La biblioteca perdida (14 page)

Read La biblioteca perdida Online

Authors: A. M. Dean

Tags: #Intriga, #Aventuras

—Hecho —exclamó el segundo Amigo, bajando la cámara al costado—. Eso es todo.

Jason lo confirmó con un asentimiento: el segundo modelo en 3D estuvo completo en cuestión de segundos. El cruce de referencias iba a hacerse en los ordenadores de las oficinas londinenses, más potentes que el portátil. Él solo debía esperar que se determinaran los resultados, y eso iba a requerir unos minutos.

Alzó la mirada y contempló la escena circundante. Un día antes había estado en la oficina del Custodio, donde había experimentado una sensación de poder enorme cuando guardó la pistola después de haberle disparado. Este edificio había sido destruido unos minutos después, como había sabido luego. El Custodio había orquestado aquel plan de última hora cuando se enteró de que iba a por él. Era un intento a la desesperada de ocultarle algo.

Jason reprimió una mueca de satisfacción. Ese hombre debería haber sabido que era imposible ocultarle nada al Consejo.

—Vamos a por tus secretos, viejo —susurró para sí mismo.

La certeza de que el Custodio ya no iba a poder responder a sus amenazas le proporcionaba un gran placer.

34

2.30 p.m. GMT

Emily apenas era capaz de reprimir la impaciencia mientras Wexler repasaba los rotativos matutinos para enterarse de a qué hora había sido destruida la iglesia de Santa María. Tenía el pálpito de que ese detalle era significativo y el instinto le decía que esa intuición era correcta, pero no podía estar segura hasta que se confirmara la hora.

—La explosión fue ayer a primera hora de la mañana —dijo el profesor oxoniense mientras leía los periódicos—. Según los primeros informes, estalló una bomba en la base de la torre. Gracias a Dios ocurrió de madrugada… —Las palabras se fueron apagando mientras él seguía leyendo. De pronto se enderezó al encontrar la información que andaba buscando—. Aquí está. La explosión tuvo lugar a las 5.30 de la madrugada. No había nadie en el interior y nadie resultó herido, pero la torre se ha perdido, y con ella el resto del edificio. Han sido capaces de determinar con exactitud la hora del estallido gracias a las manecillas del reloj de la torre, que se detuvieron cuando esta fue destruida.

—Los medios locales y nacionales llevan repitiendo la noticia desde que sucedió —añadió Kyle—. Según ha dicho esta mañana la BBC, la torre se llevó la parte central de la iglesia en su caída, y eso incluía la antigua biblioteca. Los dos extremos del cuerpo principal siguen de pie, pero aún no he oído decir que estén lo bastante firmes como para que no haya que derribarlos.

—¡Menuda tragedia! —apostilló Wexler—. Era una preciosidad de iglesia.

—Toda el área está acordonada —continuó el joven canadiense—. Estuvieron todo el día de ayer intentando garantizar la estabilidad a fin de que la zona fuera segura para los investigadores. Los locales de la Thames Valley Police (la fuerza de orden público del valle del Támesis) entraron esta mañana.

—Y no solo la policía. Podéis estar seguros de que el Gobierno también va a investigar el asunto tal y como está con lo de la vigilancia antiterrorista. —Wexler hablaba del Gobierno en términos de desagrado absoluto. Estaba firmemente convencido de que los intelectuales formados sabían del arte de gobernar mucho más que cualquier posible gobernante. Por supuesto, esa clase de hombres jamás se dignaban a intervenir en política, eso estaba muy por debajo de la dignidad de cualquier buen académico, pero resultaba reconfortante saber que uno podría hacerlo, y sin duda con mayor éxito que el resto.

Emily no prestó atención a esta muestra de esnobismo, pues tenía la mente puesta en aquella información tan sorprendente.

«5.30 a.m.». El corazón se le desbocó cuando se puso a contar con los dedos, pues sabía adónde le llevaban los hechos incluso antes de empezar, pero debía asegurarse.

—Las 5.30 de la mañana del miércoles menos las seis horas de diferencia horaria… —Emily hablaba solo para sí misma, susurrando—. Eso significa que el edificio fue destruido el martes por la noche a las 11.30 en el horario de Minnesota, el vigente en el Carleton College.

Kyle y Wexler fijaron la mirada en la norteamericana sin saber muy bien adónde quería ir a parar.

—Arno Holmstrand fue asesinado a esa misma hora según los rumores que circularon por mi departamento. En algún momento entre las 11 y la medianoche del martes. —Emily efectuó la observación todavía con los dedos flexionados por haberlos usado para contar y sus labios pronunciaron unas palabras inconcebibles para una escéptica como ella—: Esos dos hechos han de estar relacionados.

La edificación había permanecido en pie durante siglos y ¿resulta que la destruían justo cuando ella debía encontrarla? Dejando a un lado una vida de aborrecibles teorías de la conspiración, no podía tratarse de una coincidencia.

Sus dos interlocutores no le quitaron los ojos de encima a la espera de más información.

—Ya existía una relación entre esa iglesia y Holmstrand —prosiguió ella, que iba desarrollando sus ideas conforme hablaba—. Las pistas apuntan directamente en esa dirección. Lo que ha escrito aquí me conduce allí —dijo mientras con un ademán señalaba primero las cartas de Holmstrand y luego una fotografía de la iglesia que ocupaba la primera página de uno de los periódicos aún extendido sobre las piernas de Wexler—. Y entonces, en el mismo momento en que él me guía hacia algo oculto en la iglesia, esta resulta destruida por una bomba. —Emily se detuvo un segundo antes de añadir—: Lo que implica me parece claro.

—Compártelo con nosotros —le urgió el profesor.

—Supieran o no que Arno había facilitado pistas a un tercer agente como yo, lo que está claro es que no querían que nadie pudiera encontrar lo que Holmstrand me ha dicho que localice. Y a fe mía que están dispuestos a adoptar medidas extremas a fin de asegurarse de que nadie lo consiga.

Emily se permitió unos segundos de silencio para cavilar. El hecho de que alguien no quisiera que se hallara información relativa a la biblioteca no hacía más que confirmar la validez de las revelaciones de Arno e incluso las teorías de Kyle acerca de lo que podría ser esa Sociedad. Algún grupo deseaba que los secretos de la Biblioteca de Alejandría siguieran siendo secretos, eso resultaba evidente.

Y ese simple hecho hacía que ella quisiera encontrarlos por encima de todo.

Emily alzó los ojos en busca de Wexler.

—Profesor, la hayan destruido o no, vamos a echarle un vistazo a esa iglesia.

35

2.45 p.m. GMT

Eso era más fácil decirlo que hacerlo.

—La zona está acordonada —había protestado Kyle después de que Emily hiciera su declaración— y la iglesia es un hervidero de policías, así que no veo cómo vamos a colarnos.

—Querer es poder, muchacho —zanjó el oxoniense en medio de las dudas y la vacilación, e hizo ademán de levantarse. Esa afirmación era algo definitivo tratándose de Peter Wexler. No hacía falta discutir más el asunto. Sabía qué quería hacer y tenía intención de hacerlo, por muchos obstáculos que se le pusieran por delante. Su rostro exudaba esa confianza que hacía pensar a los estudiantes que podrían aprender un par de cosas si tomaban ejemplo.

Le imitaron y se pusieron de pie cuando Wexler cogió una gorra plana y un paraguas. En el firmamento brillaba un cielo azul huérfano de nubes, pero ese hecho irrelevante no iba a determinar el atuendo del profesor a la hora de pasear por las calles.

Emily esbozó una sonrisa. El entusiasmo de Wexler era contagioso. Metió las cartas de Holmstrand en el bolso, cruzó la puerta detrás de Kyle, bajó las escaleras y se adentró en la ciudad de las agujas soñadoras
[6]
.

36

Washington DC, 9.30 a.m. EST (2.30 p.m. GMT).

—Esto no tiene buena pinta, da igual como se mire —sentenció el general Huskins, y lanzó la fotografía sobre la larga mesa—. Han asesinado a todos los asesores más cercanos e influyentes.

El resto de los hombres sentados en torno a la mesa permanecieron callados. Cada uno de ellos era una mezcla de rabia e intensa y atenta actividad mental. La reunión había sido convocada por el secretario de Defensa, Ashton Davis, en respuesta a la crisis creciente provocada por la cascada de noticias que no dejaban de publicarse en todas partes, desde los artículos del
New York Times
hasta las divagaciones embrionarias de la blogosfera en los idiomas seguidos por la CIA, que eran casi todos. Por regla general, los encuentros tácticos sobre defensa nacional solían celebrarse en la sala de situaciones de la Casa Blanca, pero esa posibilidad no era viable en las actuales circunstancias. Davis había dado orden de que la reunión tuviera lugar en una habitación discreta a prueba de escuchas en el tercer anillo del Pentágono, donde los presentes pudieran hablar con franqueza sin ser vistos ni oídos por nadie.

—Exagera el asunto —respondió el secretario de Defensa—. Solo han sido asesinados tres asesores del presidente. Eso dista mucho de ser todos.

—Son cuatro si contamos al ayudante del vicepresidente, Forrester —replicó el general—. Ese arribista pasaba tanto tiempo en la plantilla del presidente como en la suya. Además, conocemos esos cuatros casos, pero ¿alguien sabe si se ha cerrado la cuenta?

Huskins miró a su homólogo del Servicio Secreto, el director Brad Whitley, cuyos asentimientos indicaban que estaba de acuerdo con él.

—Sea como sea, cuatro no es un número pequeño —apostilló Whitley—, y menos cuando han muerto todos en una semana.

—¿Cómo diablos ha permitido que ocurra esto, Whitley? —El secretario de Defensa lanzó esa acusación contra el último en hablar al tiempo que daba un puñetazo en la mesa.

El director del Servicio Secreto había ostentado el cargo durante las tres últimas administraciones y no perdió la calma ni se amilanó cuando, centrándose únicamente en los hechos, respondió:

—Nuestro cometido es proteger al presidente, al vicepresidente y a sus respectivas familias, así como a los dirigentes extranjeros cuando nos visitan. No es tarea del Servicio Secreto proteger a los ayudantes y asesores del presidente.

Davis inspiró con fuerza a fin de sosegarse. Whitley estaba en lo cierto, por supuesto. Aquello no era un fallo de la institución, sino del hombre al mando, o eso decían los datos que tenían a su disposición. El presidente se había metido en aquel embrollo él solito y había arrastrado con él a la nación cuyo liderazgo ostentaba.

—Volvamos a los datos disponibles sobre los asesinatos —replicó el secretario de Defensa, dejando correr el punto anterior—. Eso es lo que determina si se trata de un gran fallo en la guerra antiterrorista o de una traición orquestada por el comandante en jefe.

Las palabras de Davis eran la primera ocasión en que alguien verbalizaba la verdadera extensión de los hechos que se presentaban ante ellos. Se hizo un silencio embarazoso.

—¡Hablad, maldita sea! —exigió el secretario de Defensa, dando otro puñetazo en la mesa.

El general Mark Huskins se recobró de la gravedad del momento, se inclinó hacia delante y, hablando de un tirón, reveló cuanto habían descubierto sus investigadores militares en las diferentes escenas del crimen.

—Todos los hombres fueron abatidos por varios disparos en el pecho hechos con una pistola, salvo el caso del ayudante del vicepresidente. Se trataba de ejecuciones. Han sido trabajos profesionales.

—Por tanto, podría haber sido cualquiera… o bastantes grupos —conjeturó en voz alta Davis, que pareció esperanzado.

—No —le contradijo el general—. Balística informa de que los disparos fueron hechos siempre por un arma del mismo calibre y en tres de ellos había marcas suficientes como para determinar el origen.

—¿Qué clase de origen?

—Si aceptamos que los casquillos no estaban demasiado deformados por el impacto, podemos rastrear su manufactura gracias a la forma, los componentes químicos, la aleación y otros indicadores claves por el estilo. Eso nos permite rastrear a proveedores y traficantes de armas por todo el mundo. Hacemos esto de forma rutinaria en todas las zonas terroristas y áreas de combate táctico, en cualquier sitio donde podamos conseguir munición procedente de otras fuerzas que no sean las nuestras. —Tras este resumen para el secretario de Defensa, se retrepó sobre la silla y dijo—: Las balas están relacionadas con hombres malos, señor secretario.

Y para eso se hallaban todos allí, para determinar ese enlace.

—¿Y…? ¿Adónde lleva el rastro?

El general era consciente de que su respuesta revestía una gran gravedad, pero su trabajo no consistía en ocultar hechos terribles a aquellos hombres, y cuando contestó, lo hizo con seguridad:

—Todas las balas empleadas en los asesinatos de los asesores presidenciales proceden de un lote de munición cuyas características físicas y químicas únicamente hemos detectado en un escenario. Y ese escenario es el noreste de Afganistán.

«Bueno, ya lo he soltado».

Todos los hombres reaccionaron en silencio ante semejante revelación. Unas sólidas pruebas forenses respaldaban las sospechas que habían tenido hasta ese momento.

—¡Válgame Dios! —respondió Whitley. A la luz de esa revelación, su trabajo como jefe de los Servicios Secretos cobraba un cariz muy diferente.

Davis intentó poner esa información en el contexto más amplio de los acontecimientos de aquel día.

—El torrente de informes que están sacando a la luz los medios de comunicación demuestran un claro patrón de corrupción en la actuación del presidente Tratham. Quienquiera que haya filtrado el grueso de la información tal vez deba pudrirse en una de nuestras mejores prisiones por semejante boquete en la seguridad nacional, pero lo cierto es que no hay mucho margen de duda. El presidente ha practicado el doble juego con sus amigos los saudíes.

—Y eso ha cabreado a los afganos, obviamente —respondió Whitley.

—¿Y qué relación tiene eso con los asesores muertos? —Davis quería certezas, claridad.

En esta ocasión el encargado de proporcionárselas fue el director del Servicio Secreto.

—Gifford, Dales y Marlake le habían avisado seriamente sobre sus resoluciones en materia de política exterior y todos ellos formaban parte del núcleo encargado de las negociaciones para la reconstrucción de la posguerra.

—¿Y qué hay de Forrester?

—Formaba parte del equipo del vicepresidente, pero apuntaba más alto y también él estaba metido en asuntos de política exterior.

Other books

Heroin Annie by Peter Corris
The Ophelia Prophecy by Sharon Lynn Fisher
To Catch a Rabbit by Helen Cadbury
Rivals by David Wellington
At Weddings and Wakes by Alice McDermott
I Heart Me by David Hamilton
The Not-so-Jolly Roger by Jon Scieszka