Justine (19 page)

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Authors: Marqués de Sade

Obedeciendo los consejos de Omphale, vi que estaba en una cámara muy grande en la que había ocho camitas de indiana bastante limpias; al lado de cada cama había un cuarto de aseo, pero todas las ventanas que iluminaban tanto los cuartos como la cámara distaban dos metros del suelo y estaban provistos de barrotes por dentro y por fuera. En el centro de la cámara principal había una gran mesa clavada en el suelo, para comer o para trabajar; tres puertas más forradas de hierro cerraban la cámara; ninguna cerradura a nuestro lado, cerrojos enormes al otro.

–¿Esta es nuestra prisión? –le dije a Omphale.

–¡Sí, querida mía! –me contestó–; es nuestra única vivienda; las ocho mujeres restantes tienen cerca de aquí una cámara semejante, y sólo nos comunicamos cuando les place a los monjes reunirnos.

Entré en el cuarto de aseo que me estaba destinado; ocupaba unos tres metros cuadrados; la luz procedía, como en la otra habitación, de una ventana altísima y totalmente recubierta de hierro. Los únicos muebles eran un bidé, un lavabo y un retrete. Salí; mis compañeras, impacientes por verme, me rodearon; eran siete: yo hacía la octava. Omphale, que vivía en la otra cámara, sólo estaba en ésta para instruirme; se quedaría allí si yo lo quería, y una de las de esta cámara la sustituiría en la suya; exigí este arreglo, y así se hizo. Pero antes de pasar al relato de Omphale, me parece esencial describiros las siete nuevas compañeras que me deparaba la suerte; lo haré por orden de edad, como en el caso de las primeras.

La más joven tenía doce años, una fisonomía muy viva y muy graciosa, los más hermosos cabellos y la boca más bonita.

La segunda tenía dieciséis años; era una de las rubias más hermosas que nunca había visto, unas facciones realmente deliciosas, y todas las gracias, toda la gentileza de su edad, mezcladas con una especie de expresión, fruto de su tristeza, que la hacía aún mil veces más bella.

La tercera tenía veintitrés años; muy bonita, pero un exceso de descaro y de impudor degradaba, en mi opinión, los encantos con que la había dotado la naturaleza.

La cuarta tenía veintiséis años; estaba moldeada como una Venus; con unas formas, sin embargo, un tanto exageradas; una blancura deslumbrante; la fisonomía dulce, franca y risueña, hermosos ojos, la boca un poco grande, pero con una dentadura admirable, y soberbios cabellos rubios.

La quinta tenía treinta y dos años; estaba preñada de cuatro meses, un rostro ovalado, un poco triste, con grandes ojos llenos de expresión, muy pálida, una salud delicada, una voz tierna, y escasa lozanía; libertina por naturaleza: se agotaba, me dijeron, a sí misma.

La sexta tenía treinta y tres años; una mujer alta, bien plantada, el rostro más hermoso del mundo, bellas carnes.

La séptima tenía treinta y ocho años; un auténtico modelo de estatura y de belleza; era la decana de mi cámara; Omphale me previno de su maldad, y principalmente del gusto que sentía por las mujeres.

–Ceder es la auténtica manera de gustarle –me dijo mi compañera–; resistírsele es concitar sobre la propia cabeza todos los males que pueden afligirnos en esta casa. Ya verás qué haces.

Omphale pidió a Ursule, que así se llamaba la decana, permiso para instruirme; Ursule le consintió con la condición de que fuera a besarla. Me acerqué a ella: su lengua impura quiso reunirse con la mía, mientras sus dedos se empeñaban en provocar unas sensaciones que estaba muy lejos de conseguir. A pesar mío, sin embargo, tuve que prestarme a todo, y cuando creyó haber vencido, me despidió a mi cuarto de aseo, donde Omphale me habló de la siguiente manera:

–Todas las mujeres que viste ayer, querida Thérèse, y las que acabas de ver, se dividen en cuatro clases de cuatro mujeres cada una de ellas. La primera es llamada la clase de la infancia: abarca las mujeres desde la más tierna edad hasta los dieciséis años; las distingue un traje blanco.

»La segunda clase, cuyo color es el verde, se llama la clase de la juventud; comprende las mujeres de dieciséis a veinte años.

»La tercera clase es la edad del juicio; viste de azul; va de los veintiuno a los treinta; es en la que estamos nosotras dos.

»La cuarta clase, vestida de castaño dorado, está destinada a la edad madura; la forman todas las que pasan de los treinta años.

»Estas mujeres o bien se mezclan indistintamente en las cenas de los reverendos padres, o aparecen allí por clases: todo depende del capricho de los frailes, pero, al margen de las cenas, están mezcladas en las dos cámaras, como puedes juzgar por las que ocupan la nuestra.

»La instrucción que tengo que darte, me dijo Omphale, se resume en cuatro capítulos principales: en el primero trataremos de lo que se refiere a la casa; en el segundo, pondremos lo que concierne al comportamiento de las mujeres, sus castigos, su nutrición, etcétera, etcétera; el tercer capítulo te instruirá acerca de la organización de los placeres de los monjes, de la manera como las mujeres lo ejecutan; el cuarto te expondrá la historia de las bajas y de los cambios.

»No te describiré en absoluto, Thérèse, los alrededores de esta horrible casa, los conoces tan bien como yo; te hablaré sólo del
interior;
me lo han mostrado a fin de que pueda dar su imagen a las recién llegadas, de cuya educación me encargo, y quitarles mediante esta descripción cualquier deseo de evadirse. Ayer, Severino te explicó una parte: no te engañó en absoluto, querida mía. La iglesia y el pabellón contiguo forman lo que es propiamente el convento; pero tú ignoras cómo está situado el cuerpo de edificio que habitamos, cómo se llega a él; es así. En el fondo de la sacristía, detrás del altar, hay una puerta oculta en el revestimiento de madera que se abre mediante un resorte; esa puerta es la entrada de un estrecho pasillo, tan oscuro como largo, con unas sinuosidades que tu terror al entrar te impidieron, sin duda, descubrir; al principio ese pasillo desciende, porque es preciso que pase debajo de un foso de diez metros de profundidad, luego sube a lo largo de la anchura del foso, y sólo queda a seis pies debajo del suelo; así es como llega a los subterráneos de nuestro pabellón, alejado del otro aproximadamente un cuarto de legua. Seis espesos recintos impiden que sea posible descubrir el alojamiento, incluso para alguien encaramado al campanario de la iglesia; la razón de eso es muy sencilla: el pabellón es muy bajo, no alcanza los ocho metros, y los recintos, compuestos unos de murallas, otros de seto vivo muy espeso, tienen cada uno de ellos más de quince de altura: desde cualquier lugar que se mire, esta parte sólo puede ser tomada, por tanto, como un bosquecillo, pero jamás como una vivienda; tal como acabo de decir, la salida del oscuro pasillo que te he mencionado se efectúa por una trampilla que da a los subterráneos, y de la que es imposible que te acuerdes por el estado en que debías estar al cruzarla. Este pabellón, querida mía, se compone en conjunto de unos subterráneos, una planta baja, un entresuelo y un primer piso; la parte superior es una bóveda muy espesa cubierta por una cubeta de plomo llena de tierra, en la que están plantados unos arbustos siempre verdes que, combinando con los setos que nos rodean, confieren al conjunto un aspecto de macizo aún más real. El subterráneo consta de una gran sala en el centro y ocho gabinetes alrededor, dos de los cuales sirven de calabozos para las mujeres que han merecido tal castigo, y los seis restantes de bodegas; encima se encuentran la sala de las cenas, las cocinas, las antecocinas, y dos gabinetes donde van los frailes cuando quieren aislar sus placeres y saborearlos con nosotras, al margen de las miradas de sus compañeros. El entresuelo se compone de ocho cámaras, cuatro de las cuales disponen de un cuarto de baño; son las celdas donde duermen los monjes, y donde nos introducen cuando su lubricidad nos destina a compartir sus camas; las otras cuatro son las de los hermanos legos, uno de los cuales es nuestro carcelero, el segundo el criado de los frailes, el tercero el cirujano, que tiene en su celda cuanto se necesita para las necesidades urgentes, y el cuarto el cocinero; estos cuatro hermanos son sordomudos; así que difícilmente esperarás de ellos, como ves, consuelo o ayuda; además, jamás se paran con nosotras, y nos está prohibidísimo hablarles. La parte superior del entresuelo forma los dos serrallos; absolutamente idénticos entre sí; son, como ves, una gran cámara en la que hay ocho cuartos de aseo. Así que imagina, querida hija, en el supuesto de que rompiéramos las rejas de nuestras ventanas, y bajáramos por ellas, todavía estaríamos lejos de poder escapar, ya que restarían por franquear cinco setos vivos, una gruesa muralla y un amplio foso: si llegáramos a vencer estos obstáculos, ¿dónde daríamos entonces? En el patio del convento que, cuidadosamente cerrado, no nos ofrecería tampoco en un primer momento una salida muy segura. Confieso que otro medio de evasión, menos peligroso quizá, consistiría en encontrar en los subterráneos la boca del pasillo que conduce a él; pero ¿cómo llegar a esos subterráneos, perpetuamente encerradas como estamos? E incluso en el caso de que halláramos esa abertura, lleva a un rincón perdido, desconocido por nosotras y protegido asimismo por rejas cuya llave sólo tienen ellos. Y si pese a todo llegáramos a vencer todos estos inconvenientes y alcanzáramos el pasadizo, no por ello el camino sería más seguro para nosotras; está lleno de trampas que sólo ellos conocen, y en las que quedarían inevitablemente atrapadas las personas que quisieran recorrerlo sin ellos. Así pues, hay que renunciar a la evasión, es imposible, Thérèse; cree que si fuera practicable, hace mucho tiempo que yo habría abandonado este detestable lugar, pero no se puede. Los que están aquí sólo salen con la muerte; y de ahí nace la impudicia, la crueldad y la tiranía con que nos tratan esos malvados; nada les inflama, nada les excita más la imaginación que la impunidad que les promete este inabordable retiro; seguros de no tener más testigos de sus excesos que las mismas víctimas que los satisfacen, convencidísimos de que sus extravíos jamás serán revelados, los llevan a los más odiosos extremos; liberados del freno de las leyes, después de haber roto los de la religión y desconocer los del remordimiento, no hay atrocidad que no se permitan, y en esta apatía criminal sus abominables pasiones se sienten tan voluptuosamente estimuladas que nada les excita tanto, dicen, como la soledad y el silencio, como la debilidad de una parte y la impunidad de la otra. Los frailes se acuestan regularmente todas las noches en este pabellón, se dirigen a él a las cinco de la tarde, y regresan al convento a la mañana siguiente a eso de las nueve, a excepción de uno que, por turno, pasa aquí el día: se le llama el regente de guardia. Pronto veremos su función. En cuanto a los cuatro hermanos, no se mueven jamás; tenemos en cada cámara un timbre que comunica con la celda del carcelero; sólo la decana tiene derecho a apretarlo, pero cuando lo hace debido a sus necesidades, o a las nuestras, acude al instante. Los propios padres traen al regresar cada día las provisiones necesarias, y las entregan al cocinero que las utiliza de acuerdo con sus órdenes; en los subterráneos hay un manantial, y abundancia de vinos de todo tipo en las bodegas.

»Pasemos al segundo capítulo, que se refiere al comportamiento de las mujeres, a su alimento, a su castigo.

»Nuestro número es siempre el mismo; se toman las disposiciones necesarias para que siempre seamos dieciséis: ocho en cada cámara; y, como ves, siempre con el uniforme de nuestra clase. No acabará el día sin que te den los hábitos de aquella en la que tú ingresas; pasamos todo el día en una bata del color que nos corresponde; de noche, en levita del mismo color, peinadas lo mejor que podemos. La decana de la cámara tiene todo el poder sobre nosotras, desobedecerla es un crimen; está encargada de la tarea de inspeccionarnos antes de que nos dirijamos a las orgías, y si algo no está en el estado deseado, ella y nosotras somos castigadas. Podemos cometer varios tipos de faltas. Cada una de ellas tiene su castigo especial cuya tarifa se exhibe en las dos cámaras; el regente de día, el que viene, como te explicaré inmediatamente, a darnos órdenes, designar las mujeres de la cena, visitar nuestras habitaciones, y recibir las quejas de la decana, este fraile, digo, es el que reparte de noche el castigo que cada una ha merecido. He aquí el inventario de los castigos al lado de las culpas que nos los procuran.

»No levantarse por la mañana a la hora debida: treinta latigazos (pues casi siempre nos castigan con este suplicio; era bastante lógico que un episodio de los placeres de esos libertinos se convirtiera en su corrección predilecta); ofrecer, bien por error, bien por cualquier otra causa posible, una parte del cuerpo, en el acto de los placeres, distinta a la que deseaban: cincuenta latigazos; ir mal vestida, o mal peinada: veinte latigazos; no haber avisado de que se tiene la regla: sesenta latigazos; el día en que el cirujano ha comprobado tu preñez: cien latigazos; negligencia, imposibilidad, o rechazo en las proposiciones lujuriosas: doscientos latigazos. ¡Y cuántas veces su infernal maldad nos atrapa en falta sobre eso, sin que nosotras tengamos el más mínimo yerro! ¡Cuántas veces uno de ellos pide de repente lo que sabe perfectamente que se acaba de conceder a otro, y que no se puede repetir inmediatamente! No por ello hay que dejar de sufrir el castigo; jamás son escuchadas nuestras protestas, o nuestras quejas; hay que obedecer o aceptar el castigo. Faltas de conducta en la cámara o desobediencia a la decana: sesenta latigazos; la apariencia de lloros, de pena, de remordimiento, la sospecha misma del más mínimo retorno a la religión: doscientos latigazos. Si un monje te elige para saborear contigo la última crisis del placer y él no puede alcanzarla, sea falta suya, cosa que es muy común, o tuya: al acto, trescientos latigazos. La más mínima apariencia de repugnancia a las proposiciones de los monjes, sean de la naturaleza que sean: doscientos latigazos; un intento de evasión, una revuelta: nueve días de calabozo, completamente desnuda, y trescientos latigazos por día; murmuraciones, malos consejos, malas conversaciones entre nosotras, así que son descubiertos: trescientos latigazos; proyectos de suicidio, negativa a alimentarse como es debido: doscientos latigazos; faltar al respeto a los frailes: ciento ochenta latigazos. Esos son nuestros únicos delitos, por el resto podemos hacer lo que queramos, acostarnos juntas, pelearnos, pegarnos, llegar a los últimos excesos de la ebriedad y de la gula, jurar, blasfemar: todo eso da igual, nada se nos dice por esas faltas; sólo somos reprendidas por las que acabo de mencionarte, pero las decanas pueden evitarnos muchos de esos inconvenientes, si quieren. Desgraciadamente, esta protección sólo se compra con unas complacencias a menudo más molestas que las penas por ellas garantizadas; las de ambas salas tienen los mismos gustos, y sólo concediéndoles favores se consigue controlarlas. Si se les niegan, multiplican sin motivo la suma de tus errores, y los monjes a los que servimos, lloviendo sobre mojado, lejos de reprocharles su injusticia, las estimulan incesantemente a repetirla; ellas mismas están sometidas a todas estas reglas, y además muy severamente castigadas, si se las sospecha indulgentes. No es que estos libertinos necesiten todo eso para torturarnos, pero les resulta muy cómodo dotarse de pretextos; este aire de naturalidad presta encantos a su voluptuosidad, y la incrementa. Al entrar aquí cada una de nosotras tiene una pequeña provisión de ropa; nos dan media docena de cada cosa, y nos la renuevan cada año, pero hay que entregar lo que nosotras traemos; no se nos permite conservar nada. Las quejas de los cuatro legos de que te he hablado son atendidas como las de la decana; basta su simple delación para que se nos castigue; pero por lo menos no nos piden nada, y no son tan temibles como las decanas, muy exigentes y muy peligrosas cuando el capricho o la venganza dirige sus comportamientos. Nuestro alimento es muy bueno y siempre muy abundante; si de ello no obtuvieran unas dosis de voluptuosidad, es posible que este tema no funcionara tan bien, pero como sus sucios desenfrenos ganan con ello, no descuidan nada para atiborrarnos de comida: los que prefieren azotamos, nos tienen más rollizas, más gordas, y los que, como te decía Jerôme ayer, prefieren ver poner la gallina, están seguros, mediante una alimentación abundante, de una mayor cantidad de huevos. En consecuencia, nos sirven cuatro veces al día; para desayunar, entre las nueve y las diez, nos dan siempre un ave con arroz, frutas frescas o compotas, té, café o chocolate; a la una se nos sirve el almuerzo; cada mesa de ocho es servida de igual manera: un sabroso potaje, cuatro entrantes, un asado y cuatro dulces; postres en cualquier estación. A las cinco y media, se sirve la merienda: pasteles o frutas; la cena es sin duda excelente, si es la de los monjes; si no asistimos a ella, como entonces sólo somos cuatro por cámara, se nos sirve a la vez tres platos de asado y cuatro postres; tenemos cada una de nosotras una botella de vino blanco, otra de tinto, y media botella de licor al día; las que no beben son libres de dárselo a las demás; las hay entre nosotras muy glotonas que beben enormemente, que se emborrachan, y todo eso sin que nadie las riña; las hay también a las que estas cuatro comidas no bastan; no tienen más que llamar, y se les trae inmediatamente lo que piden.

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