Dos libélulas enormes pasaron zumbando sobre el grupo. No se diferenciaban aparentemente de sus parientes más pequeñas que todos conocían, aunque asustaban por su tamaño y su rápido vuelo. El doctor Joseph Noske tomó unas instantáneas de los insectos con su cámara
Leica
. El motor del bobinado sonaba rápidamente, logrando una serie de fotos que, seguramente, serían sensacionales una vez reveladas. Las libélulas desaparecieron en dirección contraria al grupo.
—¡Esto es increíble! —exclamó el doctor Langert, que también había hecho fotos con su cámara Leica especial, girándose hacia sus compañeros—. He tomado notas y he hecho fotos de todo lo que hemos visto y hemos podido recoger y vamos a revolucionar muchos de nuestros conocimientos y principios científicos…
De repente, la tierra remojada cedió a su paso y Langert cayó por un terraplén de barro, de forma imparable, hacia lo que parecía un lago. En su caída el doctor fue golpeándose con ramas y plantas de todo tipo. Con estrépito, cayó en las silenciosas y quietas aguas del lago. Perdió su piolet, que se hundió para siempre en el barro. Sin él, salió a la superficie con dificultad y, mientras gritaba en dirección a sus compañeros, comenzó a nadar penosamente hacia la orilla. El pesado equipo que portaba y la ropa mojada no facilitaban la natación. Rápidamente, aunque con sumo cuidado, Horst y Hermann comenzaron a bajar por el angosto terraplén que el paso del cuerpo de su compañero había dibujado entre la maleza. Su cámara Leica estaba cogida a una rama llena de espinos. Hermann separó las ramas y cogió la cámara, mientras Horst seguía bajando. El doctor Langert ya casi había llegado a la orilla. Un movimiento en el agua delató la presencia de algo que se movía con rapidez en su dirección y que emitía burbujas en su avance.
Horst preparó su pistola Walther P38 y disparó en dirección a la abultada forma que iba perfilándose hacia la orilla.
—¡Rápido, doctor, salga del agua! —Horst llegó hasta él y le ayudó—. ¡Apártese de la orilla y suba, rápido!
Mientras el doctor comenzaba a subir ayudado por Hermann, un bufido se oyó nítidamente entre el aguacero que seguía cayendo sin reposo. Seguidamente, lo que parecía un géiser surgió del agua, mientras una enorme forma iba saliendo con estrépito. Era un ofidio de un tamaño espectacular, aunque de aspecto muy primitivo. Se movía con rapidez. Los tres hombres trataban de subir con la máxima velocidad, pero el terraplén no facilitaba los movimientos rápidos. El grupo, que permanecía arriba, lanzó una cuerda en su dirección para ayudarles. Hermann y el doctor Langert pudieron asirse a ella y, casi a remolque, fueron izados hasta donde estaban los demás.
Mientras tanto, Horst cayó tras resbalar. En el inicio de su descenso, pudo asirse a una rama llena de espinos que se le clavaron provocándole un dolor tremendo en su mano izquierda y que rompieron parte de la manga de su uniforme. El ofidio comenzó a subir por el terraplén, imparable, hacia Horst. Con una calma increíble, este volvió a coger su pistola, apuntó y vació el resto del cargador en la cabeza del animal. El ofidio se detuvo, como impactado por un rayo, mientras recibía los 7 disparos de 9mm. Se retorció, aunque todavía intentó llegar hasta donde estaba Horst. Por fin se detuvo, emitiendo lo que parecía un resoplido y dejándose caer.
En ese momento, Georg llegó hasta él ayudándose con la cuerda.
—No te preocupes, ahora te subimos. Cógete aquí.
Ayudó a Horst que, penosamente, se libró de la planta y de los pinchos. Su mano izquierda sangraba abundantemente.
—Te curaremos al llegar arriba —añadió Georg mirando la mano de su compañero. Horst se sacó un pañuelo blanco que llevaba al cuello y se cubrió la mano con él. Comenzaron a subir, llegando sin dificultad a donde estaba el resto del grupo. Sin perder el tiempo, y tras limpiar y desinfectar la herida y extraer algunos restos de espinas, la mano de Horst fue vendada. El doctor Langert le aplicó una inyección antitetánica.
—Yo también me la he puesto, también tengo heridas. Más vale prevenir. No sabemos qué gérmenes podría tener esa planta.
Al terminar, el doctor miró a Horst.
—Quiero agradecerte tu ayuda. Me has salvado la vida. Ahora estaría en el estómago de esa serpiente y la verdad es que me gustaría acabar de otra manera. Gracias, Horst —sonrió.
Horst le miró.
—He hecho lo que cualquiera hubiese hecho por mí. No tengo ninguna duda. En un traslado como este nuestra interdependencia es absoluta. Gracias por tu cura. Ahora sigamos.
Se puso en pie y a la cabeza del grupo. Los demás le siguieron; la idea de llegar al punto de traslado y salir de aquel infierno les daba nuevas energías.
—Aquí tiene su cámara, doctor Langert —Hermann se la dio. Con gesto de felicidad, se la colgó al cuello tras revisarla y ver que todo funcionaba bien.
—Pensaba que la había perdido, gracias Hermann —todo parecía volver a la normalidad. Incluso la lluvia parecía menos problema tras lo que habían pasado.
—Estamos a dos kilómetros del punto de traslado, Horst —indicó Hermann, tras calcular su posición y captar la señal de la radio-baliza en el punto de traslado.
—Muy bien, no perdamos tiempo.
Desde que habían sido trasladados a la zona habían realizado una inspección en un perímetro de unos 20 kilómetros. Ahora ya estaban volviendo al lugar de inicio. Un rugido del volcán les recordó la presencia de aquella amenaza que cada vez estaba más cerca. Una inmensa nube negra surgía de las entrañas de aquella mole descomunal. Afortunadamente, el viento y la lluvia, en sentido contrario a donde ellos se hallaban, impedía que toda la zona estuviese cubierta de cenizas.
—No me gusta —dijo lacónicamente el doctor Noske—. Parece que vaya a explotar de un momento a otro y os garantizo que, por el tamaño de este volcán, la explosión del Krakatoa en 1883 nos parecería un simple petardo de verbena.
El Krakatoa estaba situado en una de las muchas y pequeñas islas ubicadas en el llamado estrecho de Sunda, entre las islas de Java y Sumatra. En 1883, concretamente el 27 de agosto a las 10.02 de la mañana, explotó tras un tiempo en que su actividad iba en aumento pero que no hacía presagiar su explosión. Esta pudo escucharse a casi 5.000 kilómetros de la zona y la alteración del mar se percibió incluso en el Canal de la Mancha. El estallido provocó una ola gigantesca o
tsunami
que mató a casi 40.000 personas. Le siguieron más olas, de menor potencia, pero muy por encima de lo normal. Desaparecieron 160 poblaciones y el barco cañonero holandés
Berouw
fue llevado como un juguete a casi 5 kilómetros dentro de la jungla, donde permaneció muchos años varado irremediablemente entre los árboles.
La idea de una explosión como aquella no tranquilizó al grupo. Se podían observar en la ladera del volcán lenguas brillantes de lava que iban saliendo por varios puntos con inusitada violencia y ruido. El cráter ya no daba para más y la lava iba abriéndose paso por los costados de la inmensa montaña. Parecía que el doctor Noske iba a tener razón. Fueron acelerando el paso inconscientemente. Pisaban pequeños animales e insectos de todo tipo, que infestaban el suelo de aquella jungla. Con la punta de su STG44, Georg apartó un insecto que se había posado en la espalda de Heinz Seegers, el geólogo del grupo. Cayó al suelo, y Georg lo pisó. Se oyó un crujido seco.
A la izquierda del grupo se veía un inmenso río de lava que, como un torrente y con un ruido infernal, iba en sentido norte. Debido a la lluvia, unas grandes nubes de vapor surgían del río de lava. Era la naturaleza en toda su potencia.
—¡Ya estamos llegando! —Horst señaló un punto frente a ellos.
Ya se podía ver la zona de traslado, que era como una pequeña meseta perfectamente identificable. La radio-baliza que habían dejado al llegar seguía emitiendo su señal y no parecía haber sufrido el ataque de ningún animal del entorno. Fueron subiendo por la ladera de la meseta y llegaron junto a la radio-baliza. Estaba sucia y cubierta por lo que parecía la baba de algún animal que, seguramente, había merodeado por allí y quiso saber qué era aquello.
También se veían, esparcidos por el suelo, pedazos de lava y roca que el volcán había arrojado en todas direcciones. Heinz Seegers tomó varias muestras que ya estaban frías y las puso en su mochila.
—Seguro que descubrimos cosas interesantes en estos testigos de la Historia.
Los demás miraban las piedras con curiosidad, pero sin más interés. Horst consultó su reloj.
—Trece minutos para el traslado —informó lacónicamente—. Revisad todo el material y sobre todo, no olvidéis nada. Podría haber variaciones incontroladas.
Joseph Noske sonrió.
—Tienes razón, pero no te preocupes, Horst, hemos dejado huellas por causas de fuerza mayor, como las balas. Tengo claro que la explosión de ese volcán borrará cualquier incidencia que hayamos podido causar en este entorno y en un radio muy superior al que hayamos podido llegar en nuestra visita. No habrá consecuencias para nosotros. De hecho ya hemos llegado hasta aquí, lo que demuestra que no hemos interferido en la Historia.
Horst asintió. Era verdad que ellos estaban allí. Todos revisaron sus mochilas y cajas de muestras. Todo a punto. Dejaron el material y las bolsas junto a la radio-baliza. El volcán era cada vez más amenazante y sus rugidos sonaban de forma espectacular. El nerviosismo era cada vez mayor en el grupo. Incluso hombres curtidos en combate como Klaus, Georg, Hermann o el mismo Horst tenían sus dudas de cómo podía terminar todo aquello. Lo del volcán no estaba en el programa cuando se preparó el traslado. Era el factor K, como llaman los militares a las incidencias de peso e incontrolables que no se han contemplado previamente y que pueden arruinar una operación. Aquel volcán era el factor K de la misión. Horst ordenó que se pusieran sus gafas de protección.
De repente, un potente chasquido eléctrico sonó con fuerza alrededor del grupo.
—Empieza el traslado —indicó Horst, que miró su reloj seguidamente.
Dos minutos sobre el tiempo previsto,
pensó.
Una luz potente y lo que parecía ser un arco voltaico rodeó al grupo al tiempo que aparecía y desaparecía. Súbitamente, y tras nuevos chasquidos, se formó ante ellos un arco de color brillante que flotaba en el aire. El arco dejó paso a una especie de semi-esfera que los cubrió a todos. Parecían estar dentro de una habitación, aunque podían ver y oír todo lo que pasaba su alrededor. Las miradas eran de ansiedad. Fueron notando una rápida sensación de hormigueo desde los pies hasta la cabeza. Ahora vendría lo peor, ya que parecía que el cuerpo se rompía. Era muy desagradable.
Mientras notaban esa curiosa y molesta sensación, una inmensa explosión llenó todo el espacio a su alrededor. El volcán acababa de estallar. De repente, notaron cómo sus cuerpos eran estirados como por una fuerza descomunal. Era una experiencia única, pero también era una sensación horrible. No tenían noción del tiempo, ni del espacio en el que estaban. La semi-esfera en la que habían estado hacía unos segundos aparecía vacía. También desapareció. La terrible explosión alcanzó en ese momento la pequeña meseta, arrasando a su paso la vegetación, la fauna y todo lo que allí pudiese haber. El período carbonífero fue de los más violentos en la evolución del planeta, pero de eso hacía más de 300 millones de años…
Horst se despertó con un fuerte dolor de cabeza. Se incorporó ligeramente y vio a sus compañeros durmiendo todavía. Hermann se acomodó algo mejor y, sin despertarse, siguió con su plácido sueño. Los demás estaban totalmente inmóviles, pero se notaba su respiración acompasada. No había nadie más en la moderna sala médica en donde se encontraban. Había unas 20 camas, pero ellos eran los únicos pacientes. Todos estaban conectados, con sensores, a unas pantallas que indicaban el ritmo cardíaco y la respiración de cada uno de ellos. También llevaban una sonda, ya que durante un tiempo tras el regreso era necesario permanecer inmóvil. Los regresos y los protocolos de actuación con los participantes eran incómodos pero, según los doctores, necesarios.
Sintió un dolor punzante en brazos y piernas. Las extremidades, particularmente, sufrían con más incidencia los traslados en el tiempo. Los síntomas iban pasando, hasta desaparecer totalmente. Su mano izquierda ya estaba bastante bien, aunque seguía vendada. Los traslados siempre implicaban riesgo. Recordaba cómo en el primer traslado algo había ido mal y uno de sus compañeros, Karl Wehrmann, había desaparecido para siempre en un campo de espacio-tiempo desconocido. No sabían dónde podía estar y no tenían forma de rescatarle. Estaría allí para siempre. Seguramente ese era el precio y el sacrificio que había que pagar en la evolución científica. Todos tenían presentes esas consecuencias imprevistas, pero las aceptaban como inevitables.
Reconocía el lugar en el que estaba, ya que lo conocía bien. Se encontraba en los inmensos laboratorios subterráneos de la factoría Schlesische Wekstätten Fürstenau en Neumarkt, Baja Silesia, que pertenecían al imperio A.E.G. También había otro centro de investigación del mismo imperio empresarial en la cercana población de Leubus, que conectaba con Neumarkt. Y, por último, recordaba que, bajo la colina donde estaba el Castillo de Fürstenstein, había unas instalaciones subterráneas donde se habían hecho las primeras pruebas operativas con la máquina del tiempo en las que había participado. Aunque, de hecho, la primera puesta en marcha sin traslado fue en Ludwigsdorf, en un remoto valle cerca de la mina de Wenceslas, en una estructura circular donde la «Campana» estuvo sujeta a potentes anclajes de acero mientras el experimento se llevaba a cabo.
Él no era un científico, era un soldado, y desconocía los principios técnicos del funcionamiento de aquella máquina, la «Campana», desarrollada por las SS científicas al mando del General SS doctor Hans Kammler y su Kammlerstab u Oficina Técnica de Desarrollos Secretos. Todo el proyecto era denominado «Proyecto Kronos» y estaba catalogado como
Kriegsentscheidend
o «Decisivo para la guerra». Era un término técnico, del máximo secreto para el III Reich, que implicaba saltarse las restricciones administrativas o burocráticas para obtener cualquier material necesario, sin explicaciones y urgentemente, que condujese al desarrollo de armas que ayudasen en la victoria final.
El General SS doctor Hans Kammler y el
SS-Obergruppenführer
Emil Mazuw habían hecho un gran trabajo y habían logrado reunir, entre otros, a los mejores científicos alemanes del momento, que llevaban trabajando en el Proyecto Kronos desde antes del inicio de la guerra. Los técnicos más destacados en el proyecto eran: