Fuego mágico (36 page)

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Authors: Ed Greenwood

Allí encontró a dos guardias que marchaban haciendo eses hacia la torre. Iban medio dormidos y apestaban a bebida.

—¡Agh, es Roz! —lo saludó uno de ellos casi cayéndose—. Qué, ¿mejor después de descargar la vejiga, vieja espada? ¿No has tropezado con ningún árbol?

—Arrghh —rugió Malark con aspereza considerándolo la respuesta más segura. Luego se agachó con destreza y se levantó en medio de los dos compañeros poniendo un brazo sobre los hombros de cada uno. A uno de los guardias le cedieron las rodillas y casi se cayó. Malark hizo una esforzada mueca bajo el peso que se le venía sobre un costado.

—Has hecho muy bien en volver —murmuró el guardia tambaleante mientras se incorporaba agarrándose al brazo de Malark y se balanceaba sobre sus talones un momento antes de recuperar su equilibrio—. Necesito tu hombro, me temo. ¡Dioses, mi cabeza!

—Arrghh —respondió de nuevo Malark forzando una sonrisa.

—Urrghh —convino sabiamente el guardia que iba bajo su otro brazo, y prosiguieron su marcha a tropezones.

La luz de las antorchas de la entrada a la torre crecía en intensidad a cada paso que daban. En cualquier otra situación, Malark tal vez se habría arrastrado o volado hasta una ventana bajo la forma de una serpiente o de un pájaro y se habría ahorrado toda aquella peligrosa mascarada, pero no aquí. No con Elminster alrededor y esos caballeros que podía llamar en su ayuda.

—La vez que mejor he bebido fue en El Pichel Solitario —decía uno de los guardias.

—Ahh —asintió Malark.

De alguna manera, los tres consiguieron pasar a través de la guardia y entrar en la torre. Entonces, él los dejó avanzar un poco por delante de él para que le sirviesen de guías y ellos se encaminaron directos hacia el cuarto de guardia a lo largo de un gran vestíbulo. Allí la suerte estuvo con Malark. Culthar, su espía, era uno de los dos vigilantes que esperaban en el cuarto de guardia hasta que, en un tablero delante de él, sonara una campana llamándolos para sustituir a algún otro guardia en cualquiera de los puestos. El otro vigilante se estaba levantando, justo en ese momento, para responder a una campana tres pisos más arriba.

—¿Por qué no podrá Rold hacer sus necesidades antes de tomar su puesto? —gruñó mientras se dirigía hacia las escaleras traseras.

Los compañeros de Malark caminaban dando tumbos por la habitación apoyándose en la mesa para mantenerse en pie. Se dirigieron hacia la puerta de la armería. Uno de ellos comenzó a cantar —por fortuna, en voz baja— mientras avanzaba:

—Oh, un día conocí a una dama del lejano Mar Total... Ella nunca volverá, no, ya nunca volverá a mí... —La puerta se cerró de un golpe y se oyó un batacazo al otro lado de ella. Culthar soltó una maldición.

—Siempre acaba tropezando con esa silla. Seguro que se ha roto otra vez y tendremos que volver a arreglarla, porque —y aquí elevó Culthar la voz en sañuda imitación del guardia— él no es demasiado bueno con sus manos. —En aquel momento, el otro guardia que había entrado con Malark eructó con un gran espasmo y tembló, y luego hizo un repugnante ruido con la garganta que anunciaba que iba a vomitar—. ¡Oh, dioses! —maldijo Culthar—. ¡Rápido, ponle la cara sobre ese cubo! ¡Vamos! ¡Debería haberme imaginado que Crimmon acabaría poniéndose enfermo de tanto beber!

Malark descolgó un pozal de cuero de su clavija e hizo lo que le habían ordenado, justo a tiempo.

Cuando la descarga hubo terminado, Crimmon se levantó con torpeza y caminó hacia la armería casi con normalidad, diciendo:

—Bastante por hoy, creo. Será mejor que me marche, Jhaele...

—Sí, querido —dijo Culthar con voz burlona, y ambos esperaron.

Tras un instante de silencio, se oyó otro tremendo golpe con ruidos de rotura en la armería. Malark no pudo contener la risa y, un momento después, Culthar se le unió mientras las maldiciones de Crimmon se desvanecían en la otra habitación. Malark puso el cubo en el suelo y cerró la puerta de la armería. Luego se volvió hacia Culthar, que frunció el entrecejo y dijo:

—¿Y cuánto has bebido tú?

Malark dejó que su cara volviera a ser la de siempre durante dos lentos y deliberados segundos y dijo:

—Nada, Culthar. Siento defraudarte.

Cuando, un instante después, esbozó una sonrisa, ésta volvió a ser la típica sonrisa ladeada de Rozsarran.

Culthar se quedó mirándolo estupefacto.

—Señor, ¿qué hacéis aquí? —susurró—. ¿Y Roz...?

—Durmiendo. No tengo mucho tiempo para charlar. Toma esto —dijo poniendo un anillo en la mano de Culthar—. escóndelo bien, encima de ti, y no te separes de él. Posee una magia que lo hace pasar inadvertido en un escrutinio normal hecho por un mago, pero póntelo tan sólo cuando tengas intención de usarlo. Pronuncia la palabra clave, que es el nombre del primer dracolich al que serviste cuando te uniste a los seguidores del culto, y al instante te llevará, a ti y a cualquier criatura que tu carne toque directamente, a Piedra del Trueno, concretamente a una colina encima de esa ciudad donde uno de nuestro grupo vive como ermitaño. Su nombre es Brossan. Si él no está allí, ve a... —y siguieron algunas instrucciones más.

»Una cosa más. Puede que yo me aparezca ante ti y dé la señal del martillo, o que un pájaro de cresta roja se cuele volando en este cuarto de guardia... Podría ser sólo una ilusión, no lo olvides. Ambas cosas son señales de que has de intentar coger a esa Shandril Shessair y escapar con ella valiéndote del anillo a la menor oportunidad. De otro modo, tendrás que hacerte con ella cuando creas que es conveniente... Ya adivinabas la tarea antes de que lo dijera, ¿no es así? Bien. ¿Harás lo que te digo?

—Sí, para la mayor gloria de los seguidores —susurró Culthar.

Malark asintió con la cabeza y recogió el apestoso cubo.

—Antes de que tus compañeros de guardia regresen —dijo Malark—, yo iré y fingiré que me pongo malo ahí fuera —y, sosteniendo el cubo bien por delante de sí, salió tambaleándose del cuarto y cruzó el largo vestíbulo una vez más bajo la apariencia, punto por punto, del borracho Rozsarran. Culthar se quitó la bota y deslizó el anillo de metal sobre el dedo pequeño del pie, donde podría sentir su tranquilizadora presencia a cada paso que diera.

Un Rozsarran ruidosamente indispuesto cruzó tambaleante el puesto de guardia de la entrada y salió de nuevo a la noche. Pero fue un ágil y eficiente gato nocturno el que emergió de donde habían caído el cubo y las ropas, y se dirigió hacia cierto lugar entre los árboles. Allí, el gato se convirtió en una rata, se deslizó hasta un arbusto cercano al lugar donde sus hombres lo esperaban y escuchó.

—¿Oyes tú algo? —preguntó Suld con recelo escrutando la noche.

—Probablemente es el maestro que vuelve —dijo Arkuel—. Ahora siéntate y cállate, o nos la cargaremos.

—Siéntate y cállate tú, sabelotodo. No fui yo quien compró una carreta con el asiento delantero tan repleto de astillas que parecía la barba de un carpintero.

—Te atravesaron los sesos, ¿no? No deberías llevarlos tan abajo —dijo Arkuel con aire presuntuoso.

—Dices muchas cosas inteligentes —respondió Suld ofendido—. Espero que el escaso sentido que hay en ti funcione la mitad de bien para tareas más útiles.

—Bien hallados —dijo Malark surgiendo de la oscuridad por donde ninguno de ellos estaba mirando—. Me alegro de encontraros a los dos tan felices y contentos. —Y, señalando al dormido Rozsarran, dijo—: Levantad a nuestro durmiente y venid. Cubrid la lámpara y yo la llevaré.

Una vez tapada la luz, el mago dispersó su oscuridad y volvió hacia la torre. Allí levantó de nuevo su círculo de oscuridad y, dentro de él, vistieron a Rozsarran y lo dejaron con el cubo en las manos para que los otros guardias lo encontraran.

—Volvamos a la posada —ordenó Malark disipando su oscuridad.

El archimago alzó sus brazos y sus dedos se ondularon y crecieron, y después se ramificaron una y otra vez. En pocos segundos, la parte superior del cuerpo de Malark adquirió el aspecto de un gran arbusto. Una boca se abrió en una de las ramas altas y dijo:

—¡Venid! Y ocultaos detrás de mí. —Y juntos se deslizaron en la noche hasta la parte trasera de los establos.

—Los perros duermen —susurró Arkuel.

—Sí, pero el encargado del establo no —siseó Malark. Retrocedió ligeramente y volvió a convertirse en sí mismo musitando las frases de un conjuro, mientras Arkuel y Suld montaban guardia con las espadas desenvainadas. Malark volvió a reunirse con ellos y lanzó una mirada despectiva a las espadas—. Guardaos eso —murmuró enojado—. No estamos cortando asados.

—¿Y el encargado del establo? —preguntó Arkuel mientras su espada volvía a deslizarse en la funda. En algún lugar distante en las colinas, hacia el norte, aulló un lobo.

—él ya tiene algo que vigilar, allí por el pozo —dijo Malark—. Luces danzarinas. Y ahora venid, rápidos y silenciosos, hasta la pared. —Y cruzó el patio de la posada a grandes zancadas con sus secuaces pisándole los talones.

Al pie del muro, el cuerpo del archimago cambió de forma otra vez, convirtiéndose ahora en un largo poste con anchos escalones. éste se agarró con unas manos humanas al alféizar de la ventana de la habitación que tenían alquilada. Del poste brotaron dos tallos con ojos en sus extremos que vigilaban el patio detrás de ellos. El encargado del establo, hacha en mano, observaba con recelo las juguetonas luces.

—Aprisa —ordenó una boca que apareció en un peldaño que Arkuel estaba tratando de alcanzar. éste retrocedió del susto y casi se cayó de la escalera.

—No hagas eso —rogó agarrándose como pudo.

—¡Muévete! —respondió fríamente la escalera—. Tú también, Suld. Nuestra suerte no puede durar toda la noche.

Pero, por fin, todos alcanzaron la habitación y cerraron las contraventanas sin mayores incidentes.

Malark se preguntaba, mientras levantaba un muro de fuerza entre él y sus secuaces, qué era lo que podría fallar cuando llegara la hora. Todo había ido sobre ruedas y, sin embargo, algo le decía dentro de sí que el secreto del fuego mágico no estaba destinado a caer en manos de los seguidores.

Este tipo de corazonadas ya le habían proporcionado más de una noche de insomnio en otras ocasiones, pero esta vez se quedó dormido antes de que pudiera preocuparse demasiado. Pronto se encontró cayendo interminablemente a través de movedizas nieblas grises y púrpuras, cayendo hacia algo que brillaba allá abajo con una luminosidad roja de fuego pero que él no podía distinguir. «¡Desaparece!», dijo con severidad a lo que quiera que fuese, pero la escena no se desvaneció y él continuó cayendo hasta que llegó la mañana.

—Quisiera hablar con el cocinero —dijo el viajero—. Yo sólo como determinadas carnes y debo saber cómo se preparan, si no pones objeción...

—Ninguna —respondió Gorstag—. Por aquí, a la izquierda. Se llama Korvan.

—Gracias —dijo el comerciante de tez morena levantándose—. Me alegro mucho de encontrar una casa donde la comida se considera algo importante. —Y se alejó a grandes pasos, dejando a Gorstag perplejo.

Un instante después, el posadero cruzó su mirada con la de Lureene y le señaló con la cabeza hacia la cocina. Ella asintió con la suya casi imperceptiblemente y abandonó la mesa donde un gordo comerciante sembiano lanzaba miradas golosas a su escotado corpiño. Volviéndose con la mano en la cadera, de una manera que hizo que Gorstag resoplara divertido, se deslizó hacia la cocina mientras los ojos de todos los comensales de la mesa sembiana la seguían sin querer.

El extranjero apareció de repente tras el hombro de Korvan.

—¿Qué noticias tienes para los seguidores? —preguntó una voz sedosa en su oído.

El cocinero se quedó helado. Después se volvió, dejando una sartén con champiñones crepitando en grasa de cerdo, y alcanzó la fuente de cebollas troceadas con su largo cuchillo de cocina todavía en la mano. Hizo un leve gesto de asentimiento cuando sus ojos se encontraron con los del viajero.

—Bien hallado —murmuró mientras volvía de nuevo a la sartén y echaba en ella las cebollas, empujándolas con su cuchillo—. Pocas noticias, pero importantes. Un pastor vio a una muchacha que solía trabajar para mí: una insignificante muchacha llamada Shandril que se escapó de aquí hace cosa de diez días, en las Montañas del Trueno con los caballeros de Myth Drannor y Elminster del Valle de las Sombras. Acababa de arrojar fuego mágico y había hecho cenizas a «un dragón o algo parecido»; Rauglothgor el Inmortal, me temo. Ese hombre dijo que había oído mencionar el nombre de Shadowsil y que había monedas de oro por todas partes...

—Las habrá, sin duda, señor cocinero, si hacéis la carne tal como os digo —respondió el comerciante con extrema amabilidad.

Mirando hacia atrás, con el cuchillo aún en la mano, Korvan vio a Lureene en la puerta de la cocina. La miró con desprecio.

—¿Qué te retiene ahí? —gruñó—. ¿Ya no seduces a los clientes con tanta facilidad como antes? Voy a necesitar mantequilla y perejil para esas zanahorias, ¡y necesito que alguien vuelque el cubo para las gallinas ahora, no mañana!

—Pues vuélcalo —dijo incisivamente Lureene— con la primera parte de tu cuerpo que te venga a mano. —Y, sacando unos rodillos para calentar del estante que había encima de las calderas del estofado, los puso en una cesta y se marchó con un movimiento enojado de su trasero.

El mercader se echó a reír:

—Bien, no te entretengo más. Doméstica bendición, sin duda. Gracias, Korvan. ¿Ya no hay nada más?

—Luego se fueron todos hacia el norte, dijo el pastor, desde donde se encontraban, cerca del Sember. Nada más. —Las cebollas empezaron a crepitar con fuerza repentina y Korvan las removió con energía para evitar que se pegaran.

—Bien hecho, y que te vaya bien hasta la próxima vez que nos veamos —se despidió la voz sedosa y, cuando Korvan se volvió para contestar, el hombre ya se había ido.

Sobre la mesa al lado de Korvan había tres brillantes gemas rojas colocadas en triángulo. Los ojos del cocinero se desorbitaron. ¡Espinelas! ¡Cien monedas de oro cada una, con seguridad, y había tres! ¡Dioses del cielo! Korvan las encerró en su carnoso puño y miró disimuladamente a su alrededor con ojos suspicaces. ¿Y si era algún truco? Mejor sería que no lo cogieran con ellas por la cocina.

La puerta de la cocina se cerró de golpe. Fuera, Korvan miró bien a todas partes hasta que se aseguró de que nadie lo veía. Con un gruñido de esfuerzo, empujó el barril de agua que había justo a un lado de la puerta. Ignorando el agua que se derramaba por el otro lado, lo volcó hasta que pudo colocar las gemas, cubiertas con una hoja seca, bajo la base hueca del barril. Volvió a bajar éste con cuidado y se enderezó con un gruñido para escudriñar a su alrededor en busca de ojos curiosos. Viendo la costa libre, corrió de nuevo a la cocina donde fue recibido por un olor a cebollas quemadas.

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