Harry Potter y el cáliz de fuego (64 page)

—Me salvaste la vida con esas
branquialgas
, Dobby, de verdad —dijo Harry.

—¿No hay más pastelitos de nata y chocolate? —preguntó Ron, paseando la vista por los elfos domésticos, que no paraban de sonreír ni de hacer reverencias.

—¡Acabas de desayunar! —dijo Hermione enfadada, pero entre cuatro elfos ya le habían llevado una enorme bandeja de plata llena de pastelitos.

—Deberíamos pedir algo de comida para mandarle a
Hocicos
—murmuró Harry.

—Buena idea —dijo Ron—. Hay que darle a
Pig
un poco de trabajo. ¿No podríais proporcionarnos algo de comida? —preguntó a los elfos que había alrededor, y ellos se inclinaron encantados y se apresuraron a llevarles más.

—¿Dónde está Winky, Dobby? —quiso saber Hermione, que había estado buscándola con la mirada.

—Winky está junto al fuego, señorita —repuso Dobby en voz baja, abatiendo un poco las orejas.

—¡Dios mío!

Harry también miró hacia la chimenea. Winky estaba sentada en el mismo taburete que la última vez, pero se hallaba tan sucia que se confundía con los ladrillos ennegrecidos por el humo que tenía detrás. La ropa que llevaba puesta estaba andrajosa y sin lavar. Sostenía en las manos una botella de cerveza de mantequilla y se balanceaba ligeramente sobre el taburete, contemplando el fuego. Mientras la miraban, hipó muy fuerte.

—Winky se toma ahora seis botellas al día —le susurró Dobby a Harry.

—Bueno, no es una bebida muy fuerte —comentó Harry.

Pero Dobby negó con la cabeza.

—Para una elfina doméstica sí que lo es, señor —repuso.

Ella volvió a hipar. Los elfos que les habían llevado los pastelitos le dirigieron miradas reprobatorias mientras volvían al trabajo.

—Winky está triste, Harry Potter —dijo Dobby apenado—. Quiere volver a su casa. Piensa que el señor Crouch sigue siendo su amo, señor, y nada de lo que Dobby le diga conseguirá persuadirla de que ahora su amo es Dumbledore.

Harry tuvo una idea brillante.

—Eh, Winky —la llamó, yendo hacia ella e inclinándose para hablarle—, ¿tienes alguna idea de lo que le pasa al señor Crouch? Porque ha dejado de asistir al Torneo de los tres magos.

Winky parpadeó y clavó en Harry sus enormes ojos. Volvió a balancearse ligeramente y luego dijo:

—¿El... el amo ha... dejado... ¡hip!... de asistir?

—Sí —dijo Harry—, no lo hemos vuelto a ver desde la primera prueba.
El Profeta
dice que está enfermo.

Winky se volvió a balancear, mirando a Harry con ojos enturbiados por las lágrimas.

—El amo... ¡hip!... ¿enfermo?

Le empezó a temblar el labio inferior.

—Pero no estamos seguros de que sea cierto —se apresuró a añadir Hermione.

—¡El amo necesita a su... ¡hip!... Winky! —gimoteó la elfina—. El amo no puede ¡hip! apañárselas ¡hip! él solo.

—Hay quien se las arregla para hacer por sí mismo las labores de la casa, ¿sabes, Winky? —le dijo Hermione severamente.

—¡Winky... ¡hip!... no sólo le hacía... ¡hip!... las cosas de la casa al señor Crouch! —chilló Winky indignada, balanceándose más que antes y derramando cerveza de mantequilla por su ya muy manchada blusa—. El amo le... ¡hip!... confiaba a Winky todos sus... ¡hip!... secretos más importantes.

—¿Qué secretos? —preguntó Harry.

Pero Winky negó rotundamente con la cabeza, derramándose encima más cerveza de mantequilla.

—Winky le guarda... ¡hip!... los secretos a su amo —contestó con brusquedad, balanceándose más y poniéndole a Harry cara de pocos amigos—. Harry Potter quiere... ¡hip!... meter las narices.

—¡Winky no debería hablarle de esa manera a Harry Potter! —la reprendió Dobby enojado—. ¡Harry Potter es noble y valiente, y no quiere meter las narices en ningún lado!

—Quiere meter las narices... ¡hip!... en las cosas privadas y secretas... ¡hip!... de mi amo... ¡hip! Winky es una buena elfina doméstica... ¡hip! Winky guarda sus secretos... ¡hip!... aunque haya quien quiera fisgonear... ¡hip!... y meter las narices. —Winky cerró los párpados y de repente, sin previo aviso, se deslizó del taburete y cayó al suelo delante de la chimenea, donde se puso a roncar muy fuerte. La botella vacía de cerveza de mantequilla rodó por el enlosado.

Media docena de elfos domésticos corrieron hacia ella indignados. Mientras uno cogía la botella, los otros cubrieron a Winky con un mantel grande de cuadros y remetieron las esquinas, ocultándola.

—¡Lamentamos que hayan tenido que ver esto, señores y señorita! —dijo un elfo que tenían al lado y que parecía muy avergonzado—. Esperamos que no nos juzguen a todos por el comportamiento de Winky, señores y señorita.

—¡Se siente desgraciada! —replicó Hermione, exasperada—. ¿Por qué no intentáis animarla en vez de taparla de la vista?

—Le rogamos que nos perdone, señorita —dijo el elfo doméstico, repitiendo la pronunciadísima reverencia—, pero los elfos domésticos no tenemos derecho a sentirnos desgraciados cuando hay trabajo que hacer y amos a los que servir.

—¡Por Dios! —exclamó Hermione enfadada—. ¡Escuchadme todos! ¡Tenéis el mismo derecho que los magos a sentiros desgraciados! ¡Tenéis derecho a cobrar un sueldo y a tener vacaciones y a llevar ropa de verdad! ¡No tenéis por qué obedecer a todo lo que se os manda! ¡Fijaos en Dobby!

—Le ruego a la señorita que deje a Dobby al margen de esto —murmuró Dobby, asustado.

Las alegres sonrisas habían desaparecido de la cara de los elfos. De repente observaban a Hermione como si fuera una peligrosa demente.

—¡Aquí tienen la comida! —chilló un elfo, y puso en los brazos de Harry un jamón enorme, doce pasteles y algo de fruta—. ¡Adiós!

Los elfos domésticos se arremolinaron en torno a los tres amigos y los sacaron de las cocinas, dándoles empujones en la espalda, a la altura de la cintura.

—¡Gracias por los calcetines, Harry Potter! —gritó Dobby con tristeza desde la chimenea, donde se encontraba junto al bulto en que había quedado convertida Winky, arrebujada en el mantel.

—¿No podías cerrar la boca, Hermione? —dijo Ron enojado, cuando la puerta de las cocinas se cerró tras ellos de un portazo—. ¡Ahora ya no querrán que vengamos a visitarlos! ¡Hemos perdido la oportunidad de sacarle algo a Winky sobre Crouch!

—¡Ah, como si eso te preocupara! —se burló Hermione—. ¡Lo que a ti te gusta es que te den de comer!

Después de eso, el día se volvió inaguantable. Harry se hartó hasta tal punto de que Ron y Hermione se metieran el uno con el otro mientras hacían los deberes en la sala común, que por la noche llevó él solo la comida de Sirius a la lechucería.

Pigwidgeon
era demasiado pequeño para transportar un jamón a la montaña sin ayuda, así que Harry reclutó también otras dos lechuzas. Cuando se internaron en la oscuridad, componiendo una figura muy extraña las tres con el gran paquete, Harry se inclinó en el alféizar de la ventana y contempló los terrenos del colegio, las oscuras y susurrantes copas de los árboles del bosque prohibido y las velas del barco de Durmstrang ondeando al viento. Un búho real atravesó el humo que salía de la chimenea de Hagrid, se acercó al castillo, planeó alrededor de la lechucería y desapareció de su vista. Vio a Hagrid cavando enérgicamente delante de su cabaña, y se preguntó qué estaría haciendo: era como si preparara un nuevo trozo de huerta. Mientras miraba, Madame Maxime salió del carruaje de Beauxbatons y fue hacia Hagrid. Daba la impresión de que intentaba trabar conversación con él. Hagrid se apoyó en la pala, pero no parecía deseoso de prolongar la charla, porque Madame Maxime volvió a su carruaje poco después.

No le apetecía regresar a la torre de Gryffindor y oír a Ron y Hermione gruñéndose el uno al otro, así que se quedó observando cavar a Hagrid hasta que la oscuridad lo envolvió y, a su alrededor, las lechuzas empezaron a despertar y a pasar zumbando por su lado para internarse en la noche.

Al día siguiente, para el desayuno, se había disipado el mal humor de sus amigos, y, para alivio de Harry, no se cumplieron las pesimistas predicciones de Ron de que los elfos domésticos mandarían a la mesa de Gryffindor una pésima comida por culpa de Hermione: el tocino, los huevos y los arenques ahumados estaban tan ricos como siempre.

Cuando llegaron las lechuzas, ella las miró con impaciencia; parecía que esperaba algo.

—Percy no habrá tenido tiempo de responder —dijo Ron—. Enviamos a
Hedwig
ayer.

—No, no es eso —repuso Hermione—. Me he suscrito a
El Profeta:
ya estoy harta de enterarme de las cosas por los de Slytherin.

—¡Bien pensado! —aprobó Harry, levantando también la vista hacia las lechuzas—. ¡Eh, Hermione, me parece que estás de suerte!

Una lechuza gris bajaba hasta ella.

—Pero no trae ningún periódico —comentó ella decepcionada—. Es...

Para su asombro, la lechuza gris se posó delante de su plato, seguida de cerca por cuatro lechuzas comunes, una parda y un cárabo.

—¿Cuántos ejemplares has pedido? —preguntó Harry, agarrando la copa de Hermione antes de que la tiraran las lechuzas, que se empujaban unas a otras intentando acercarse a ella para entregar la carta primero.

—¿Qué demonios...? —exclamó Hermione, que cogió la carta de la lechuza gris, la abrió y comenzó a leerla—. Pero ¡bueno! ¡Hay que ver! —farfulló, poniéndose colorada.

—¿Qué pasa? —inquirió Ron.

—Es... ¡ah, qué ridículo...!

Le pasó la carta a Harry, que vio que no estaba escrita a mano, sino compuesta a partir de letras que parecían recortadas de
El Profeta
:

eRes una ChicA malVAdA. HaRRy PottEr se merEce alGo MejoR quE tú. vUelve a tU sitIO, mUggle.

—¡Son todas por el estilo! —dijo Hermione desesperada, abriendo una carta tras otra—. «Harry Potter puede llegar mucho más lejos que la gente como tú...» «Te mereces que te escalden en aceite hirviendo... » ¡Ay!

Acababa de abrir el último sobre, y un líquido verde amarillento con un olor a gasolina muy fuerte se le derramó en las manos, que empezaron a llenarse de granos amarillos.

—¡Pus de
bubotubérculo
sin diluir! —dijo Ron, cogiendo con cautela el sobre y oliéndolo.

Con lágrimas en los ojos, Hermione intentaba limpiarse las manos con una servilleta, pero tenía ya los dedos tan llenos de dolorosas úlceras que parecía que se hubiera puesto un par de guantes gruesos y nudosos.

—Será mejor que vayas a la enfermería —le aconsejó Harry al tiempo que echaban a volar las lechuzas—. Nosotros le explicaremos a la profesora Sprout adónde has ido...

—¡Se lo advertí! —dijo Ron mientras Hermione se apresuraba a salir del Gran Comedor, soplándose las manos—. ¡Le advertí que no provocara a Rita Skeeter! Fíjate en ésta. —Leyó en voz alta una de las cartas que Hermione había dejado en la mesa—. «He leído en
Corazón de bruja
cómo has jugado con Harry Potter, y quiero decirte que ese chico ya ha pasado por cosas muy duras en esta vida. Pienso enviarte una maldición por correo en cuanto encuentre un sobre lo bastante grande.» ¡Va a tener que andarse con cuidado!

Hermione no asistió a Herbología. Al salir del invernadero para ir a clase de Cuidado de Criaturas Mágicas, Harry y Ron vieron a Malfoy, Crabbe y Goyle descendiendo la escalinata de la puerta del castillo. Pansy Parkinson iba cuchicheando y riéndose tras ellos con el grupo de chicas de Slytherin. Al ver a Harry, Pansy le gritó:

—Potter, ¿has roto con tu novia? ¿Por qué estaba tan alterada en el desayuno?

Harry no le hizo caso: no quería darle la satisfacción de que supiera cuántos problemas les estaba causando el artículo de
Corazón de bruja
.

Hagrid, que en la clase anterior les había dicho que ya habían acabado con los unicornios, los esperaba fuera de la cabaña con una nueva remesa de cajas. Al verlas, a Harry se le cayó el alma a los pies. ¿Les tocaría cuidar otra camada de
escregutos
? Pero, cuando llegaron lo bastante cerca para echar un vistazo, vieron un montón de animalitos negros de aspecto esponjoso y largo hocico. Tenían las patas delanteras curiosamente planas, como palas, y miraban a la clase sin dejar de parpadear, algo sorprendidos de la atención que atraían.

—Son
escarbatos
—explicó Hagrid cuando la clase se congregó en torno a ellos—. Se encuentran sobre todo en las minas. Les gustan las cosas brillantes... Mirad.

Uno de los
escarbatos
dio un salto para intentar quitarle de un mordisco el reloj de pulsera a Pansy Parkinson, que gritó y se echó para atrás.

—Resultan muy útiles como detectores de tesoros —dijo Hagrid contento—. Pensé que hoy podríamos divertirnos un poco con ellos. ¿Veis eso? —Señaló el trozo grande de tierra recién cavada en la que Harry lo había visto trabajar desde la ventana de la lechucería—. He enterrado algunas monedas de oro. Tengo preparado un premio para el que coja al
escarbato
que consiga sacar más. Pero lo primero que tenéis que hacer es quitaros las cosas de valor; luego escoged un
escarbato
y preparaos para soltarlo.

Harry se quitó el reloj, que sólo llevaba por costumbre, dado que ya no funcionaba, y lo guardó en el bolsillo. Luego cogió un
escarbato
, que le metió el hocico en la oreja, olfateando. Era bastante cariñoso.

—Esperad —dijo Hagrid mirando dentro de una caja—, aquí queda un
escarbato
. ¿Quién falta? ¿Dónde está Hermione?

—Ha tenido que ir a la enfermería —explicó Ron.

—Luego te lo explicamos —susurró Harry, viendo que Pansy Parkinson estaba muy atenta.

Era con diferencia lo más divertido que hubieran visto nunca en clase de Cuidado de Criaturas Mágicas. Los
escarbatos
entraban y salían de la tierra como si ésta fuera agua, y acudían corriendo a su estudiante respectivo para depositar el oro en sus manos. El de Ron parecía especialmente eficiente. No tardó en llenarle el regazo de monedas.

—¿Se pueden comprar y tener de mascotas, Hagrid? —le preguntó emocionado, mientras su
escarbato
volvía a hundirse en la tierra, salpicándole la túnica.

—A tu madre no le haría gracia, Ron —repuso Hagrid sonriendo—, porque destrozan las casas. Me parece que ya deben de haberlas recuperado todas —añadió paseando por el trozo de tierra excavado, mientras los
escarbatos
continuaban buscando—. Sólo enterré cien monedas. ¡Ah, ahí está Hermione!

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