Authors: Marqués de Sade
»Las decanas obligan a comer en las comidas, y si se persistiera en no querer hacerlo, por el motivo que fuera, a la tercera vez serás severamente castigada. La cena de los monjes se compone de tres platos de asado, de seis entrantes seguidos por una pieza fría y ocho postres, fruta, tres tipos de vinos, café y licores. A veces, nos sentamos las ocho a la mesa con ellos; otras obligan a cuatro de nosotras a servirles, y cenamos después; ocurre también de vez en cuando que sólo toman cuatro mujeres para cenar; en tal caso, suelen ser clases enteras, y cuando somos ocho, siempre hay dos de cada clase. Inútil decirte que jamás nos visita nadie; ningún extraño, bajo ningún pretexto, entra en este pabellón. Si caemos enfermas, nos cuida el único lego cirujano, y si morimos, es sin ninguna ayuda religiosa; nos arrojan a uno de los espacios formados por los setos, y eso es todo; pero por una insigne crueldad, si la enfermedad llega a ser demasiado grave, o se teme el contagio, no esperan a que muramos para enterrarnos; se nos llevan y nos colocan donde te he dicho, todavía en vida; desde los dieciocho años estoy aquí, he visto más de diez ejemplos de esta insigne ferocidad; dicen a eso que es mejor perder una que arriesgar dieciséis; que, además, la pérdida de una mujer es tan leve, tan fácilmente reparable, que no hay por qué lamentarla.
»Pasemos a la satisfacción de los placeres de los frailes y a todo lo que se refiere a esta parte.
»Aquí nos levantamos a las nueve en punto de la mañana, en cualquier estación; nos acostamos más o menos tarde, según la cena de los monjes. Apenas nos hemos levantado, viene a visitarnos el regente de día, se sienta en un gran sillón, y allí, cada una de nosotras está obligada a colocarse delante de él con las faldas arremangadas por el lado que prefiere; toca, besa, examina, y cuando todas han cumplido este deber, designa a las que deben asistir a la cena; les ordena el estado en que deben encontrarse, recoge las quejas por parte de la decana, y se imponen los castigos. Rara vez sale sin una escena de lujuria en la que utiliza habitualmente a las ocho. La decana dirige estos actos libidinosos, y por nuestra parte reina la más total sumisión. Antes del desayuno, ocurre con frecuencia que uno de los reverendos padres reclama en su cama a una de nosotras; el hermano carcelero trae un papel con el nombre de la que quiere; aunque el regente de día la ocupara entonces, no tiene derecho a retenerla, se va, y regresa cuando la despiden. Acabada esta primera ceremonia, desayunamos; desde ese momento hasta la noche, ya no tenemos nada que hacer; pero a las siete en verano y a las seis en invierno, vienen a buscar a las que han sido designadas; el propio hermano carcelero las conduce, y, después de la cena, las que no han sido retenidas por la noche vuelven al serrallo. Con frecuencia no queda ninguna, y envían a buscar para la noche a otras nuevas; y se las avisa igualmente, con varias horas de antelación, del traje con que deben presentarse; a veces sólo se acuesta la mujer de retén.
–La mujer de retén –la interrumpí–, ¿qué es este nuevo cargo?
–Ahora te lo digo –me contestó mi narradora–. Todos los primeros de mes, cada fraile adopta una mujer que durante este período debe servirle tanto de criada como de comodín a sus indignos deseos; sólo están exceptuadas las decanas, debido al deber de su cámara. No pueden cambiarlas a lo largo del mes, ni retenerlas dos meses seguidos; nada tan cruel ni tan duro como las tareas de ese servicio, y no sé cómo te acostumbrarás a él. Así que suenan las cinco de la tarde, la mujer de retén baja al lado del monje que sirve, y ya no le abandona hasta la mañana siguiente, a la hora en que él pasa al convento. Ella lo recupera a su vuelta; estas pocas horas las utiliza en comer y en descansar, pues tiene que velar las noches que pasa al lado de su amo; te lo repito, esta desdichada está ahí para servir de comodín a todos los caprichos que se le pueden ocurrir al libertino: bofetones, azotes, insultos, placeres, tiene que soportarlo todo; debe pasar de pie la noche en la habitación de su dueño y siempre dispuesta a ofrecerse a las pasiones que puedan agitar al tirano; pero la más cruel, la más ignominiosa de estas servidumbres, es la terrible obligación que tiene de presentar su boca o su pecho a una u otra necesidad de ese monstruo; no utiliza jamás ningún otro recipiente: tiene que recibirlo todo, y la más leve repugnancia es castigada inmediatamente con los tormentos más bárbaros. En todas las escenas de lujuria, son esas mujeres las que ayudan a los placeres, las que los cuidan y limpian todo lo que ha podido ser manchado: ¿un monje lo ha sido al acabar de gozar de una mujer? A la boca de la siguiente le corresponde reparar este desorden. ¿Quiere ser excitado? Es tarea de esta desdichada; lo acompaña a todos los lugares, lo viste, lo desnuda, le sirve, en una palabra, en todos sus instantes, siempre lo hace mal, y siempre la pegan; en las cenas, su lugar está, o detrás de la silla de su amo, o, como un perro, a sus pies, debajo de la mesa, o de rodillas, entre sus muslos, excitándole con la boca; a veces le sirve de asiento o de candelabro; otras veces estarán las cuatro alrededor de la mesa, en las actitudes más lujuriosas, pero al mismo tiempo más incómodas. Si pierden el equilibrio, corren el peligro de caer sobre unas espinas puestas cerca de allí, o de partirse un miembro, o incluso de matarse, cosa de la que ya hay algún ejemplo; y durante ese tiempo los malvados se divierten, se propasan, se embriagan a placer de comida, de vino, de lujuria y de crueldad.
–¡Oh, cielo santo! ––dije a mi compañera estremeciéndome horrorizada–. ¡Cómo es posible llegar a tales excesos! ¡Qué infierno!
–Escucha, Thérèse, escucha, criatura, estás lejos todavía de saberlo todo –dijo Omphale–. El estado de preñez, reverenciado en el mundo, es una reprobación segura entre esos infames, no evita los castigos, ni las guardias; es, por el contrario, un vehículo para las penas, las humillaciones, los pesares. ¡Cuántas veces a fuerza de golpes hacen abortar a aquellas cuyo fruto no están decididos a recoger! Y si lo recogen, es para disfrutar de él: lo que ahora te digo debe bastarte para pensar en evitar este estado el mayor tiempo posible.
–Pero ¿se puede hacer?
–Sin duda, hay unas esponjas... Pero si Antonin las descubre, no hay modo de escapar a su indignación; lo más seguro es sofocar la impresión de la naturaleza desarmando la imaginación y, con semejantes malvados, eso no es difícil.
»Por otra parte –prosiguió mi maestra–, aquí hay relaciones y parentescos que tú no imaginas, y que es bueno explicarte, pero esto al entrar en el cuarto capítulo, o sea el de nuestras reclutas, nuestras bajas y nuestros cambios, voy a iniciarlo para incluir en él este pequeño detalle.
»No ignoras, Thérèse, que los cuatro monjes que forman este convento están a la cabeza de la orden, los cuatro son de familias distinguidas, y los cuatro muy ricos por cuenta propia. Al margen de los fondos considerables puestos por la orden de los benedictinos para el mantenimiento de este voluptuoso retiro, al que todos tienen la esperanza de llegar algún día, los que están aquí añaden además a esos fondos una parte considerable de sus bienes; ambas cosas reunidas alcanzan a más de cien mil escudos por año, que sólo sirven para el reclutamiento o los gastos de la casa. Cuentan con doce mujeres de absoluta confianza, encargadas únicamente de la tarea de entregarles cada mes una persona, entre los doce y los treinta años, ni por debajo, ni por encima. La persona debe estar carente de cualquier defecto y dotada de las máximas cualidades posibles, pero principalmente de un origen distinguido. Estos secuestros, bien pagados, y siempre realizados muy lejos de aquí, no provocan ningún inconveniente; jamás he visto que surgieran quejas. Sus extremas precauciones les ponen al cubierto de todo; no aspiran en absoluto a las primicias; una joven ya seducida, o una mujer casada, les gusta igualmente; pero es preciso que el rapto se haya producido, que sea comprobado; esta circunstancia les excita; quieren estar seguros de que sus crímenes cuestan lágrimas; devolverían a una joven que se entregara a ellos voluntariamente; si tú no te hubieras defendido prodigiosamente, si no hubieran descubierto un fondo real de virtud en ti, y por consiguiente la certeza de un crimen, no te hubieran conservado ni veinticuatro horas. Así, pues, todo lo que hay aquí, Thérése, es de la mejor cuna; ahí donde me ves, querida amiga, yo soy la hija única del conde de ***, secuestrada en París a la edad de doce años, y destinada a poseer un día cien mil escudos de dote; fui arrebatada de los brazos de mi gobernanta que me devolvía a solas en un coche, de una finca de mi padre a la abadía de Panthémont, en donde era educada; mi gobernanta desapareció; verosímilmente estaba comprada; me trajeron aquí en diligencia. Todas las demás están en el mismo caso. La muchacha de veinte años pertenece a unas de las familias más distinguidas del Poitou. La de dieciséis es hija del barón de ***, uno de los más grandes señores de la Lorena; condes, duques y marqueses son los padres de la de veintitrés, de la de doce y de la de treinta y dos; ni una, en suma, que no pueda reclamar los títulos más importantes, y ni una que no sea tratada con la más extrema ignominia. Pero estos infames no se contentan con tamaños horrores; han querido deshonrar el seno mismo de su propia familia. La joven de veintiséis, una de las más bellas sin duda, es la sobrina de Clément, y la de treinta y seis es la sobrina de Jérôme.
»En cuanto una nueva joven llega a esta cloaca impura, en cuanto está sustraída para siempre del universo, dan de baja inmediatamente a otra, y ahí está, querida muchacha, ahí está el complemento de nuestros dolores; el más cruel de nuestros males es ignorar lo que nos ocurre, en estas terribles e inquietantes bajas. Es absolutamente imposible decir lo que pasa al abandonar estos lugares. Tenemos todas las pruebas que nuestra soledad nos permite adquirir que las mujeres dadas de baja por los monjes no reaparecen jamás; ellos mismos nos previenen, no nos ocultan que este retiro es nuestra tumba; pero ¿nos asesinan? ¡Justo cielo!, ¿el homicidio, el más execrable de los crímenes sería, pues, para ellos, como para aquel célebre mariscal de Retz,
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una especie de placer cuya crueldad, exaltando su pérfida imaginación, consigue sumir sus sentidos en la más viva ebriedad? Acostumbrados a disfrutar únicamente con el dolor, a deleitarse sólo con los tormentos y los suplicios, ¿es posible que se extravíen hasta el punto de creer que redoblándolos, que mejorando la primera causa del delirio, tuvieran inevitablemente que hacerlo más perfecto, y entonces, tan sin principios como sin fe, tan sin modales como sin virtudes, los tunantes, abusando de las desdichas en que sus primeros desmanes nos sumieron, se solacen con unos segundos que nos arrancan la vida? No sé... Si se les pregunta sobre ello, balbucean y a veces dicen que no y a veces que sí; lo que hay de seguro es que ninguna de las que han salido, por muchas promesas que nos hayan hecho de denunciar a estas personas y de contribuir a nuestra liberación, ninguna, repito, ha cumplido su palabra... Una vez más, ¿acallan nuestras denuncias, o nos colocan fuera de la situación de hacerlas? Cuando preguntamos a las que llegan noticias de las que nos han abandonado, jamás saben nada. ¿Qué les ocurre, pues, a estas desdichadas? Eso es lo que nos atormenta, Thérése, ahí está la fatal incertidumbre que amarga nuestros días. Llevo dieciocho años en esta casa, he visto salir de ella más de doscientas mujeres... ¿Dónde están? ¿Por qué todas han jurado ayudarnos y ninguna ha mantenido su palabra?
»Nada, además, justifica nuestra jubilación; la edad, el cambio de facciones, todo da igual, el capricho es su única regla. Hoy despedirán a las que acariciaron ayer; y conservarán durante diez años a aquellas de las que están más hartos; ésta es la historia de la decana de nuestra sala; lleva doce años en la casa, la siguen celebrando, y he visto, para mantenerla, despedir a criaturas de quince años cuya belleza habría puesto celosas a las Gracias. La que se fue, hace ocho días, no tenía dieciséis años cumplidos: hermosa como la propia Venus, sólo llevaban un año disfrutando de ella, pero quedó preñada, y ya te he dicho, Thérése, en esta casa es una gran culpa. El mes pasado, despidieron a una de diecisiete años. Hace un año, a una de veinte, preñada de ocho meses; y últimamente a otra en el instante en que sentía los primeros dolores del parto. No te imagines que el comportamiento tenga alguna importancia: las he visto que se adelantaban a sus deseos, y que se iban al cabo de seis meses; y a otras, malhumoradas y embusteras, las conservaban un gran número de años. Así que es inútil recomendar a las recién llegadas un tipo cualquiera de conducta; la fantasía de estos monstruos rompe todos los frenos y se convierte en la única ley de sus actos.
»Cuando debes ser despedida, te avisan por la mañana, nunca antes, el regente del día aparece a las nueve como de costumbre, y supongo que te dice: "Omphale, el convento te despide, vendré a buscarte por la noche". Después prosigue su tarea. Pero en el examen ya no te ofreces a él, luego sale; la despedida abraza a sus compañeras, les promete mil y mil veces que las ayudará, que presentará una denuncia, que contará lo que ocurre; suena la hora, aparece el fraile, la mujer se va, y ya no se vuelve a oír hablar más de ella. Sin embargo, la cena se celebra como de costumbre, las únicas observaciones que hemos hecho esos días es que los monjes llegan rara vez a los últimos episodios del placer, diríase que se cuidan, sin embargo beben mucho más, a veces hasta la ebriedad; nos despiden mucho antes, no se queda ninguna mujer para acostarse, y las muchachas de retén se retiran al serrallo.
–Bueno, bueno –le dije a mi compañera–, si nadie os ha ayudado es porque sólo habéis tratado con criaturas débiles, intimidadas, o con niñas que no se han atrevido a nada por vosotras. Yo no tengo miedo de que nos maten, por lo menos no lo creo, es imposible que unos seres razonables puedan llevar el crimen hasta este punto... Sé muy bien que... Después de todo lo que he visto, quizá no debiera justificar a los hombres como lo hago, pero es imposible, querida, que puedan realizar unos horrores cuya misma idea es inconcebible. ¡Oh!, querida compañera –continué con calor–, ¿quieres hacer conmigo esta promesa a la que juro no faltar?... ¿Quieres?
–Sí.
–¡Pues bien! Te juro por lo más sagrado, por el Dios que me anima y al que únicamente adoro..., te prometo que o moriré en el empeño, o destruiré a estos infames; ¿me prometes tú otro tanto?