Fragmentos de una enseñanza desconocida (56 page)

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Authors: P. D. Ouspensky

Tags: #Autoayuda, #Esoterismo, #Psicología

Así comenzaron largas conversaciones sobre la impresión que un hombre produce a su alrededor, y sobre la manera de producir una impresión deseable o indeseable.

Las personas con quienes vivimos siempre ven nuestro rasgo principal, por escondido que pueda estar. Naturalmente, no siempre lo pueden expresar. Pero a menudo, sus definiciones son muy buenas o muy aproximadas. Vean los apodos: a veces definen muy bien el rasgo principal.

Las conversaciones sobre la impresión que producimos nos llevaron una vez más a la cuestión de la «consideración exterior».

—Un hombre no puede «considerar exteriormente» en una forma conveniente mientras esté instalado en su «rasgo principal», dijo G. Por ejemplo, Fulano de tal (nombró a uno de nosotros); su rasgo es que
nunca está en casa,
¿Cómo podría considerar algo o a alguien?"

Quedé asombrado por lo "acabado" de ese rasgo, tal como G. lo había delineado. Ya no era psicología, era arte.

—Pero la psicología debe ser un arte, dijo G. La psicología no puede ser simplemente una ciencia."

A otro, le dijo que su rasgo era
que no existía en absoluto.

—Usted comprende, dijo G.,
yo no lo veo.
Esto no quiere decir que usted sea siempre así. Pero cuando está como ahora, no existe en absoluto."

A un tercero, le indicó que su rasgo principal era una tendencia a discutir siempre, con todo el mundo, acerca de todo.


Pero si yo nunca discuto,
replicó éste acaloradamente.

Nadie pudo contener la risa.

G. le dijo también a otro —se trataba ahora del hombre de edad madura con quien había hecho el experimento de separar la personalidad de la esencia, y que había pedido la mermelada de frambuesa— que su rasgo principal era no tener
ninguna conciencia moral.

Y al día siguiente vino este hombre a decirnos que había ido a la biblioteca pública para buscar en los diccionarios enciclopédicos de cuatro idiomas el sentido de las palabras "conciencia moral".

Con un simple gesto de la mano G. lo hizo callar.

En cuanto al segundo sujeto del experimento, G. le dijo que
no tenía pudor,
y de inmediato nuestro hombre soltó a su costa un chiste pícaro, bastante gracioso.

Durante su estadía, G. tuvo que quedarse en casa; había cogido un fuerte resfriado y nosotros nos reuníamos en pequeños grupos en su casa, en la Liteiny, cerca de la Nevsky.

Un día dijo que no tenía ningún sentido el continuar así y que debíamos por fin decidirnos: ¿queríamos seguir con él? ¿queríamos trabajar? o bien, ¿no sería preferible para nosotros —ya que una actitud seria sólo a medias no podía dar ningún resultado— el abandonar toda tentativa en esa dirección?

Añadió que seguiría el trabajo solamente con aquellos que tomasen la firme decisión de luchar contra su mecanicidad y su sueño.

—Ya saben ahora que no se les pide nada terrible, dijo. Pero no tiene ningún sentido el permanecer sentado entre dos sillas. Si alguno de ustedes no quiere despertar, pues bien, dejémoslo dormir."

Expresó el deseo de hablarnos por turno: cada uno de nosotros separadamente tendría que demostrarle con argumentos suficientes por qué él, G., debería tomarse el trabajo de ayudarnos.

—Sin duda, ustedes creen que esto me proporciona gran satisfacción, dijo. O quizás me consideren incapaz de hacer otra cosa. Si esto es así, se equivocan gravemente en ambos casos. Realmente hay tantas cosas que yo podría hacer. Y si dedico mi tiempo
a esto,
es sólo porque tengo una meta precisa. Ahora deberían ya ser capaces de comprender la naturaleza de esta meta y de reconocer si siguen o no el mismo camino que yo. No diré nada más. Pero de ahora en adelante no trabajaré sino con aquellos que puedan ser útiles para mi meta, y sólo pueden serme útiles aquellos que firmemente han decidido luchar contra ellos mismos, es decir, luchar contra su mecanicidad."

Dichas estas palabras, calló.

Las conversaciones de G. con cada uno de los miembros de nuestro grupo duraron alrededor de una semana. Con algunos habló largo tiempo; con otros, mucho menos. Finalmente, casi todo el mundo se quedó.

El hombre de edad madura, P., de quien hablé con referencia al experimento, se libró de la situación con honor y rápidamente llegó a ser un miembro muy activo de nuestro grupo, desviándose sólo ocasionalmente en una actitud formalista y una "comprensión literal".

Sólo dos de nosotros cayeron. De repente, como por arte de magia, habían dejado de comprenderlo todo y empezaron a ver en todo lo que decía G.
una falta de comprensión,
y de parte de los otros miembros de nuestro grupo una falta de simpatía y de sentimiento.

Nos asombró mucho esta actitud que habían tomado con respecto a nosotros, no se sabe por qué, al principio desconfiada, sospechosa, luego abiertamente hostil, llena de acusaciones extrañas y totalmente inesperadas.

"Hacíamos misterio de todo", les escondíamos lo que G. decía en su ausencia. Inventábamos cuentos sobre ellos para que G. les retirara su confianza. Les transmitíamos todas sus palabras falseándolas sistemáticamente con el fin de inducirlo a error. Le presentábamos los hechos bajo una luz falsa.
Le habíamos dado a G. una falsa impresión de ellos,
haciéndole ver todo a la inversa.

Simultáneamente G. mismo había "cambiado por completo", ya no era en absoluto el mismo de antes. Se había vuelto duro, exigente, desprovisto de toda cordialidad, ya no manifestaba el menor interés por las personas, había cesado de exigirnos la verdad, ahora prefería tener alrededor de él a personas que tenían miedo de hablarle francamente, hipócritas que se echaban flores unos a otros mientras se espiaban por detrás.

Estábamos estupefactos al oírlos hablar así. Llevaban con ellos una atmósfera completamente nueva, hasta entonces desconocida para nosotros. Y esto nos parecía muy extraño, dado que en este periodo la mayoría de nosotros nos encontrábamos en un estado emocional bastante intenso y estábamos todos particularmente bien dispuestos hacia estos dos miembros de nuestro grupo, que protestaban.

Tratamos repetidamente de hablarle a G. de ellos. La idea de que pudiéramos darle una "falsa impresión" de ellos, le divertía mucho.

—¡Qué apreciación tienen ellos del trabajo! dijo. ¡Y qué miserable idiota soy yo a sus ojos! ¡Como si fuera tan fácil engañarme! Ustedes ven que ellos han cesado de comprender lo más importante: en el trabajo, al maestro no se le puede engañar. Esta ley es una ley que deriva de lo que hemos dicho sobre el saber y el ser. Si quiero, puedo engañarlos. Pero ustedes no me pueden engañar. Si fuera de otra manera, no tendrían nada que aprender de mí, y sería yo quien tendría que aprender de ustedes.

—¿Cómo podemos hablarles y cómo podemos ayudarlos a regresar al grupo? preguntaron algunos de nosotros.

—No solamente no pueden hacer nada, dijo G., sino que ni siquiera deben intentarlo; con tales tentativas, destruirían la última posibilidad que ellos tienen de comprender y de verse. Siempre es muy difícil regresar. Esto debe ser el fruto de una decisión absolutamente voluntaria, sin persuasión o coacción de ninguna clase. Comprendan que cada habladuría sobre mí y sobre ustedes era una tentativa de autojustificación, de echar la culpa a los Otros a fin de probarse a sí mismos que tenían razón. Esto significa que se hunden cada vez más en la mentira. Esta mentira puede ser destruida, pero sólo puede serlo a través del sufrimiento. Si ayer les costó trabajo el verse, hoy les será diez veces más difícil."

Otros le preguntaron: "¿Cómo han podido llegar a eso? ¿Por qué su actitud hacia todos nosotros, así como hacia usted, ha cambiado tan súbitamente, sin que nada lo dejara prever?"

—Es el primer caso del cual ustedes son testigos, respondió G.; por consiguiente se asombran, pero más tarde verán cuan frecuente es. Añadiré que esto se produce siempre de la misma manera. Pues es imposible sentarse entre dos sillas. Mas la gente siempre cree que lo puede hacer, que puede adquirir nuevas cualidades permaneciendo siempre tal como son. Por cierto no lo cree conscientemente pero viene a ser lo mismo.

"Y ¿qué quieren preservar ante todo? El derecho de tener su propia apreciación de las ideas y de la gente, es decir, lo que les es más dañino. Son locos, ellos ya lo saben —al menos hubo un tiempo en que se dieron cuenta y por eso vinieron a la enseñanza. ¡Pero un instante después, ya habían olvidado todo! Ahora traen al trabajo sus propias actitudes subjetivas y mezquinas, comienzan a pronunciar juicios sobre mí y sobre los demás, como si fueran capaces de juzgar a nadie. Esto se refleja inmediatamente en su actitud con respecto a las ideas y a todo lo que yo digo. Ya «aceptan esto»; pero «no aceptan aquello»; están de acuerdo con una cosa, pero no con otra; me tienen confianza en un caso, pero en otro desconfían.

"Lo más cómico es que se imaginan ser capaces de «trabajar» en tales condiciones, es decir, sin tenerme confianza en todo y sin aceptarlo todo. En realidad esto es absolutamente imposible. Por el solo hecho de sus restricciones o de su desconfianza con respecto a cualquier idea que sea, fabrican de inmediato algo de su propia cosecha con lo cual lo substituyen. Y comienzan las «brillantes improvisaciones» —estas son nuevas explicaciones o nuevas teorías que no tienen nada en común con el trabajo ni con lo que yo he dicho. Se ponen a buscar errores y faltas en todas mis palabras, en todos mis actos y en todo lo que dicen o hacen los demás. A partir de ese momento, yo comienzo a hablar de cosas que ignoro y de las cuales no tengo la menor idea, pero que
ellos mismos
saben y comprenden mucho mejor que yo; todos los otros miembros del grupo son locos, idiotas, etc., etc.

"Cuando un hombre pone en duda estos principios, yo sé de antemano todo lo que dirá después. Y ustedes lo sabrán a su vez por las consecuencias. Lo que es divertido, es que la gente puede ver esto cuando se trata de los demás, pero cuando se ponen ellos mismos a divagar, su clarividencia se apaga al instante para todo lo que les concierne. Esto es una ley. Es difícil subir la montaña pero se rueda muy fácilmente hasta el pie de la pendiente. Ni siquiera les incomoda el hablar de esta manera, ya sea conmigo o con los demás. Y sobre todo, no dudan de que esto pueda ir a la par con cierta clase de trabajo. Aun no quieren comprender que cuando un hombre ha llegado a este punto, ha terminado de cantar su pequeña canción.

"Reparen además en que estos dos son amigos. Si estuviesen separados, si cada uno de ellos siguiese su propio camino, no les sería tan difícil ver su respectiva situación y regresar. Pero son amigos, y se apoyan mutuamente en sus debilidades. Ahora, uno no puede regresar sin el otro. Sin embargo, aun si quisieran regresar no tomaría sino a uno de los dos, y no al otro.

—¿Por qué? preguntó alguien.

—Eso es otro asunto, dijo G. En el presente caso, simplemente sería para permitirle preguntarse quién cuenta más para él, si yo o su amigo. Si es su amigo, entonces no tengo nada que decirle, pero si soy yo, debe abandonar a su amigo y regresar solo. Más adelante, el otro podrá regresar también. Pero yo les digo que ellos se aferran uno a otro y se traban entre sí. Aquí tienen un ejemplo perfecto del mal que las personas se pueden hacer a sí mismas cuando se desvían de lo mejor que hay en ellas."

En octubre estaba con G. en Moscú.

Su pequeño apartamiento de la Bolshaia Dmitrovka me asombró por su atmósfera. Lo había arreglado a la moda oriental: pisos y muros desaparecían bajo tapices, y el mismo cielo raso estaba cubierto de chales de seda. Las personas que concurrían allí —todos alumnos de G.— no tenían miedo de guardar silencio. Esto era ya inusitado. Venían, se sentaban, fumaban; no se oía una palabra, a veces durante horas. Y no había nada desagradable ni angustioso en ese silencio. Por el contrario había un sentimiento de tranquila seguridad; uno se sentía libre de la necesidad de representar un papel artificial o forzado. Pero este silencio producía una impresión muy extraña en los curiosos o en las visitas casuales. Se ponían a hablar sin interrupción como si tuvieran miedo de detenerse y de sentir algo; o bien, se ofendían, se imaginaban que el "silencio" estaba dirigido contra ellos, como para probarles cuán superiores les eran los alumnos de G., y para hacerles comprender que ni siquiera valía la pena hablar con ellos. Otros encontraban este silencio estúpido, cómico, "antinatural"; a sus ojos, hacía resaltar nuestros peores rasgos, particularmente nuestra debilidad, y nuestra completa subordinación a G., quien nos "tiranizaba".

— P. decidió aun tomar nota de las "reacciones al silencio" de los diferentes tipos de nuestros visitantes. Y comprendí entonces por qué la gente temía sobre todo al silencio, y que nuestra constante tendencia a hablar no era sino un reflejo de defensa, siempre basada en un rechazo a ver algo, un rechazo a confesarse algo a sí mismo.

No tardé en notar una propiedad aún más extraña del apartamiento de G.
No era posible mentir en ese lugar
. Una mentira se traslucía de inmediato, se hacía visible, tangible y cierta.

Una vez, llegó un hombre a quien G. conocía poco. Ya lo habíamos visto, pues venía a veces a las reuniones. Éramos tres o cuatro en el apartamiento. G. no estaba. Después de guardar silencio un instante, empezó a decirnos que justamente acababa de encontrarse con un amigo que le había dado noticias extraordinariamente interesantes sobre la guerra, sobre las posibilidades de paz, y así sucesivamente. Súbitamente, de una manera totalmente inesperada para mí, sentí que
este hombre estaba mintiendo.
No se había encontrado con nadie, y nadie le había dicho nada. Había fabricado todo esto en su cabeza en el mismo momento, simplemente porque no podía tolerar el silencio.

Experimenté un malestar al mirarlo. Me parecía que si se cruzaban nuestras miradas él comprendería que yo me daba cuenta que mentía. Miré a los demás y vi que sentían lo mismo, y apenas podían reprimir las sonrisas... Observé entonces al que hablaba y vi que era el único que no notaba nada. Hablaba, feliz de hablar, y cada vez más arrastrado por su tema, no advirtió algunas de las miradas que sin querer cambiábamos entre nosotros.

No se trataba de un caso excepcional. De repente me acordé de los esfuerzos que hicimos para describir nuestra vida y las "entonaciones" que tomaban nuestras voces cuando tratábamos de esconder ciertos hechos. Me di cuenta entonces que aquí también todo residía en las entonaciones. Cuando un hombre parlotea o simplemente espera la ocasión de ponerse a hablar, no nota las entonaciones de los demás, y es incapaz de distinguir la mentira de la verdad. Pero tan pronto recobra la calma, es decir, tan pronto despierta un poco, percibe las diferencias de entonación y comienza a discernir la mentira de los demás.

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