Authors: Marqués de Sade
–¿Lo dudas? –me contestó Omphale–, pero puedes estar segura de la inutilidad de tus promesas. Otras más indignadas que tú, más firmes, mejor preparadas, amigas perfectas, en una palabra, que habrían dado su sangre por nosotras, han faltado a los mismos juramentos. Permíteme pues, querida Thérèse, permite a mi cruel experiencia que considere los nuestros como inútiles, y que no cuente con ellos.
–¿Y los monjes –dije a mi compañera– también cambian, llegan a menudo otros nuevos?
–No –me contestó–. Hace diez años que Antonin está aquí, Clément lleva dieciocho viviendo, Jérôme está aquí desde hace treinta, y Severino desde hace veinticinco. Este superior, nacido en Italia, es pariente próximo del Papa, con el que mantiene muy buenas relaciones, y sólo desde que él está aquí los supuestos milagros de la Virgen aseguran la reputación del convento e impiden a los maldicientes examinar desde demasiado cerca lo que ocurre aquí; pero la casa ya estaba montada como la ves, cuando él llegó. Hace más de cien años que subsiste igual y todos los superiores que han venido han conservado un orden tan ventajoso para sus placeres. Severino, el hombre más libertino de su siglo, se hizo instalar aquí para llevar una vida acorde con sus gustos. Su intención es mantener los privilegios secretos de esta abadía todo el tiempo que pueda. Pertenecemos a la diócesis de Auxerre, pero lo sepa el obispo o no, jamás lo vemos aparecer, jamás pone los pies en el convento. En general, aquí viene muy poca gente, salvo en época de la fiesta, que es la de la Virgen de agosto. Por lo que dicen los monjes, en esta casa no aparecen diez personas por año; sin embargo, es verosímil que cuando se presentan algunos extraños, el superior se preocupe de recibirlos bien; los impresiona con sus apariencias de religión y de austeridad, se van contentos, elogiando el monasterio, y la impunidad de estos malvados se apuntala así sobre la buena fe del pueblo y la credulidad de los devotos.
Omphale acababa de terminar su instrucción, cuando sonaron las nueve. La decana no tardó en llamarnos, y llegó, en efecto, el regente de día. Era Antonin, y nos colocamos en fila según la costumbre. Arrojó una breve mirada sobre el conjunto, nos contó, y después se sentó; entonces fuimos una tras otra a arremangar nuestras faldas delante de él, de un lado por encima del ombligo, del otro hasta la mitad de la cintura. Antonin recibió este homenaje con la indiferencia de la saciedad, no se alteró; después, mirándome, me preguntó cómo me sentía en la aventura. Al verme contestar con unas lágrimas, dijo riendo:
–Se acostumbrará; no hay casa en Francia donde se forme mejor a las jóvenes que en ésta.
Tomó la lista de las culpables de manos de la decana, y, después, dirigiéndose de nuevo a mí, me hizo estremecer. Cada gesto, cada movimiento con que parecía que debía someterme a esos libertinos, era para mí como una sentencia de muerte. Antonin me ordena que me siente en el borde de una cama, y, en esta posición, dice a la decana que venga a desnudar mi garganta y levantar mis faldas hasta debajo de mi seno; él mismo abre mis piernas al máximo, se sienta delante de este panorama, una de mis compañeras se coloca sobre mí en la misma postura, de modo que es el altar de la generación lo que se ofrece a Antonin en lugar de mi cara, y si disfruta, tendrá estos encantos a la altura de su boca. Una tercera joven, arrodillada delante de él, le excita con la mano, y una cuarta, totalmente desnuda, le señala con los dedos, encima de mi cuerpo, donde debe pegarme. Insensiblemente esta joven me masturba a mí, y lo que ella me hace, Antonin, con cada una de sus manos, lo hace igualmente a derecha
e izquierda a las otras dos jóvenes. Imposible imaginar los disparates, los discursos obscenos con que se excita el depravado; alcanza finalmente el estado que desea, le conducen a mí. Pero todas le siguen, todas intentan inflamarle mientras se dispone a gozar, dejando totalmente al desnudo sus partes posteriores. Omphale, que se apodera de ellas, no omite nada para excitarlas: frotes, besos, masturbaciones, lo hace todo. Antonin encendido se precipita sobre mí...
–Quiero preñarla de golpe –dice enfurecido.
Estos extravíos determinan lo físico. Antonin, cuya costumbre era prorrumpir en gritos terribles en este último instante de su ebriedad, los lanza espantosos: todas lo rodean, todas le sirven, todas colaboran en incrementar su éxtasis, y el libertino lo alcanza en medio de los episodios más extravagantes de la lujuria y de la depravación.
Este tipo de grupos se producía con frecuencia; era una regla que cuando un monje disfrutara del modo que fuera, todas las jóvenes lo rodearan, a fin de abarcar sus sentidos por todas partes, y de que la voluptuosidad pudiera, si se me permite expresarme así, penetrar más seguramente en él por todos sus poros.
Antonin salió, trajeron el desayuno; mis compañeras me obligaron a comer, yo lo hice para no disgustarlas. Apenas habíamos terminado cuando el superior entró: al vernos todavía a la mesa, nos dispensó de las ceremonias que debían ser para él las mismas que acabábamos de ejecutar para Antonin.
–Hay que pensar en vestirla –dijo al verme.
Al mismo tiempo, abre un armario y arroja sobre mi cama varios trajes del color indicado para mi clase y unos cuantos montones de ropa blanca.
–Pruébate todo eso –me dijo–, y entrégame lo que te pertenece.
Le obedezco, pero, imaginando lo que iba a ocurrir, había apartado prudentemente mi dinero durante la noche y lo había ocultado en mis cabellos. A cada pieza de ropa que me saco, las ardientes miradas de Severino se dirigen al atractivo descubierto, y sus manos no tardan en pasearse por él. Al fin, medio desnuda, el fraile me coge, me coloca en la posición útil para sus placeres, o sea exactamente opuesta a la que acaba de colocarme Antonin; quiero pedirle gracia, pero viendo ya el furor en sus ojos, pienso que es más segura la obediencia; me paro, lo rodean, sólo ve a su alrededor el altar obsceno que le deleita; sus manos lo aprietan, su boca se pega a él, sus miradas lo devoran... llega al colmo del placer.
–Si os parece bien, señora –dijo la bella Thérèse–, voy a limitarme a explicaros aquí la historia resumida del primer mes que pasé en ese convento, o sea las anécdotas principales de ese período; el resto sería una repetición. La monotonía de aquella estancia la arrojaría sobre mis relatos, e inmediatamente después debo pasar, según creo, al acontecimiento que al fin me sacó de aquella impura cloaca.
Aquel primer día no estaba en la cena, se habían limitado a nombrarme para pasar la noche con el padre Clément; siguiendo la costumbre, me dirigí a su celda instantes antes de que él regresara, y el hermano carcelero me condujo y me encerró allí.
Llega, tan excitado por el vino como por la lujuria, seguido de la joven de veintiséis años que tenía entonces de retén a su lado. Sabedora de lo que tengo que hacer, me arrodillo así que le oigo. Se me acerca, me contempla en esta humillación, me ordena después que me levante y que lo bese en la boca; saborea ese beso varios minutos y le da toda la expresión... toda la expresión que pueda imaginarse. Durante ese tiempo, Armande (era el nombre de la que le servía) me desnudaba minuciosamente, cuando la parte inferior de los riñones, por la que había comenzado, queda al descubierto, se apresura a darme la vuelta y a exponer a su tío el lado predilecto de sus gustos. Clément lo examina, lo toca, luego, sentándose en un sillón, me ordena que me acerque para dárselo a besar; Armande está ante sus rodillas, le excita con la boca, Clément coloca la suya en el santuario del templo que le ofrezco, y su lengua se pierde en el sendero que halla en el centro; sus manos apretaban los mismos altares en Armande, pero, como las ropas que la joven conservaba le molestaban, le ordena que se las quite, lo que hizo inmediatamente, y la dócil criatura recuperó al lado de su tío una posición en la cual, excitándolo únicamente con la mano, estaba más al alcance de la de Clément. El monje impuro, siempre ocupado conmigo, me ordena entonces que dé en su boca libre curso a las ventosidades que pudieran llenar mis entrañas; esta fantasía me pareció repugnante, pero aún estaba lejos de conocer todas las irregularidades del desenfreno: obedezco y me resiento inmediatamente del efecto de esta intemperancia. El monje, más excitado, se vuelve más ardiente, muerde súbitamente en seis lugares los globos de carne que le presento; lanzo un grito y doy un salto, se levanta, se me acerca, con la cólera en los ojos, y me pregunta si sé lo que he arriesgado estorbándole: le doy mil excusas, me agarra por el corsé que todavía llevaba en el pecho y lo arranca, junto con mi camisa, en menos tiempo del que tardo en contarlo... Agarra mi pecho con ferocidad, y lo aprieta a la vez que me insulta; Armande le desnuda, y ya estamos los tres desnudos. Por un instante, se ocupa de Armande; le asesta con la mano unas furiosas bofetadas; la besa en la boca, le muerde la lengua y los labios, ella grita, a veces el dolor arranca de los ojos de la joven unas lágrimas involuntarias; la hace subir a una silla y exige de ella la misma acción que ha deseado conmigo. Armande le satisface, yo le masturbo con una mano; durante esta lujuria, le azoto ligeramente con la otra, muerde igualmente a Armande, pero ella se contiene y no se atreve a moverse. Sin embargo, los dientes del monstruo aparecen grabados en las carnes de la hermosa joven. Se ven en varios lugares; volviéndose después bruscamente me dijo:
–Thérèse, vas a sufrir cruelmente –no necesitaba decirlo, su mirada lo anunciaba en exceso–; te azotaré por todas partes, sin exceptuar nada.
Y al decir eso, había vuelto a agarrar mi pecho que manoseaba con brutalidad; frotaba los pezones con las puntas de sus dedos y me producía unos dolores muy vivos. Yo no me atrevía a decirle nada por miedo a irritarle aún más, pero el sudor cubría mi frente, y mis ojos, a pesar mío, se cubrían de lágrimas. Me gira, me obliga a arrodillarme en el borde de una silla, con las manos sosteniendo el respaldo, sin soltarlo ni un minuto, bajo las penas más graves. Viéndome al fin así, perfectamente a su alcance, ordena a Armande que le traiga unas varas, ella le ofrece un fino y largo puñado; Clément las coge, y ordenándome que no me mueva, comienza con una veintena de golpes en los hombros y en la parte superior de los riñones; me deja un instante, va a coger a Armande y la coloca a seis pies de mí, también de rodillas, en el borde de una silla. Nos dice que nos azotará a las dos juntas, y que la primera de las dos que soltará la silla, lanzará un grito, o derramará una lágrima será inmediatamente sometida por él al suplicio que le parezca. Propina a Armande el mismo número de golpes que acaba de darme a mí, y exactamente en los mismos sitios; me toma de nuevo, besa todo lo que acaba de herir, y alzando sus varas me dice:
–Pórtate bien, tunanta, serás tratada como la peor de las miserables.
Con estas palabras recibo cincuenta golpes, pero que sólo van, exclusivamente, de la mitad de la espalda hasta la parte inferior de los riñones. Corre hacia mi compañera y la trata igual; no decíamos palabra; sólo se oían unos gemidos sordos y contenidos, y teníamos la suficiente fuerza para contener las lágrimas. Por mucho que estuvieran muy inflamadas las pasiones del fraile, no se percibía todavía, sin embargo, ninguna señal; a intervalos se masturbaba fuertemente sin que nada se levantara. Acercándose a mí, observa por unos minutos los dos globos de carne todavía intactos y que iban a soportar a su vez el suplicio, los manosea, no puede dejar de entreabrirlos, de cosquillearlos, de besarlos mil veces más.
–Vamos –dice–, valor...
Una granizada de golpes cae: al instante sobre esas masas y las magulla hasta los muslos. Extremadamente animado por los saltos, sobresaltos, rechinamientos, con torsiones que el dolor me arranca, examinándolos y cogiéndolos con deleite, se precipita a expresar, sobre mi boca que besa con ardor, las sensaciones que le agitan...
–Esta muchacha me gusta –exclama–, ¡jamás había fustigado a ninguna que me diera tanto placer!
Y retorna a la sobrina, a la que trata con idéntica barbarie. Quedaba la parte inferior, desde la superior de los muslos hasta las pantorrillas, y golpea ambas cosas con el mismo ardor.
–¡Vamos! –sigue diciendo, dándome la vuelta–. Cambiemos de mano y visitemos esto.
Me da una veintena de golpes, desde el centro del vientre hasta la parte inferior de los muslos, y después, obligándome a separarlos, golpeó rudamente el interior del antro que yo le abría con mi actitud.
–Ahí está –dijo– el pájaro que voy a desplumar. Como algunos azotes, pese a las precauciones que tomaba, habían penetrado muy adentro, no pude retener mis gritos.
–¡Ja, ja! –dijo riendo el malvado–. He descubierto el lugar sensible; pronto, pronto, lo visitaremos con más detenimiento.
Mientras tanto, su sobrina es colocada en la misma postura y tratada de la misma manera; la golpea igualmente en los lugares más delicados del cuerpo de una mujer; pero sea por costumbre, sea por valor, sea por el miedo de recibir tratamientos más rudos, tiene la fuerza de contenerse, y sólo se le descubren algunos estremecimientos y algunas contorsiones involuntarias. Se veía, sin embargo, un cierto cambio en el estado físico del libertino, y aunque las cosas tuvieran todavía muy poca consistencia, a fuerza de sacudidas la anunciaban incesantemente.
–Arrodíllate –me dijo el monje–, voy a azotarte en el pecho.
–¿En el pecho, padre?
–Sí, en esas dos masas lúbricas que sólo azotadas me excitan.
Y las apretaba, las comprimía violentamente mientras hablaba.
–¡Oh, padre! Esta parte es muy delicada, me mataréis.
–¡Qué importa, con tal de satisfacerme?
Y me asesta cinco o seis golpes que afortunadamente detengo con las manos. Al verlo, las ata a mi espalda; sólo dispongo de las expresiones de mi rostro y de mis lágrimas para implorar gracia, ya que me había ordenado duramente que me callara. Así que intenté enternecerlo... pero en vano. Suelta fuertemente una docena de golpes sobre mis dos senos a los que ya nada protege; los espantosos cintarazos imprimen inmediatamente unos trazos de sangre; el dolor me arrancaba unas lágrimas que caían sobre las huellas de la rabia de aquel monstruo, y las hacían, decía, mil veces más atractivas todavía... Las besaba, las devoraba, y volvía de cuando en cuando a mi boca, a mis ojos inundados por los lloros, que chupaba con la misma lubricidad.
Armande se presenta, le ata las manos, ofrece un seno de alabastro y de la más hermosa redondez; Clément hace como si lo besara, pero en realidad lo muerde... Y después golpea, y las bellas carnes tan blancas y tan rollizas, no tardan en ofrecer a los ojos de su verdugo más que heridas y surcos ensangrentados.