—Quizá debería echarle un vistazo —prosiguió Cole—. ¡Menuda vergüenza! Un hombre abatido a tiros en la flor de la vida…, cinco días antes de lo de Dales. Es como si todos los consejeros del presidente estuvieran diñándola en estos días. —Inspiró hondo el helado aire de noviembre al tiempo que enarcaba las cejas en un gesto de falsa preocupación por el penoso estado del mundo—. Me pregunto si algo de esto no guardará relación con las noticias de esos turbios negocios en Oriente Próximo.
Los dos hombres permanecieron sentados en silencio durante un momento más largo. Hines parecía consagrado a meditar sobre la interpretación de las noticias de la jornada que había hecho su seguidor.
—No sé… —dijo al final, luego se incorporó y le tendió la mano—, pero estoy seguro de que exploraremos todas las posibilidades. —«Puedes estar bien seguro», pensó, mas no lo verbalizó. Aceptó la mano de Cole y la estrechó—. Que este pequeño bache en el camino no merme tu apoyo ni el de la fundación Westerberg a nuestra administración. Sois un apoyo muy valioso para el partido.
—Por supuesto que no, señor vicepresidente, usted tiene ahora y siempre mi pleno apoyo.
1.50 p.m. GMT
Una hora después de haber abandonado el aeropuerto de Heathrow, el Jaguar de Peter Wexler rodó sobre una calzada de adoquines y se detuvo en una plaza de aparcamiento ya reservada en el Oriel College, cerca del centro de Oxford. El resto del trayecto lo habían realizado bastante más callados que al principio, mientras Wexler y Emily digerían toda la información que Kyle les había facilitado con tanto entusiasmo.
La leyenda acerca de la Sociedad era, en esencia, como todas las paranoias conspirativas, pero había algo escalofriante en la conexión entre los nombres y los títulos con las referencias mencionadas por Holmstrand en sus cartas, y ese algo confería a las especulaciones de Kyle una sustancia que ningún estudioso podía ignorar por completo. Lo bastante como para espolear una curiosidad ya bastante despierta.
En cuanto bajó del coche, Emily se quedó helada y sintió cómo se le colaba por la nariz el ambiente cargado de Oxford, saturado por la humedad de los ríos Isis (que es el nombre que toma el Támesis a su paso por esta ciudad) y Cherwell —ambos confluían en la ciudad—. Se alegraba de haber regresado a pesar de los hechos determinantes de su viaje y los extraños derroteros que había tomado la conversación durante los sesenta minutos anteriores. No había otro lugar como Oxford en la faz de la tierra.
Se volvió hacia Wexler mientras ambos estiraban las piernas:
—Debo telefonear a Michael. Allí ahora es la madrugada, pero aun así, querrá saber que estoy bien.
—Puedes usar el del piso de arriba —respondió él, indicando con un gesto la ventana de su oficina. Emily, sin embargo, sacó su BlackBerry y dio un golpecito en la pantalla por toda respuesta.
—Creo que esto va a funcionar desde aquí. Sé de buena tinta que ese nuevo invento llamado teléfono móvil por fin empieza a ser conocido en Inglaterra. —Lo encendió, saboreando la ocasión de poder devolverle sus mofas al viejo profesor. Este soltó un gruñido por toda réplica y recorrió el trecho que les separaba hasta el antiguo edificio con una sonrisa de conformidad.
—Cuando termine, tenga la bondad de reunirse con nosotros —pidió Kyle mientras Emily estaba a la espera de encontrar una red y poder conectarse—. Quiero hablar con usted acerca de la tercera página. —Y sostuvo en alto la lista fotocopiada de Arno, la página que parecía ser una colección de pistas.
—De acuerdo. Te veo en un minuto.
Kyle Emory se metió las páginas en el bolsillo. Entonces, recogió la bolsa de Emily y siguió a Peter Wexler al interior del ornamentado edificio en cuanto ella se conectó. Al cabo de unos momentos contestó una voz familiar. Michael la saludó con entusiasmo e intercambiaron los comentarios de rigor sobre el vuelo y la llegada.
—Michael, las cosas ya eran raras antes, pero no vas a creerte lo que ha sucedido ahora.
1.55 p.m. GMT
A tres calles de allí, dos hombres vestidos con elegantes trajes de chaqueta se pusieron en las solapas tarjetas de identificación falsificadas de forma apresurada. En los cinturones portaban réplicas de gran calidad: si alguien hubiera sospechado algo y hubiera tomado nota de sus números, los habría encontrado debidamente registrados en todas las bases de datos inglesas y de Interpol. En un almacén de Londres sin identificar tenían un equipo técnico trabajando con equipo informático casi futurista para monitorizar las comunicaciones por radio y teléfono. En caso de que alguien les detuviera y contactara con sus superiores a fin de verificar la validez de sus identificaciones, los técnicos interceptarían sin problema dicha llamada y la reenviarían hacia una voz que confirmaría estatus, cargo y derecho a estar allí.
Pero era de lo más improbable que se llegara a eso. Jason y su compañero eran verdaderos expertos en ese cometido y deseaban investigar la escena de un crimen atestada de oficiales de policía. Su aspecto exterior estaba tan conseguido que lo más probable era que pasaran desapercibidos.
Se alisaron las chaquetas y se concentraron en hablar únicamente con acento británico en cuanto doblaran la esquina. La montaña de escombros era considerable y la destrucción, vasta, pero tenían su objetivo en el punto de mira y un desafío no iba a hacerles errar el disparo.
El secreto del Custodio se hallaba allí y no iban a cejar en su empeño hasta haberse apoderado de él.
Nueva York, 9 a.m. EST (2 p.m. GMT).
El Secretario se llevó el vaso de whisky a los labios con parsimonia, saboreando el efecto de veinte años en un barril de roble, el mejor que podían ofrecer las tierras altas de Escocia. Él no era un entendido en el sentido estricto del término, pero sabía qué debían beber los hombres poderosos y aquel era un trago que solo estos podían permitirse. Cada botella costaba cuatrocientos dólares, principalmente porque se lo enviaban directamente desde una destilería en Escocia y lo embotellaba a mano un hombre exclusivamente para él. Se había asegurado de que no trabajara para nadie más. Nadie más en el mundo podía disfrutar de un trago como el suyo, literalmente.
Tenía abierto el libro delante de él por las páginas críticas. Las hojeó por enésima vez. Era tan claro, tan obvio… No había pregunta alguna que debieran hacer.
«Absolutamente ninguna». Era como si el Custodio hubiera querido mostrarles los contenidos.
El vuelo de Jason había salido hacía unas nueve horas. El Amigo de más confianza del Consejo debía de estar en Oxford a esa hora. La iglesia, descrita en el libro y acompañada por una nítida fotografía en blanco y negro, era un punto central de la ciudad, o al menos lo había sido.
En su despacho recibía por vía satélite la BBC, que ahora informaba de que la mitad de la estructura de la iglesia se había visto reducida a escombros por culpa de la explosión que dos días antes había sacudido la estructura hasta sus cimientos. El Secretario había tomado escrupulosa nota de los detalles. La explosión había ocurrido el miércoles a las 5.30 de la mañana, en horario británico. Esa hora coincidía casi al segundo con la eliminación del Custodio a 6.500 kilómetros al oeste. Había sido fácil obtener los registros telefónicos: confirmaban que ese día el viejo había llamado a Oxford a primera hora de la mañana.
El Secretario reconocía con facilidad el infantil esquema punitivo del Custodio. Iban a por él, y lo sabía. Le habían entregado la lista filtrada por culpa del inepto ayudante de Hines y estaba seguro de que no iban a dejarle con vida, sabiendo como sabía lo que tramaban. Y también sabía que su ejecución supondría el final a trece siglos de búsqueda por parte del Consejo, y el pequeño bastardo había optado por irse tocándoles las narices con ese lamentable acto. Había querido que encontrasen esas páginas para que pudieran localizar el sitio, solo para que pudieran ver cómo les había negado la última esperanza de obtener su mayor objetivo y sentir que se lo había arrebatado de las manos. Se estaba burlando de ellos incluso después de muerto, asegurándose de que vieran lo lejos que había llegado, incluso en sus horas finales, a fin de tenerles a raya.
«Estúpido».
El Secretario solo lamentaba que el adversario al que se había enfrentado durante tantos años no tuviera oportunidad de ver todo el poder que habían acumulado contra él. Ahora que habían descubierto la estratagema, el Consejo actuaría con toda la fuerza del poder que habían acumulado durante siglos con el fin de salir triunfantes en su búsqueda. Habían conseguido su objetivo en Estados Unidos, pero también iban a apoderarse de su mayor objetivo, la biblioteca misma. El Secretario podía sentirlo en la sangre.
Oxford, 2 p.m. GMT
Emily Wess subió hacia las habitaciones de Wexler por unos escalones de madera. El tramo de escaleras fue construido varios siglos después que el edificio, pero aun así, seguía siendo una antigüedad. Emily recordaba cómo en sus días de estudiante de posgrado intentaba sin éxito subir por allí sin que se diera cuenta el supervisor. El crujido de la madera vieja la delataba siempre.
El despacho del profesor estaba asociado a un cuarto de baño, una cocina pequeña, una sala de estar y un dormitorio pequeño. Eso venía a ser lo que se denominaban sus habitaciones, al viejo estilo de Oxford, localizadas en el segundo piso de uno de los edificios del Oriel College con vista a Magpie Lane. Durante las tutorías se había sentado allí, entre estantes combados y muebles de salón decrépitos, una estudiante bajo la tutela de uno de los grandes en su campo. Los debates entre ambos podían prolongarse hasta el infinito. Wexler tenía un don para detectar la escoria en cualquier exposición y obligaba a sus alumnos a defender su posición con una intensidad que ellos ignoraban que poseían. Poco a poco, el profesor se había convertido en un amigo íntimo.
Emily entró tras llamar con los nudillos en la puerta entreabierta.
—Entra, entra… Me he tomado la libertad de… —Wexler no llegó a terminar la frase, pero entregó un vaso familiar lleno de un licor también familiar—. A tu salud… ¡Por tu sorprendente regreso a estos salones!
Emily aceptó el vaso y alzó la copa de jerez. Kyle se unió a ellos en el brindis.
—Michael está bien, ¿no? —inquirió el oxoniense al tiempo que con la mano señalaba un espacio vacío en el sofá junto al estudiante canadiense. Emily tomó asiento.
—Sí. Envía recuerdos.
La conversación telefónica había sido breve, pero había bastado para asegurarle que había llegado sana y salva. Michael se había llevado una gran alegría por oírla en un día tan señalado para ambos, incluso a pesar de que habían hablado hacía solo unas horas, pero el tono de su voz se había vuelto más serio cuando le hizo partícipe de cuanto se había enterado desde su llegada al Reino Unido. Le habló de una leyenda que, de ser verdad, relacionaría sus actuales actividades con una historia más grande de lo que ninguno de los dos había imaginado.
El estudiante canadiense estaba sentado en su rincón del sofá, había dejado a un lado su vaso ya vacío y se removía inquieto.
—Escuche, sobre la tercera hoja… —empezó, tomando la última página de la segunda carta de Arno Holmstrand.
—Vamos, vamos, entras demasiado deprisa en materia —le atajó Wexler—. Quizá yo no sea demasiado dado a las charlas, pero sí a disfrutar de un trago decente. —E hizo un gesto para que retirase los documentos.
Kyle hizo lo que le decía tras una evidente vacilación. Era un hombre acostumbrado a rumiar las ideas con todas sus energías. Aquella práctica encajaba, como él muy bien sabía, con el estereotipo de doctorandos que se habían hecho famosos por desarrollar una mente unidireccional, capaces de contemplar poco más que su materia, aunque eso excluyera comer, bañarse o establecer relaciones con otros seres humanos. Pero aquello, miró las páginas, aquello era interesante.
El joven continuó removiéndose durante el largo tiempo que los tres estuvieron sentados sin decir nada.
—Bueno, por lo que veo, hemos agotado toda nuestra conversación social —concedió el profesor al cabo de un rato, rompiendo el silencio. Depositó el vaso y dijo—: Muy bien, señor Emory, puede usted continuar.
El gesto de alivio del canadiense fue inconfundible.
—La tercera página es completamente diferente de las otras dos. El profesor Holmstrand dice en su segunda carta que no puede estar seguro de que veas la carta antes que ellos; sean ellos quienes sean, parece claro que esta tercera página contiene una guía, diseñada para ocultarse bajo el disfraz de un enigma.
—¿Diseñada para ocultarse bajo el disfraz de un enigma? —Emily enarcó una ceja—. ¡Cómo se nota que acabas de terminar la carrera! Escucha, reserva las palabras rimbombantes para tu tesis. —Ella lo dijo con una sonrisita, pero el canadiense no sabía si era una broma o una reprimenda a juzgar por su rostro. Emily dirigió una mirada de desconcierto a Wexler, y luego asintió—. Sí, también yo estoy de acuerdo en que la tercera página parece estar llena de pistas… para algo.
—Cierto. —Kyle percibió la nota de sarcasmo, pero eso no mermó lo más mínimo su entusiasmo—. Pistas, precisamente. Y en cuanto al contexto de las mismas, la nota de la parte superior nos proporciona algún indicio. «Dos para Oxford y otro para luego». Hay tres frases después. Parece una suposición razonablemente segura considerar que dos se aplican aquí, en Oxford, y la tercera a otro lugar.
Emily miró la carta por el rabillo del ojo. La interpretación del joven canadiense era lógica y aportaba la ventaja adicional de dar un orden a lo que de otro modo parecían frases escritas al azar. En vez de cuatro pistas, había tres, precedidas de una nota que les proporcionaba un contexto. Dos se aplicaban en Oxford y la tercera, bueno, en otra parte. Por vez primera se le ocurrió a la doctora norteamericana que ese viaje la llevaría a territorios más lejanos que los actuales.
—Por tanto, eso nos deja la tarea de averiguar el significado de las tres pistas —continuó Kyle.
—Además del símbolo —le interrumpió Wexler—, y sin olvidarnos del encabezado que hay sobre el dibujo. Seguro que todo significa algo.
Emily se había concentrado tanto en las frases manuscritas que había obviado casi por completo el símbolo, dibujado en la parte superior: un marco dentro del cual había dos letras griegas. Eso iba a ser aún más duro que descifrar las frases, fuera cual fuera su significado.