer lo que siempre he hecho, sólo que esta vez no debo esperar a que los dioses me instruyan. Se han cansado de indicarme cada día y cada hora en que necesito ser purificada. Es hora de que comprenda mi propia impureza sin sus instrucciones. Debo purificarme, con total perfección: entonces habré pasado la prueba y los dioses me recibirán de nuevo.» Se arrodilló. Encontró una línea en la madera y empezó a seguirla.

No hubo ninguna sensación de liberación como respuesta, ninguna sensación de justicia; pero eso no la preocupaba, porque comprendió que formaba parte de la prueba. Si los dioses le respondían de inmediato, de la forma en que solían hacerlo, ¿cómo sería entonces una prueba de su dedicación? Donde antes había realizado su purificación bajo su constante guía, ahora debía purificarse sola. ¿Y cómo sabría si lo había hecho bien? Los dioses vendrían de nuevo a ella.

Los dioses volverían a hablarle. O tal vez se la llevarían, al lugar de la Real Madre, donde la esperaba la noble Han Jiang-qing. Allí también encontraría a Li Qing-jao, su antepasada-del-corazón. Allí todos sus antepasados la recibirían y dirían: «Los dioses decidieron probar a todos los agraciados de Sendero. Pocos han pasado esa prueba, pero tú, Qing-jao, nos has producido un gran honor a todos. Porque tu fe nunca se tambaleó. Ejecutaste tus purificaciones como ningún otro hijo o hija las ha ejecutado antes. Los antepasados de otros hombres y mujeres sienten envidia de nosotros. Por tu acción, ahora los dioses nos favorecen sobre todos ellos».

—¿Qué estás haciendo? —preguntó su padre—. ¿Por qué sigues vetas en la madera?

Ella no respondió. Se negaba a dejarse distraer.

—La necesidad de hacer eso ha sido anulada. Lo sé: yo no siento ninguna necesidad de purificación.

«¡Ah, padre! ¡Ojalá comprendieras! Pero aunque fracases en esta prueba, yo la pasaré… y así te honraré incluso a ti, que has abandonado todas las cosas honorables.»

—Qing-jao —la llamó él—, sé lo que estás haciendo. Como esos padres que fuerzan a sus hijos mediocres a lavarse sin cesar. Estás llamando a los dioses.

«Defínelo como quieras, padre. Tus palabras no son nada para mí ahora. No te volveré a escuchar hasta que los dos estemos muertos, y me digas "hija mía, fuiste mejor y más sabia que yo; todo mi honor aquí, en la casa de la Real Madre, procede de tu pureza y tu devoción desinteresada al servicio de los dioses. Eres verdaderamente una hija noble. No tengo ninguna otra alegría más que tú."»

El mundo de Sendero consiguió su transformación pacíficamente. Aquí y allá se produjo un asesinato; aquí y allá, uno de los agraciados que se había mostrado tiránico fue expulsado de su casa por la multitud. Pero por lo general la historia del documento fue creída, y los antiguos agraciados por los dioses recibieron grandes honores por su digno sacrificio durante los años en que soportaron la carga de los ritos de purificación.

Con todo, el antiguo orden pasó rápidamente. Las escuelas se abrieron por igual a todos los niños. Los maestros informaron pronto de que los estudiantes conseguían logros sorprendentes: los niños más tontos superaban ahora todas las medias de los viejos tiempos. A pesar de las furiosas negativas del Congreso en lo referente a alteraciones genéticas, los científicos de Sendero por fin dirigieron su atención a los genes de su propio pueblo. Al estudiar los registros de lo que habían sido sus moléculas genéticas, y cómo eran ahora, los hombres y mujeres de Sendero confirmaron todo lo que decía el documento.

Lo que sucedió entonces, cuando los Cien Mundos y todas las colonias se enteraron de los crímenes del Congreso contra Sendero, Qing-jao nunca lo supo.

Todo eso era un asunto de un mundo que había dejado atrás, pues ahora se pasaba todos los días al servicio de los dioses, limpiándose, purificándose.

Se difundió la historia de que la hija loca de Han Fei-tzu, sola entre todos los agraciados, persistía en sus rituales. Al principio la ridiculizaron por ello, pues muchos de los agraciados, por simple curiosidad, habían intentado ejecutar de nuevo sus purificaciones, y habían descubierto que ahora los rituales eran vacíos y carentes de significado. Pero Qing-jao no oyó las burlas ni se preocupó por ellas. Su mente estaba completamente dedicada al servicio de los dioses, ¿qué importaba si la gente que había fallado la prueba la despreciaba por seguir aspirando al éxito?

A medida que fueron pasando los años, muchos empezaron a recordar los viejos tiempos como una época hermosa, donde los dioses hablaban a hombres y mujeres y muchos se inclinaban a su servicio. Algunos empezaron a considerar que Qing-jao no era una loca, sino la única mujer fiel que quedaba entre aquellos que habían oído la voz de los dioses. Empezó a difundirse el rumor entre los piadosos: «En la casa de Han Fei-tzu habita el último agraciado».

Entonces empezaron a acudir, al principio unos pocos, luego más y más. Visitantes que querían hablar con la única mujer que todavía trabajaba en su purificación. Al principio ella hablaba con algunos: cuando terminaba de seguir las líneas de una tabla, salía al jardín y les hablaba. Pero sus palabras la confundían. Hablaban de su labor como de la purificación de todo el planeta. Decían que llamaba a los dioses por el bien del pueblo de Sendero. Cuanto más hablaban, más difícil le resultaba concentrarse en lo que decían. Pronto deseaba regresar a la casa, a seguir otra línea. ¿No comprendía esta gente que se equivocaba al alabarla ahora?

—No he conseguido nada —les decía—. Los dioses continúan callados. Tengo trabajo que hacer.

Entonces volvía a seguir vetas.

Su padre murió siendo muy anciano, con mucho honor por sus múltiples acciones, aunque nadie supo de su participación en la llegada de la Plaga de los Dioses, como se llamaba ahora. Sólo Qing-jao comprendía. Y mientras quemaba una fortuna en dinero real (ningún dinero falso de funerales serviría para su padre), le susurró lo que nadie más pudo oír.

—Ahora lo sabes, padre. Ahora comprendes tus errores y cómo enfureciste a los dioses. Pero no temas. Yo continuaré las purificaciones hasta que todos tus errores queden expiados. Entonces los dioses te recibirán con honor.

Ella misma envejeció y el Viaje a la Casa de Han Qing-jao era ahora la más famosa peregrinación de Sendero. De hecho, fueron muchos los que oyeron hablar de ella en otros mundos, y viajaron a Sendero sólo para verla. Pues era bien sabido que la auténtica santidad únicamente podía encontrarse en un lugar y en una sola persona, la anciana cuya espalda estaba ahora permanentemente curvada, cuyos ojos no podían ver más que las líneas de los suelos de la casa de su padre.

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