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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Fantasía, Infantil y juvenil, Intriga

Finis mundi (2 page)

El juglar lo miró extrañado y pensativo. Su perro lanzó un corto ladrido.

—Dices cosas muy raras, chico. O estás loco o tienes una historia interesante que contar. Si me lo explicas, tal vez pueda encontrar alguna pista sobre esa Ciudad Dorada.

El muchacho no respondió. Parecía dudar.

—Bueno, está bien —concluyó el juglar encogiéndose de hombros—. No tengo todo el día y no puedo esperar a que te decidas. Que tengas suerte, chico.

Dio media vuelta y echó a andar por la plaza.

—¡Eh, espera!

El monje corrió tras él.

—Puedo acompañarte un trecho —dijo—. Hasta el próximo pueblo. Te contaré lo que sé, y quizá puedas ayudarme… si es cierto lo que dicen de ti.

—La gente habla mucho. Nunca me paro a escuchar lo que se dice de mí. ¿Cómo te llamas?

—Michel —contestó el monje, agradecido—. Michel dÉvreux.

El juglar asintió.

—Yo soy Mattius —dijo solamente.

El joven religioso había olvidado sus prejuicios. Mientras caminaba junto al alto juglar por una vereda flanqueada de abedules se preguntó por un momento qué le había impresionado tanto de aquel hombre como para pedirle su atención y su compañía. «El mundo está loco», se dijo.

—¿Y bien? —preguntó Mattius al cabo de un rato.

—Yo nací en una familia pobre; éramos ocho hermanos, y yo era el más débil. Suponía una carga para mi familia y, además, me sentía atraído por la vida religiosa y la austeridad y espiritualidad de los monjes de Cluny. Por eso mis padres me ingresaron muy joven en un monasterio que dependía de la orden. Eso fue hace ocho años, cuando yo tenía seis. Allí aprendí latín y muchas otras cosas, pero, como lo que realmente me gustaba eran los libros, y tenía buena letra, pronto me pusieron a trabajar como amanuense.

»La verdadera historia comienza hace unas semanas, cuando tuve que copiar en el
scriptorium
un libro muy especial. ¿Has oído hablar del Apocalipsis?

—¿El Apocalipsis? El párroco de mi aldea nos contaba cosas cuando éramos niños, para asustarnos. Sobre terribles catástrofes que sacudirán el mundo cuando esté próximo el día del Juicio.

—Hambres, plagas, guerras y epidemias —asintió Michel; hablaba con cierta dificultad, porque le costaba seguir el ritmo del juglar, y comenzaba a cansarse—. El mundo envejece y, por tanto, ha de morir. El final del reinado de Cristo sobre la Tierra se acerca. El fin del mundo, según el Apocalipsis, ocurrirá un milenio después del año del nacimiento de nuestro Señor. Exactamente dentro de tres años.

Mattius se le quedó mirando.

—¿Y eso es todo? ¿Vas a decirme que el fin del mundo se acerca y debemos expiar nuestros pecados?

—No, por supuesto que no —jadeó Michel—. A pesar de lo que diga el Apocalipsis, ningún mortal puede poner fecha al día final. Eso lo sabe cualquier religioso —hizo una pausa, para recuperar el aliento—. Oye, ¿te importaría que paráramos un momento? Vas demasiado deprisa para mí. Además, quiero enseñarte algo.

Se detuvieron junto a una fuente para descansar. Michel metió la cabeza bajo el chorro que brotaba de entre las rocas y la sacó completamente empapada. Mattius esperaba con cierta impaciencia.

El muchacho alcanzó su zurrón y extrajo un enorme libro de su interior. El juglar se acercó y lo observó con un extraño brillo en los ojos.

—Ese códice debe de valer una fortuna —comentó.

Michel se sobresaltó y lo miró. En su interior renacía la desconfianza, y Mattius se dio cuenta.

—No te lo voy a robar —dijo—. Me gustan los libros, y ése está miniado, además. Es una joya.

El joven monje no respondió. Buscaba algo entre las páginas del códice. Mientras pasaba hojas, Mattius contemplaba las ilustraciones con seriedad.

—Son terribles —comentó.

—Son imágenes del fin del mundo —Michel detuvo su búsqueda para enseñárselas con más calma—. Este libro es una copia de una obra que escribió cierto monje español, llamado Beato de Liébana, hace más de doscientos años. Son unos comentarios al Apocalipsis. Me lo dieron para que lo copiara.

—¿Y tú sabes pintar cosas así? —preguntó Mattius, señalando las miniaturas.

Michel enrojeció.

—No, en realidad… todavía no. Yo sólo copio las letras. Son otros los que reproducen las ilustraciones. Pero el libro no es lo más importante —reanudó su busca entre las páginas del volumen, hasta encontrar un legajo de hojas sueltas—. Ajá, aquí está. Esto es lo que quería enseñarte.

Le tendió los pergaminos a Mattius, que les echó un vistazo rápido y volvió a clavar su mirada en él.

—¿Qué pasa? Ah, perdona. No sabes leer, ¿no es eso? Trae, yo te lo leeré.

—Sé leer —replicó Mattius con cierta guasa—, pero sólo romance. Nadie me ha enseñado latín.

—Ah… perdona —Michel enrojeció—. Te lo explicaré. Hace aproximadamente cuarenta años, un viejo ermitaño, Bernardo de Turingia, se presentó ante una asamblea de barones y les dijo que Dios le había revelado, por medio de una serie de visiones, que el mundo se acabaría en el año mil.

—No es la primera vez que oigo cosas de ese tipo. Es una extraña obsesión que les ha dado a algunos últimamente. ¿Y qué más?

—Por supuesto, no le creyeron. Pero describió sus visiones en esta serie de pergaminos que yo encontré en el códice. Tengo razones para creer que estas revelaciones son auténticas.

—¿Qué razones?

—Entre otras cosas, predijo la fecha exacta de la muerte del rey franco Hugo Capeto. Día, mes y año. No me fue difícil averiguarla, porque falleció el año pasado. Bernardo de Turingia acertó de pleno, y no tenía modo de saberlo; murió más de treinta años antes que el monarca.

—Como no sé latín, no puedo comprobar que me dices la verdad. De todas formas, aun en el caso de que el mundo se fuera a acabar en el año mil, ¿qué tiene que ver eso con tu Ciudad Dorada?

—Ten paciencia; ahora te lo explicaré. Según el ermitaño, la Rueda del Tiempo se sustenta sobre tres ejes, tres amuletos de gran poder: el Eje del Pasado, el Eje del Presente y el Eje del Futuro. Cada mil años alguien los reúne para invocar al Espíritu del Tiempo y darle razones para que juzgue a la humanidad digna de vivir mil años más. Bernardo no está seguro, pero cree que el último pudo ser Jesús de Nazaret.

—Un monje de Cluny declarando que Jesucristo salvó al mundo mediante tres amuletos, pero sólo por un milenio —comentó el juglar, asombrado—. Muchacho, tú no estás bien de la cabeza.

Michel pareció incómodo.

—Yo no digo que eso fuera así, y el anciano que escribió estos pergaminos tampoco lo sabía seguro, eran sólo conjeturas. De todas formas, yo no comparto su teoría.

—Entonces quieres invocar a ese… Espíritu para que el hombre viva mil años más —resumió Mattius—. ¿Y tienes esos ejes en tu poder?

—De eso se trata: están repartidos por toda Europa. Bernardo los vio en sueños, vio los lugares donde se guardan, pero eran sitios que él no conocía y que nunca había visitado. Describe uno de ellos como una gran Ciudad Dorada, símbolo del poder terrenal, con un magnífico palacio. Por eso la estoy buscando.

—Es decir, que allí se encuentra una de esas joyas y tú has partido para buscarla. Con esos datos no irás muy lejos, chico.

—No tengo otra opción —replicó Michel muy serio—. Se nos acaba el tiempo. Hay que encontrar los ejes antes del fin del milenio, e invocar al Espíritu del Tiempo. Si no lo hacemos, la Rueda se detendrá y todo habrá terminado.

Mattius se encogió de hombros.

—¿No dice la Iglesia que Jesucristo volverá para juzgarnos a todos? ¿Qué más da que sea antes o después?

—Importa porque sólo hemos empezado a cambiar el mundo. Los seres humanos no hemos asimilado todavía la doctrina divina y no hemos tenido tiempo de hacer todo lo que Cristo nos enseñó.

—Pues yo diría que mil años son muchos años —observó el juglar.

Michel se apartó de él, molesto. Cerró el libro y lo guardó en su morral.

—Seguiré yo solo —dijo fríamente—, si no crees que haya cosas en el mundo que merezcan ser salvadas.

—Me parece que te precipitas, amigo. ¿Qué dicen tus superiores a esto?

—Nadie puede creer en serio la profecía del fin del mundo. El abad de Saint Paul me dijo que lo mejor que podía hacer era celebrar con alegría el milenio del nacimiento de nuestro salvador. El fin del mundo, me dijo, no puede llegar aún, porque la Iglesia no está del todo establecida y la paz no ha llegado al mundo.

»Yo le repliqué que por eso necesitábamos más tiempo. Mil años más y el hombre habrá alcanzado la perfección espiritual, estoy seguro. Pero todavía no estamos preparados para el final de los tiempos.

—¿Y qué contestó a eso?

—Que eran pamplinas y que me quitara aquellas cosas de la cabeza.

—Ahora comprendo por qué me has contado todo esto a mí. Pero, suponiendo que eso sea cierto, ¿por qué crees que la humanidad merece seguir viviendo? Tú te has criado en un monasterio. No sabes nada del mundo real. No has visto a la gente morir de hambre, trabajar de sol a sol para alimentar a sus hijos y luchar para que sobrevivan al próximo invierno. No has visto la miseria de los apestados, el miedo ante un ataque vikingo en las costas de la Normandía. No has visto cómo dejan los señores los pueblos por donde pasan si los campesinos no pagan lo que dicen ellos que se les debe. ¿Y qué hacen los poderosos? El Imperio y el Papado se pelean por el poder mientras el pueblo muere de hambre. El rey de Francia se halla al borde de la excomunión y la Iglesia está escindida. Los españoles luchan contra el islam, que avanza cada vez más. ¿Para qué prolongar el sufrimiento, la miseria, la enfermedad y el hambre? El mundo está viejo, dices. Déjalo morir.

—Pero… pero… ¿tú no quieres seguir viviendo?

—Tengo la conciencia bien limpia y no temo por mí. He viajado mucho, amigo; he visto muchas cosas. Siento tener que abrirte los ojos, pero la vida no es como te la pintan en los libros, tan hermosa como para que valga la pena conservarla mil años más. Lo siento. Es cuanto puedo decirte. Y ahora, adiós; tengo prisa.

Volvió a cargarse el macuto al hombro.

—¡Espera! —lo detuvo Michel—. Al menos dime si conoces la Ciudad Dorada. Un lugar grandioso lleno de riquezas, sede del poder terrenal y perecedero.

Mattius lo meditó un momento.

—Puede ser cualquier gran ciudad —dijo—. Pero, con esa descripción, yo apostaría por Aquisgrán.

—¿Aquisgrán?

—En francés, Aix-la-Chapelle. La residencia del emperador Otón III.

—¿Tú has estado alguna vez allí?

—No —admitió el juglar—. Pero tenía pensado visitarla algún día.

—¿Quieres acompañarme?

Mattius sonrió.

—¿En serio piensas ir? Estás más loco de lo que yo creía. Se tarda tres meses de aquí a Aquisgrán… cuatro en invierno. Cinco, con tu ritmo —añadió con cierto tono burlón—. Y eso si no te encuentras con problemas en el camino.

Michel no respondió, pero se le quedó mirando con expectación.

—A ver si te enteras, chico —dijo el juglar, algo molesto—. Yo viajo solo. Aunque quisiera ir a Aquisgrán, no permitiría que me acompañaras. Serías una carga.

Michel se encogió de hombros.

—Como quieras. Entonces iré solo.

Cogió su macuto y se lo cargó a la espalda resueltamente.

—Encantado de conocerte, Mattius —dijo con gravedad—. Espero que volvamos a encontrarnos…

—…antes de que se acabe el mundo —completó el juglar con malicia.

Michel ignoró el comentario sarcástico. Se despidió con un gesto y echó a andar por la vereda. Mattius se quedó parado, mirándole, mientras su perro ladraba al ver cómo el muchacho se alejaba.

—¡Espera! —lo llamó el juglar.

Michel se volvió.

—Has de ir hacia el norte —gruñó Mattius—. Nunca llegarás a Aquisgrán por ahí. Bueno —añadió—, dejémoslo en que nunca llegarás a Aquisgrán y punto.

—Pues yo voy a intentarlo.

—No sé qué os enseñan en el monasterio, sinceramente —masculló Mattius—. Por lo visto, eso del
ora et labora
no va contigo. ¡Espera!

El muchacho seguía caminando. El juglar soltó una maldición por lo bajo y corrió para alcanzarlo.

—Me sentiré culpable si luego te pasa algo —explicó—. Al menos supongo que sabrás hablar germánico.

—No —confesó Michel—. ¿No es parecido al francés?

—Dios mío, chico —murmuró el juglar—, eres hombre muerto. Lo mejor que puedes hacer es buscar un monasterio y quedarte allí tranquilamente esperando el fin del mundo.

—Sabes que no lo haré —replicó Michel suavemente—. Iré a Aquisgrán, con o sin ti.

—Está bien —suspiró Mattius—, supongo que me da igual un sitio que otro, y no conozco muchas baladas alemanas. Será una buena ocasión para aprender.

Michel sonrió.

—Fabuloso —dijo.

Por descontado, no llegaron a Louviers antes del anochecer, y tuvieron que detenerse en una fonda por el camino; faltaba poco para la primavera, pero aún hacía frío, y no era aconsejable dormir al raso.

Mattius pronto descubrió lo delicado que era el monje, poco habituado a las caminatas duras, y se vio obligado a adaptar su ritmo al del muchacho, con el consiguiente retraso. «Por lo menos no se queja mucho», pensaba.

Era cierto. Michel era poco dado a protestas y lloriqueos; más bien solía permanecer en silencio, perdido en sus pensamientos, mientras caminaba. Y en los descansos se dedicaba a estudiar su libro con gesto serio y grave, mordisqueando un pedazo de pan o una manzana, balanceándose hacia delante y hacia atrás, pálido y ausente.

—Eres un tipo raro —le dijo Mattius un día—. A veces me da la sensación de que vienes de otro mundo.

Michel sólo sonrió y sacudió la cabeza. Él no lo sabía, pero los últimos acontecimientos y la certeza de que el mundo se iba a acabar habían madurado mucho su carácter. Estudiaba una y otra vez los pergaminos y simplemente pensaba. Le daba muchas vueltas a todo cuanto sabía sobre la predicción del año mil, y repasaba cientos de veces los apuntes de Bernardo de Turingia sobre la Ciudad Dorada y el lugar donde se hallaba el Eje del Presente, aunque sabía que aún tardarían mucho en llegar. Quizá tuvieran suerte y lograran alcanzar Aquisgrán antes del fin del verano.

Mientras, seguían su camino hacia el norte. Michel pronto comprobó que era cierto todo lo que se decía de su acompañante. Raro era el pueblo donde no había llegado la fama de Mattius el juglar. Gracias a sus historias y romances no solían tener problemas para encontrar alojamiento y comida. El muchacho llegó a descubrir con sorpresa que no sólo aldeanos y burgueses lo recibían con alegría: Mattius era requerido incluso en castillos y monasterios, aunque por norma general nunca aceptaba tales invitaciones.

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