Ender el xenocida (71 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia ficción

—Estoy en paz —dijo ella—. Y sé que mi ira contra ti fue indigna.

Ender se alegró al oír el sentimiento, pero se sorprendió por los términos utilizados. ¿Cuándo había hablado Novinha de dignidad?

—He comprendido que tal vez mi hijo cumplía los deseos de Dios —prosiguió ella—. Que tú no podrías haberlo detenido, porque Dios quería que fuera con los pequeninos para poner en marcha los milagros que se han producido desde entonces. —Se echó a llorar—. Miro ha vuelto. Curado. Oh, Dios es piadoso después de todo. Y volveré a ver a Quim en el cielo, cuando muera.

«Se ha convertido —pensó Ender—. Después de tantos años despreciando a la Iglesia, formando parte del catolicismo sólo porque no había otro modo de ser ciudadano de la Colonia Lusitania, unas semanas con los Hijos de la Mente de Cristo la han convertido. Pero me alegro. Vuelve a hablarme.»

—Andrew, quiero que volvamos a estar juntos.

Él intentó abrazarla, ansiando llorar de alivio y alegría, pero ella retrocedió.

—No comprendes —dijo—. No iré a casa contigo. Ésta es mi casa ahora.

Tenía razón: Ender no había comprendido. Pero ahora lo hizo. No se había convertido sólo al catolicismo. Se había convertido a esta orden de sacrificio permanente, a la que sólo podían unirse maridos y esposas, y únicamente juntos, para hacer votos de castidad perpetua en su matrimonio.

—Novinha, no tengo ni la fe ni la fuerza para convertirme en uno de los Hijos de la Mente de Cristo.

—Cuando las tengas, te estaré esperando aquí.

—¿Es la única esperanza que tengo de estar contigo? —susurró él—. ¿Abstenerme de amar tu cuerpo como única forma de tener tu compañía?

—Andrew, te deseo. Pero mi pecado durante muchos años fue el adulterio, y ahora mi única esperanza es negar la carne y vivir en el espíritu. Lo haré sola si debo. Pero contigo… Oh, Andrew, te echo de menos.

«Y yo a ti», pensó él.

—Como el mismo aire te echo de menos —susurró él—. Pero no me pidas esto. Vive conmigo como mi esposa hasta que se agote nuestra juventud, y entonces cuando carezcamos de deseo podremos volver aquí juntos. Podría ser feliz entonces.

—¿Acaso no lo comprendes? —dijo ella—. He hecho una alianza. He hecho una promesa.

—También me hiciste una a mí.

—¿Debo romper mi voto a Dios para mantener el voto que te hice a ti?

—Dios lo entendería.

—Con qué facilidad declaran los que nunca oyeron Su voz lo que quiere y lo que no.

—¿Oyes Su voz últimamente?

—Oigo Su canción en mi corazón, como lo hizo el que escribió los salmos. El Señor es mi pastor. Nada me falta.

—El salmo veintitrés. Yo sólo oigo el veintidós.

Ella sonrió tristemente.

—¿Por qué me has perdonado? —citó.

—Y la parte sobre los toros de Bashán —añadió Ender—. Siempre me ha parecido estar rodeado de toros.

Ella se echó a reír.

—Ven a mí cuando puedas —dijo—. Me encontrarás aquí, cuando estés listo.

Ella casi se marchó entonces.

—Espera.

Ella obedeció.

—Te he traído el viricida y la recolada.

—El triunfo de Ela. Estaba más allá de mi habilidad, ¿sabes? No os perjudiqué en nada al abandonar mi trabajo. Mi tiempo había pasado, y ella me había superado con creces.

Novinha cogió el terrón de azúcar, lo dejó derretirse un momento, y tragó.

Entonces alzó la ampolla a la luz.

—Con el cielo rojo del atardecer, parece que está encendido por dentro.

Lo bebió. Lo sorbió, en realidad, para saborearlo. Aunque, como Ender sabía, el sabor era amargo y permanecía desagradablemente en la boca durante mucho rato.

—¿Puedo visitarte?

—Una vez al mes —contestó ella.

Su respuesta fue tan rápida que Ender supo que ya había considerado la cuestión y llegado a una decisión que no tenía intención de alterar.

—Entonces te visitaré una vez al mes.

—Hasta que estés dispuesto a unirte a mí.

—Hasta que estés dispuesta a regresar conmigo.

Pero Ender sabía que ella nunca claudicaría. Novinha no era una persona que cambiara fácilmente de opinión. Había fijado los límites de su futuro.

Ender tendría que haberse sentido furioso, dolido. Tendría que haber exigido la liberación de un matrimonio con una mujer que lo rechazaba.

Pero no se le ocurría para qué podría querer su libertad. «Ahora nada está en mis manos —advirtió—. Ninguna parte del futuro depende de mí. Mi trabajo ha finalizado, y ahora mi única influencia en el futuro será lo que hagan mis hijos, el monstruoso Peter y la imposiblemente perfecta Val. Y Miro, Grego, Quara, Ela, Olhado… ¿no son también mis hijos? ¿No puedo reclamar el mérito de haber ayudado a crearlos, aunque procedan del amor de Libo y del cuerpo de Novinha, años antes de que yo llegara siquiera a este lugar?»

Estaba completamente oscuro cuando encontró a la joven Val, aunque no comprendió por qué estaba buscándola. Ella se hallaba en casa de Olhado, con Plikt; pero mientras Plikt permanecía apoyada contra una pared en sombras, el rostro inescrutable, la joven Val jugaba con los hijos de Olhado.

«Claro que está jugando con ellos —pensó Ender—. No es más que una niña, por muchas experiencias que tenga gracias a mis recuerdos.»

Pero mientras aguardaba en la puerta, observando, advirtió que ella no jugaba por igual con todos los niños. Quien requería su atención era Nimbo. El niño que se había quemado, en más de un sentido, la noche de la algarada. El juego de los niños era bastante simple, pero les impedía hablar unos con otros. Sin embargo, la conversación entre Nimbo y la joven Val era elocuente. La sonrisa que ella le dirigía era cálida, no al modo en que una mujer anima a un amante, sino como ofrece una hermana un silencioso mensaje de amor, de confianza, de fe.

«Ella lo está curando —pensó Ender—. Igual que Valentine me curó a mí hace tantos años.

No con palabras.

Sólo con su compañía.

¿Es posible que yo la haya creado incluso con esa habilidad intacta? ¿Tanta confianza y poder había en mi sueño de ella? Entonces tal vez Peter tenga todo lo que poseía mi hermano real: todo lo que era peligroso y terrible, pero también lo que creó un orden nuevo.»

Por mucho que lo intentara, Ender no conseguía creerlo. La joven Val podía curar con la mirada, pero Peter no. Su cara era la cara que Ender, años antes, había visto mirándolo desde dentro de un espejo en el Juego de Fantasía, en una habitación terrible donde murió repetidas veces antes de poder abrazar finalmente el elemento de Peter que guardaba dentro de sí mismo y continuar.

«Abracé a Peter y acabé con todo un pueblo. Lo tomé dentro de mí y cometí xenocidio. Creía, en todos estos años transcurridos, que lo había purgado. Que había desaparecido. Pero nunca me dejará.»

La idea de retirarse del mundo y entrar en la orden de los Hijos de la Mente de Cristo…, había algo que lo atraía. Tal vez allí Novinha y él podrían purgar juntos los demonios que los habitaban desde hacía años. «Novinha nunca ha estado tan en paz como esta noche», pensó Ender.

La joven Val se dio cuenta de su presencia en la puerta, y se acercó a él.

—¿Por qué estás aquí? —le preguntó.

—Te buscaba.

—Plikt y yo vamos a pasar la noche con la familia de Olhado.

Ella miró a Nimbo y sonrió. El niño le devolvió la sonrisa, alelado.

—Jane dice que vas a salir con la nave.

—Si Peter puede contener a Jane en su interior, también podré yo. Miro vendrá conmigo. Buscaremos mundos habitables.

—Sólo si tú quieres —dijo Ender.

—No seas tonto. ¿Desde cuándo has hecho tú sólo lo que querías hacer? Yo haré lo necesario, lo que únicamente yo puedo hacer.

Él asintió.

—¿Para eso has venido? —preguntó ella.

Él volvió a asentir.

—Supongo —dijo.

—¿O has venido porque deseas poder ser el niño que eras cuando viste por última vez a una niña con esta cara?

Las palabras le dolieron, tanto más porque Ender suponía que eso era lo que pretendía en el fondo de su corazón. La compasión de Val era mucho más dolorosa que su desprecio.

Ella debió de ver la expresión compungida de su rostro, y la malinterpretó. Ender sintió alivio al ver que era capaz de equivocarse. «Me queda algo de intimidad.»

—¿Te avergüenzas de mí? —preguntó ella.

—Me siento cohibido por tener mi mente consciente tan abierta al público. Pero no avergonzado. No de ti.

Miró a Nimbo, y luego otra vez a ella.

—Quédate aquí y termina lo que has empezado.

Ella sonrió levemente.

—Es un buen chico que creyó hacer algo bueno.

—Sí —admitió Ender—. Pero se le fue de las manos.

—No sabía lo que hacía. Cuando no comprendes las consecuencias de tus propios actos, ¿cómo puedes ser culpable de ellos?

Él supo que Val hablaba tanto de Ender el Xenocida como de Nimbo.

—No recibes la culpa, pero sí la responsabilidad —respondió—. Para sanar las heridas que causaste.

—Sí. Las heridas que tú causaste. Pero no todas las heridas del mundo.

—¡Oh! ¿Y por qué no? ¿Porque pretendes curarlas todas tú misma?

Ella se echó a reír, con una risa ligera e infantil.

—No has cambiado nada en todos estos años, Andrew.

Él le sonrió, la abrazó y la hizo regresar adentro. Luego se volvió y se encaminó hacia su casa. Había luz suficiente para que pudiera encontrar el camino, aunque tropezó y se perdió varias veces.

—Estás llorando —dijo Jane en su oído.

—Es un día muy feliz —respondió él.

—Lo es. Eres la única persona que malgasta la piedad consigo mismo esta noche.

—Muy bien, entonces —replicó Ender—. Si soy el único, al menos hay uno.

—Me tienes a mí —añadió ella—. Y nuestra relación ha sido casta desde el principio.

—Ya he tenido suficiente castidad en la vida. No esperaba más.

—Todo el mundo es casto al final. Todo el mundo acaba fuera del alcance de los pecados mortales.

—Pero yo no estoy muerto —objetó él—. Todavía no. ¿O sí lo estoy?

—¿Te parece esto el cielo?

Él se rió, pero no de forma agradable.

—Bien, entonces no puedes estar muerto.

—Te olvidas de que esto podría ser fácilmente el infierno.

—¿Lo es? —le preguntó ella.

Ender pensó en todo lo que se había conseguido. Los virus de Ela. La curación de Miro. La amabilidad de la joven Val hacia Nimbo. La sonrisa de paz en el rostro de Novinha. La alegría de los pequeninos mientras la libertad empezaba a recorrer su mundo. Sabía que el viricida estaba ya abriendo un sendero cada vez más amplio a través de la pradera de capim que rodeaba la colonia. A esta hora ya debería haber alcanzado los otros bosques, y la descolada, indefensa ya, cedía a medida que la muda y pasiva recolada ocupaba su lugar. Todos esos cambios no podían suceder en el infierno.

—Supongo que todavía estoy vivo —dijo.

—Y yo también —respondió Jane—. Es algo. Peter y Val no son las únicas personas que brotaron de tu mente.

—No, no lo son.

—Los dos estamos todavía vivos, aunque nos esperen tiempos difíciles.

Ender recordó lo que le esperaba a ella, la mutilación mental que estaba sólo a semanas de distancia, y se avergonzó de sí mismo por haber llorado por sus propias pérdidas.

—Es mejor haber amado y perdido que no haber amado jamás —murmuró.

—Puede que sea un tópico —observó Jane—, pero eso no significa que no pueda ser cierto.

DIOS DE SENDERO

‹No pude saborear los cambios en el virus de la descolada hasta que desapareció.›

‹¿Se estaba adaptando a ti?›

‹Empezaba a parecerse a mí misma. Había incluido la mayoría de mis moléculas genéticas en su propia estructura.›

‹Tal vez se preparaba para cambiaros, como nos cambió a nosotros.›

‹Pero cuando capturó a vuestros antepasados, los emparejó con los árboles en los que vivían. ¿Con quién nos habría emparejado a nosotras?›

‹¿Qué otras formas de vida hay en Lusitania, excepto las que ya están emparejadas?›

‹Tal vez la descolada pretendía combinarnos con una pareja ya existente. O reemplazar un miembro de la pareja con nosotros.›

‹O tal vez pretendía emparejaros con los humanos.›

‹Ahora está muerta. Fuera lo que fuese lo que tenía previsto, nunca sucederá.›

‹¿Qué tipo de vida habríais llevado, emparejadas con machos humanos?›

‹Eso es repugnante.›

‹¿O dando a luz, tal vez, a la manera humana?›

‹Basta de tonterías.›

‹Estaba solamente especulando.›

‹La descolada ha muerto. Estáis libres de ella.›

‹Pero nunca de lo que deberíamos haber sido. Creo que éramos inteligentes antes de que llegara la descolada. Creo que nuestra historia es más antigua que la nave que la trajo aquí. Creo que en alguna parte de nuestros genes está encerrado el secreto de la vida pequenina de cuando habitábamos en los árboles, y no en estado larval en la vida de árboles inteligentes.›

‹Si no tuvierais tercera vida, Humano, ahora estarías muerto.›

‹Muerto ahora, pero mientras hubiera vivido podría haber sido no un mero hermano, sino un padre. Mientras hubiera vivido podría haber viajado a cualquier parte, sin preocuparme de regresar a mi bosque si esperaba aparearme alguna vez. Nunca habría permanecido día tras día anclado en el mismo punto, viviendo mi vida a través de los relatos que me traen los hermanos.›

‹¿No os basta ser libres de la descolada? ¿Debéis quedar libres de todos sus consecuencias o no estaréis contentos?›

‹Siempre estaré contento. Soy lo que soy, no importa cómo llegué a serlo.›

‹Pero sigues sin ser libre.›

‹Machos y hembras por igual todavía debemos perder nuestras vidas para transmitir nuestros genes.›

‹Pobre tonto. ¿Crees que yo, la reina colmena, soy libre? ¿Crees que los padres humanos, cuando tienen hijos, vuelven a ser verdaderamente libres alguna vez? Si para vosotros vida significa independencia, una libertad para hacer completamente lo que queréis, entonces ninguna de los criaturas inteligentes está viva. Ninguno de nosotros es jamás completamente libre.›

‹Echa raíces, amiga mía, y dime entonces lo poco libre que eras cuando todavía podías moverte.›

Wang-mu y el Maestro Han esperaban juntos en la orilla del río a unos centenares de metros de la casa, un agradable paseo a través del jardín. Jane les había dicho que alguien vendría a verlos, un visitante de Lusitania. Los dos sabían que eso significaba que habían logrado viajar más rápido que la luz, pero aparte de eso sólo podían asumir que su visitante debería haber llegado a una órbita alrededor de Sendero, y que vendría a verlos en una lanzadera. En cambio, una ridícula estructura de metal apareció en la orilla delante de ellos. La puerta se abrió. Emergió un hombre. Un hombre joven, de grandes huesos, caucasiano, pero atractivo de todas formas. En la mano sostenía un tubo de cristal.

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