Authors: Marqués de Sade
–Un momento –dijo el fraile enfurecido–, quiero fustigar a un tiempo el más hermoso de los traseros y el más dulce de los senos.
Me pone de rodillas, y colocando a Armande delante de mí, le hace abrir las piernas, de manera que mi boca se halla a la altura de su bajo vientre, y mi pecho entre sus muslos, debajo de su trasero. Con ello, el monje tiene lo que quiere al alcance de la mano, tiene bajo el mismo punto de vista las nalgas de Armande y mis pechos; golpea unas y otros con encarnizamiento, pero mi compañera, para protegerme de unos golpes que son mucho más peligrosos para mí que para ella, tiene la amabilidad de agacharse y así protegerme, recibiendo ella misma unos azotes que sin duda me hubieran herido. Clément descubre la artimaña y cambia de posición.
No conseguirás nada –dijo encolerizado–, y si hoy quiero perdonarle esa parte, sólo será para maltratarle otra por lo menos tan delicada.
Al levantarme, vi que tantas infamias no habían sido inútiles: el libertino se encontraba en el más brillante de los estados, pero no por ello menos furioso. Cambia de arma, abre un armario que contiene varias disciplinas, saca una con puntas de hierro que me hace estremecer.
–Mira, Thérèse –me dice mostrándomela–, ya verás lo delicioso que es azotar con eso... ya lo notarás, ya lo notarás, bribona, pero de momento prefiero utilizar éste...
Era de cuerdecillas anudadas en doce cabos; al final de cada uno había un nudo más fuerte que los demás y del grosor de un hueso de ciruela.
–¡Venga, el galope...!, ¡el galope! –le dijo a su sobrina.
Esta, que sabía de qué se trataba, se pone inmediatamente de cuatro patas, con la grupa lo más elevada posible, y me dice que la imite: lo hago. Clément cabalga sobre mis riñones, con la cabeza del lado de mi grupa; Armande, ofreciendo la suya, está frente a él: el malvado, viéndonos a ambas perfectamente a su alcance, lanza unos golpes furiosos sobre los encantos que le ofrecemos; pero como, en esta postura, abrimos al máximo la delicada parte que diferencia nuestro sexo del de los hombres, el bárbaro dirige allí sus golpes, las ramas largas y flexibles del látigo que utiliza penetran en el interior con mucha mayor facilidad que las varillas, y dejan allí las huellas profundas de su rabia. Golpea alternativamente a una y a otra: tan buen jinete como intrépido fustigador, . cambia varias veces de montura: estamos agotadas, y las titilaciones de dolor alcanzan tal violencia que ya casi no es posible soportarlas.
–¡Levantaos! –nos dice entonces recuperando las varas–, sí, levantaos y temedme.
Sus ojos brillan, saca espuma por la boca. Igualmente amenazadas en todo el cuerpo, lo esquivamos..., corremos como locas por toda la habitación, nos sigue, golpeando indistintamente a cualquiera de las dos. El malvado nos llena de sangre; al final nos arrincona a ambas entre la cama y la pared. Los golpes aumentan: la desdichada Armande recibe uno en el pecho que la hace tambalearse: este último horror determina el éxtasis, y mientras mi espalda recibe sus efectos crueles, mis riñones se inundan con las pruebas de un delirio cuyos resultados son tan peligrosos.
–Acostémonos –me dice al fin Clément–. Puede que haya sido demasiado para ti, Thérèse, y ciertamente no suficiente para mí. Jamás me canso de esta manía, aunque sólo sea una imagen imperfecta de lo que quisiera realmente hacer. ¡Ah!, querida, no sabes hasta dónde nos lleva :esta depravación, la ebriedad en que nos sume, la violenta conmoción que provoca, por el fluido eléctrico, la excitación producida por el dolor sobre el objeto que sirve nuestras pasiones. ¡Cómo me estimulan sus males! El deseo de aumentarlos..., ahí está el escollo de esta fantasía, ya lo sé, pero ¿este escollo es temible para quien se mofa de todo?
Aunque la mente de Clément siguiera entusiasmada, al ver sus sentidos algo más apaciguados, me atreví, contestando a lo que acababa de decir, a reprocharle la depravación de sus gustos; y creo que la manera como ese libertino los justificó merece tener un espacio en las confesiones que exigís de mí.
–La cosa, sin duda, más ridícula del mundo, mi querida Thérèse –me dijo Clément–, es querer discutir sobre los gustos del hombre, contrariarlos, censurarlos o castigarlos, si no encajan en las leyes del país en que se vive, o en sus convenciones sociales. ¡Y qué! ¡Los hombres jamás entenderán que no hay ningún tipo de gusto, por extravagante, por criminal incluso que quepa suponerlo, que no dependa del tipo de estructura que hemos recibido de la naturaleza! Dicho eso, me pregunto con qué derecho un hombre se atreverá a exigir a otro que cambie sus gustos o que los adecue al orden social. ¿Con qué derecho incluso las leyes, que sólo están hechas para la felicidad del hombre, se atreverán a sancionar a quien no puede corregirse, o que sólo lo conseguiría a expensas de esa felicidad que deben conservarle las leyes? Incluso en el caso de que deseara cambiar de gustos, ¿podría hacerlo? ¡Está en nuestra mano modificarnos? ¿Podemos ser otra cosa de lo que somos? ¿Se lo exigirías a un hombre contrahecho, y esta inconformidad de nuestros gustos es algo diferente respecto a la moral de lo que es respecto al físico la imperfección del hombre contrahecho?
»Te concedo que entremos en detalles. La inteligencia que te reconozco, Thérèse, te pone en situación de entenderlos. Veo que dos irregularidades te han sor prendido entre nosotros. Te maravillas de la sensación estimulante experimentada por algunos de nuestros compañeros por cosas vulgarmente reconocidas como fétidas o impuras, y también te extraña que nuestras facultades voluptuosas puedan ser estimuladas por unas acciones que, en tu opinión, sólo llevan el emblema de la crueldad. Analicemos ambos gustos, e intentemos, si es posible, convencerte de que no hay nada más sencillo en el mundo que los placeres que provocan.
»Tú pretendes que es extraño que unas cosas sucias y crapulosas puedan producir en nuestros sentidos la excitación esencial para el complemento de su delirio; pero antes de asombrarse por ello, querida Thérèse, hay que entender que los objetos no tienen más valor ante nuestros ojos que el que les da nuestra imaginación. Así que es muy posible, a partir de esta verdad constante, que no sólo las cosas más extravagantes, sino incluso las más viles y más horribles, puedan afectarnos muy sensiblemente. La imaginación del hombre es una facultad de su mente a la que, mediante el órgano de los sentidos, van a pintarse y modificarse los objetos, para formar a continuación sus pensamientos, debido a la primera impresión de estos objetos. Pero esta imaginación, resultante ella misma del tipo de organización de que está dotado el hombre, sólo adopta los objetos recibidos de tal o cual manera, y sólo crea a continuación los pensamientos a partir de los efectos producidos por el choque de los objetos percibidos. Una comparación facilitará ante tus ojos lo que te expongo. ¿Has visto, Thérèse, espejos de formas diferentes? Unos disminuyen los objetos, otros los aumentan. Los hay que los vuelven espantosos, y otros que les prestan encantos. ¿Te imaginas ahora que si cada uno de esos espejos uniera la facultad creadora a la facultad objetiva ofrecería, de un mismo hombre que se contemplara en él, retratos totalmente diferentes? ¿Y estos retratos responderían a la manera como ha percibido el objeto? Si a las dos facultades que acabamos de atribuir a este espejo, uniéramos ahora la de la sensibilidad, ¿no tendría hacia este hombre, visto por él de tal o cual manera, el tipo de sentimiento que le fuera posible concebir para la clase de ser que habría descubierto? El espejo que lo hubiera visto bello, lo amaría; el que lo hubiera visto espantoso, lo odiaría. Y, sin embargo, se trataría siempre del mismo individuo.
»Así es la imaginación del hombre, Thérèse; el mismo objeto se representa para ella bajo tantas formas como diferentes modos posee, y es a partir del efecto recibido por esta imaginación del objeto, sea cual fuere, que se decide a amarlo o a odiarlo. Si el choque del objeto percibido le sorprende de manera agradable, lo ama, lo prefiere, aunque ese objeto no contenga en sí ningún atractivo real; y si dicho objeto, aunque de un valor seguro a los ojos de otro, sólo ha afectado la imaginación a que nos referimos de manera desagradable, se alejará de él, porque cualquiera de nuestros sentimientos se forma y se realiza debido al producto de los diferentes objetos sobre la imaginación. Nada sorprendente, a partir de ahí, que lo que gusta vivamente a unos pueda disgustar a otros, e, inversamente, que la cosa más extravagante encuentre, sin embargo, partidarios... El hombre contrahecho también encuentra unos espejos que lo hacen bello.
»Ahora bien, si admitimos que el goce de los sentidos depende siempre de la imaginación, y está regulado siempre por la imaginación, ya no habrá que sorprenderse de las numerosas variaciones que la imaginación sugerirá en tales goces, de la infinita variedad de gustos y de pasiones diferentes que parirán las diferentes desviaciones de esta imaginación. Dichos gustos, aunque lujuriosos, no deberán sorprender más que los de tipo sencillo; no hay ninguna razón para considerar una fantasía de mesa menos extraordinaria que una fantasía de cama; y en uno u otro género, no es más asombroso idolatrar una cosa que la generalidad de los hombres considera detestable de lo que lo es amar otra generalmente reconocida como buena. La unanimidad demuestra la conformidad en los órganos, pero nada en favor de la cosa amada. Las tres cuartas partes del universo pueden considerar delicioso el aroma de una rosa, sin que eso pueda servir de prueba, ni para condenar a la cuarta parte que podría considerarlo malo, ni para demostrar que ese aroma sea realmente agradable.
»Así pues, si existen seres en el mundo cuyos gustos chocan con todos los prejuicios admitidos, no sólo no hay que asombrarse en absoluto de ellos, no sólo no hay que sermonearlos, ni castigarlos; sino que hay que servirlos, contentarlos, aniquilar todos los frenos que los estorban, y darles, si se quiere ser justo, todos los medios de satisfacerse sin peligro; porque ha dependido tan poco de ellos tener este gusto extravagante como ha dependido de ti ser inteligente o estúpido, estar bien hecho o ser jorobado. En el seno de la madre se fabrican los órganos que deben hacernos susceptibles de tal o cual fantasía; los primeros objetos descubiertos, las primeras conversaciones oídas acaban de determinar el resorte: se forman los gustos, y ya nada en el mundo puede destruirlos. Por mucho que se empeñe la educación, no cambia nada, y el que debe ser un malvado lo es con tanta seguridad, por buena que sea la educación que se le haya dado, como corre con toda seguridad hacia la virtud aquel cuyos órganos se encuentran dispuestos para el bien, aunque el maestro haya fallado. Ambos han actuado de acuerdo con su estructura, de acuerdo con las impresiones que habían recibido de la naturaleza, y el primero es tan poco digno de castigo como el segundo de recompensa.
»Lo más singular es que, en tanto que sólo se trata de cosas fútiles, no nos asombramos de la diferencia de gustos, pero así que se trata de la lujuria, he aquí que todo se alborota. Las mujeres siempre preocupadas de sus derechos, las mujeres, a las que su debilidad y su escaso valor obligan a no perder nada, se estremecen a cada instante de que se les quite algo, y si desgraciadamente se ponen en práctica en el goce unos procedimientos que chocan su culto, lo llaman crímenes dignos del cadalso. Y, sin embargo, ¡qué injusticia! ¿El placer de los sentidos debe hacer mejor a un hombre que los restantes placeres de la vida? En pocas palabras, ¿el templo de la generación debe fijar mejor nuestras inclinaciones, despertar con mayor seguridad nuestros deseos, que la parte del cuerpo, o más contraria o más alejada de él, que la emanación de ese cuerpo, o más fétida o más repugnante? ¡Me parece que no tiene por qué parecer más asombroso ver a un hombre practicar la singularidad en los placeres del libertinaje de lo que debe serlo verle utilizarla en las otras funciones de la vida! Una vez más, en ambos casos su singularidad es el resultado de sus órganos: ¿es culpa suya que lo que os afecta sea nulo para él, o que sólo se conmueva con lo que os repugna? ¿Qué hombre no reformaría al instante sus gustos, sus afectos, sus inclinaciones en el plano general, y no le gustaría ser como todo el mundo en lugar de singularizarse, si fuera dueño de hacerlo? Pretender castigar a un hombre semejante es la más estúpida y la más bárbara de las intolerancias; no es más culpable hacia la sociedad, sean cuales fueren sus extravíos, de lo que lo es, como acabo de decir, aquel que llegó al mundo tuerto o tullido. Y es tan injusto castigar o burlarse de éste como afligir al otro o reírse de él. El hombre dotado de gustos singulares es un enfermo; es, si lo prefieres, una mujer con humores histéricos. ¿Se te ha ocurrido jamás la idea de castigar o contrariar a ninguno de los dos? Seamos igualmente justos con el hombre cuyos caprichos nos sorprenden; absolutamente semejante al enfermo o a la histérica, es como ellos digno de compasión y no de censura. Esta es, en el plano moral, la excusa de las personas de que tratamos; sin duda, en el plano físico, la encontraríamos con idéntica facilidad, y cuando la anatomía se perfeccione se demostrará fácilmente, a través de ella, la relación de la estructura del hombre con los gustos que la habrán afectado. Pedantes, verdugos, carceleros, legisladores, canalla tonsurada, ¿qué haréis cuando lleguemos a ese punto? ¿En qué se convertirán vuestras leyes, vuestra moral, vuestra religión, vuestras horcas, vuestro paraíso, vuestros dioses, vuestro infierno, cuando se demuestre que tal o cual curso de licores, tal suerte de fibras, tal grado de acritud en la sangre o en los humores animales bastan para convertir a un hombre en el objeto de vuestros castigos o de vuestras recompensas? Prosigamos: ¿los gustos crueles te asombran?
¿Cuál es el objetivo del hombre que disfruta? ¿No es el de dar a sus sentidos toda la excitación de que son capaces, a fin de llegar mejor y más cálidamente, por medio de ello, a la última crisis... crisis preciosa que caracteriza el placer de bueno o de malo, según la mayor o menor actividad con que se ha alcanzado esta crisis? Ahora bien, ¿no es un sofisma insostenible atreverse a afirmar que es necesario para mejorarla que sea compartida por la mujer? ¿Acaso no es evidente que la mujer no puede compartir nada con nosotros sin arrebatárnoslo, y que todo lo que ella roba debe ser necesariamente a nuestras expensas? Y me pregunto entonces, ¿qué necesidad hay de que una mujer goce cuando nosotros gozamos? ¿Existe en esta actitud otro sentimiento que el halago que recibe el orgullo? ¿Y no se obtiene de una manera mucho más estimulante la. percepción de este sentimiento orgulloso obligando, al contrario, con dureza a esta mujer a dejar de gozar, a fin de hacernos gozar, a fin de que nada le impida ocuparse de nuestro goce? ¿La tiranía no halaga el orgullo de una manera mucho más viva que las buenas obras? En una palabra, ¿el que impone no es el amo con mucha mayor seguridad que el que comparte? Pero ¿cómo se le pudo ocurrir a un hombre razonable que la delicadeza tuviera algún valor en materia de placer? Es absurdo querer defender que sea necesaria; jamás añade nada al placer de los sentidos: digo más, lo perjudica. Amar es una cosa muy diferente a disfrutar; la prueba está en que se ama todos los días sin disfrutar, y con mayor frecuencia aún se disfruta sin amar. Toda la delicadeza que mezclemos a las voluptuosidades de que hablamos sólo puede darse al goce de la mujer a expensas del goce del hombre, y mientras éste se procura por hacer gozar, seguramente no goza, o su goce sólo es intelectual, o sea quimérico y muy inferior al de los sentidos. No, Thérèse, no, no cesaré de repetirlo, es completamente inútil que un goce sea compartido para ser vivo; y para que este tipo de placer sea tan excitante como puede llegar a ser, es, por el contrario, muy esencial que el hombre sólo goce a expensas de la mujer, que tome de ella (sea cual fuere la sensación que ella experimente) todo cuanto pueda incrementar la voluptuosidad que él quiere disfrutar, sin la más leve consideración a los efectos que pueda provocar en la mujer, pues estas consideraciones le turbarán: o querrá que la mujer comparta, y entonces él ya no goza, o temerá que ella sufra, y ya le tenemos alterado. Si el egoísmo es la primera ley de la naturaleza, es muy probablemente en los placeres de la lubricidad más que en cualquier otro lugar que esta celeste madre desea que sea nuestro único móvil. Es una desdicha despreciable que, para el incremento de la voluptuosidad del hombre, tenga que descuidar o turbar la de la mujer, pues si bien esta turbación le hace ganar algo, lo que pierde el objeto que le sirve no le afecta en nada. Debe resultarle indiferente que este objeto sea feliz o desdichado, con tal de que le resulte deleitable; no existe realmente ningún tipo de relación entre este objeto y él. Sería, pues, una locura ocuparse de las sensaciones de este objeto a expensas de las propias; absolutamente imbécil si, para modificar estas sensaciones ajenas, renuncia al mejoramiento de las propias. Dicho eso, si el individuo de que hablamos está desdichadamente estructurado de manera que sólo se conmueve si produce, en el objeto que le sirve, sensaciones dolorosas, confesarás que debe entregarse a ellas sin remordimientos, ya que está ahí para disfrutar, prescindiendo de todo lo que pueda resultar para ese objeto... Insistiremos sobre este punto: sigamos avanzando por orden.