Encima de esas imágenes se hallaba el retablo. Michael le había insistido muchas veces en que usara ese nombre, pero ella siempre pensaba en él como una parte del altar. Allí había siete estatuas. Una de ellas en particular atrajo de inmediato su atención.
Justo encima del altar había una estatua del niño Jesús en brazos de su real madre.
«Para orar, entre dos reinas». En cada una de las alas se hallaba presente la misma imagen de la Virgen María, una en vidrio y otra en piedra. De pronto, Emily vio clara la pista de Arno. El pequeño símbolo de la biblioteca así como cualquier otra información o pista que pudiera haber se hallaban en el espacio comprendido entre ambas imágenes. «Entre dos reinas». Un lugar situado exactamente en el centro de la iglesia.
Y debajo de mil toneladas de piedras caídas.
Oxford, 3.50 p.m. GMT
Al cabo de unos momentos, Emily abandonó la iglesia con gesto adusto. La preocupación sobre si la policía la detendría y se la llevaría de la escena del atentado no la asaltó hasta que estuvo en el pequeño callejón conocido como Catte Street, pegado al extremo este de la iglesia. Los descubrimientos realizados en el interior del edificio le habían hecho perder cualquier esperanza de tener acceso a la información que Arno quería que descubriese. Holmstrand había escrito que otros iban en pos del conocimiento y estaba claro que habían llegado allí primero y habían borrado sus huellas de forma harto dramática. Fuera lo que fuera que pudiera verse allí, ahora era imposible acceder a ello. Emily no tenía la menor idea sobre el tiempo necesario para desescombrar todo aquello, podía llevarles semanas o meses retirar el montón de piedras acumuladas en la sección central e, incluso después de que lo hubieran logrado, estaba por ver que siguiera allí lo que ella andaba buscando.
Recorrió los campos con la mirada hasta establecer contacto visual con Peter Wexler, que pareció experimentar un notable alivio al verla salir del edificio. Murmuró unas disculpas apresuradas a los miembros del corrillo del que formaba parte y se acercó a Emily; luego, ambos emprendieron el camino de salida y pasaron a la zona cuyo acceso ya no estaba restringido por cintas amarillas. Caminaron en silencio hacia donde se hallaba el doctorando, todavía sentado en el banco de piedra y sumido en sus pensamientos.
—Empezaba a preguntarme cuánto tiempo más iba a poder seguir con esta artimaña —dijo Wexler, que miró a Emily con expectación—. Confío en que el tiempo haya merecido la pena.
—En cierto modo. He localizado a las dos reinas: una imagen de María en la vidriera del extremo oeste y una estatua de la Virgen en el altar del lado opuesto. Pero orar entre ellas no resulta posible en este momento.
El profesor enarcó una ceja en gesto inquisitivo.
—El punto medio entre las dos imágenes ahora es un montón de piedras y escombros.
El oxoniense lanzó una mirada fugaz hacia atrás y entendió a qué se refería Emily en cuanto vio dónde yacían las ruinas de la torre. El profesor parecía físicamente dolido por tan malas nuevas.
—No sé si voy a encontrar una forma de seguir —admitió la norteamericana al tiempo que intentaba contenerse para que no le aflorara en el tono de voz la sensación de derrota—. Sea lo que sea que yazca debajo de esa montaña de escombros, no voy a poder llegar a ello. Al menos no ahora.
De pronto, el joven canadiense se puso en pie. Había permanecido callado hasta ese momento, pero ahora era el único de los tres con una pincelada de esperanza en el rostro.
—En realidad, doctora Wess, eso no es un problema tan grande como usted se piensa.
Aquella nota positiva fue demasiado para ella, frustrada como estaba.
—¿Qué…? ¿No es un problema tan grande como yo creo? ¡Usted sí que sabe elegir a los optimistas, profesor! —exclamó Emily, mirando a Wexler, y luego se volvió otra vez hacia el joven—. Mientras hay vida hay esperanza, ya lo sé, pero una cierta dosis de realismo le viene bien al alma.
Aun así, Kyle seguía exultante mientras Emily hablaba y su semblante pasó de la esperanza a la convicción absoluta. El rapapolvo no le hizo agachar las orejas, sino que le llevó a esbozar una seca sonrisa.
Emily no comprendía absolutamente nada.
—¿Que una iglesia de piedra se haya derrumbado sobre la pista no le parece un problema?
—No, en absoluto —contestó Kyle con resolución—, porque estoy absolutamente seguro de que ahí, debajo de todos esos escombros, no hay nada.
Nueva York, 10.30 a.m. EST (3.30 p.m. GMT).
El Secretario sintió un nudo en el estómago cada vez mayor. Jason y su compañero estaban en Oxford, en el lugar de los hechos, coordinando al equipo local y a la rama del Consejo en Londres. Todos sus hombres en Inglaterra habían demostrado ser agentes habilidosos. Los que Jason había tomado como equipo de apoyo actuaban bajo la apariencia de hombres de negocios de la City; esos expertos eran buenos conocedores de su territorio e inquebrantables a la hora obtener resultados. Al igual que Jason, eran la viva imagen de la lealtad, la discreción y la eficacia, los compañeros ideales del Secretario, un hombre que solo quería las mejores bebidas, las mejores viandas, los trajes más elegantes y los mejores hombres a su servicio. Hombres que conocieran el poder del Secretario y supieran cuál era su sitio, que recelaran de lo antiguo y abrazaran lo nuevo. No quería a sus órdenes a esos tipos que decían «Sí, señor», prefería hombres que no dijeran nada y solo actuaran, cumpliendo su voluntad al pie de la letra.
Ese pequeño equipo se había puesto a comparar las dos maquetas digitales en 3D. El Secretario podía verlas ambas en la pantalla de su ordenador. Una ventanita situada a la izquierda de ambos modelos actualizada por el equipo encargado de cruzar referencias informaba sin cesar sobre la lista de objetos que habían resultado destruidos por la explosión, así como sus orígenes, diseño, antecedentes e historia. Los expedientes eran detallados hasta lo intrincado. Cualquier minúsculo punto podía ser importante y, por consiguiente, el equipo estaba generando unos listados considerables. La misión iba bien.
Y aun así notaba un nudo en el estómago.
El Secretario recibía informes telefónicos cada diez minutos, pero el intervalo de tiempo entre las llamadas se hacía cada vez más insoportable. Nuevas dudas e inquietudes parecían surgir a cada segundo transcurrido. No dejaba de darle vueltas en la cabeza a una sucesión de detalles inquietantes que habían acompañado al asesinato de Arno Holmstrand.
«El último acto del Custodio. Una llamada telefónica hecha el día anterior. El libro con las páginas arrancadas. La iglesia. La explosión».
Retorció un clip entre los dedos de la mano izquierda, un tic nervioso que había tenido desde la niñez. «Algo va mal». Miró una vez más las páginas del libro que Arno Holmstrand había intentado evitar que vieran, aunque a la vez también parecía desear que las vieran y lo averiguaran.
«La iglesia. La explosión. El libro abierto. Ese libro abierto tan a la vista».
El nudo del estómago fue a peor. El Custodio era un hombre dado a los engaños, y él lo sabía, un tipo sinuoso y aficionado a las tretas y artimañas. A juicio del Secretario, no era un hombre sabio, al menos no en un sentido de nobleza y autenticidad, pero sí astuto, era un maestro del engaño. Había tenido noticia de lo que se planeaba en Washington, pero ni la visión del poder que estaban acumulando le había frenado a la hora de invertir sus últimas energías en esta otra tarea: aquella burla vergonzante y desdeñosa sobre la misma
raison d’être
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del Consejo.
Y entonces el Secretario tuvo una revelación y, con una claridad que únicamente le sobrevenía cuando las circunstancias le exigían el máximo, supo que los últimos movimientos de Holmstrand no eran una cuestión de mofa y venganza. No, era más, mucho más. Y en ese preciso momento cayó en la cuenta de que se había equivocado sobre el modo como había abordado el tema. «Los mentirosos siempre mienten», se reprendió a sí mismo. Había concedido demasiado crédito al aspecto superficial de los movimientos de Arno.
Alargó la mano para descolgar el teléfono de su despacho, seleccionó una opción de marcado rápido de entre las muchas opciones del menú y se llevó el auricular al oído.
—Soy yo —anunció, convencido de que su interlocutor al otro lado de la línea no necesitaba de mayores identificaciones—. Quiero que vayas a la universidad del Custodio ahora mismo. Consígueme información de todas las personas que trabajaban con Arno Holmstrand y de cualquiera que haya hablado con él en los últimos cinco días.
Su mano sudada dejó un contorno de sudor y humedad en el auricular cuando lo depositó sobre la horquilla del teléfono.
«El viejo bastardo no dirigió contra mí su última andanada —musitó, fortalecido ante esa nueva perspectiva—. Dejó las miguitas de pan para otra persona, y que me aspen si no averiguo de quién se trata».
Oxford, 4.10 p.m. GMT
—¿De qué estás hablando? —quiso saber Peter Wexler, cuya perplejidad era aplicable también a Emily.
Kyle se pasó los dedos por entre el pelo corto, como si cepillárselo le permitiera desprenderse de los últimos atisbos de duda.
—Mientras ustedes dos entraban a explorar, me he sentado en ese banco a ver si conseguía asimilar toda esta situación —respondió el joven—, y ya no he conseguido sacármelo de la cabeza de lo obvio y evidente que es. —Y abarcó toda aquella escena con un movimiento del brazo.
—¿Obvio?
La palabra entraba en conflicto directo con la desorientación que embarga a Emily. La única cosa evidente para ella era su propia confusión. Y su frustración. Y quizá su creciente sorpresa ante el optimismo del joven.
—Piensen en ello —prosiguió el canadiense—. La iglesia estalla justo cuando Arno es asesinado. La conexión es demasiado obvia, ya que él ya la había dirigido a usted hacia Oxford, doctora, y también le había comprado un billete antes de morir. No hace falta ser Einstein para unir esos dos puntos.
Emily se mantuvo a la espera un tiempo más, no muy segura de adónde quería conducirles Kyle, pero en las palabras de este podía apreciarse la misma nota de inquietud que ella había sentido en un primer momento ante la aparente simplicidad de los mensajes de Arno.
—Y luego —prosiguió el doctorando—, tenemos la pista que nos ha traído hasta aquí: «Iglesia de la universidad, el más antiguo de todos». Venga, hombre.
Su mirada fue de Wexler a Emily y se desesperó cuando se percató de que ninguno parecía seguirle el hilo a su razonamiento. Otra persona se habría sentido muy contenta de haber ganado a dos académicos a la hora de descifrar un enigma, pero a Kyle Emory le consumía la emoción del misterio. Quería que ellos lo vieran tan claro como él.
—Creo que la razón por la que hemos sido capaces de descifrar tan deprisa esta pista es por su simplicidad, es demasiado sencilla. Para tontos, como decimos nosotros, los canadienses —concluyó Kyle—. Cualquier turista que haya hecho una visita guiada de dos peniques sabe que esta iglesia era el edificio más antiguo de la universidad, y por si eso no hubiera bastado, el nombre en sí mismo ya constituía una pista.
»Si ese profesor suyo la envía a descubrir una biblioteca que lleva perdida mil quinientos años, ¿pretende decirme que la clave está oculta detrás de unas pistas descifrables por un guía turístico de los que cobran cinco libras la hora?
Emily permaneció en silencio. A su modo, diligente y preciso, el chico era bueno. Había elegido un punto de vista que tanto ella como Wexler habían pasado por alto. Los dos se habían dejado embargar por la emoción de su pequeña tarea detectivesca. En cambio, el enfoque de Kyle había dado frutos.
—Estás en lo cierto. Los mensajes de Arno eran… demasiado…, demasiado…
—Obvios. —Tras repetir su primer dictamen, Kyle se permitió el lujo de que una pequeña sonrisa de satisfacción se demorase unos segundos en sus facciones.
Emily asintió a regañadientes, pero no sin cierta admiración.
—Y entonces viene a colación lo de las dos reinas —prosiguió Kyle—. Usted ha estado ahí dentro hace diez minutos, doctora Wess, y las ha encontrado a pesar de que media iglesia se ha venido abajo. La misión consistía en encontrar un punto en el medio. Y está sepultado por las rocas, sí, pero lo ha encontrado de todos modos. Y así todos los indicios se interpretan con suma facilidad. ¿De acuerdo? —El canadiense parecía acalorado por su propia intensidad. Su dinamismo era de lo más enérgico—. Si todo esto va de verdad sobre la Biblioteca de Alejandría y estas son las pistas de Arno Holmstrand para evitar que sea descubierta por las personas equivocadas, hay un problema capital.
—¿Y cuál es?
—Que no son pistas en clave, son de una sencillez insultante y nos llevan directas al objetivo. Los niños de primaria serían capaces de descifrarlas en cuestión de unos días.
—Arno Holmstrand no fue ningún estúpido, Kyle —terció Wexler, inclinándose sobre los conversadores—. Me resulta muy difícil creer que no inventara algo realmente efectivo para ocultar sus verdaderos propósitos.
—Y tiene usted toda la razón, profesor —contestó Kyle, arrebatado por el frenesí del momento. Subía y bajaba los hombros a causa del entusiasmo. Abría y cerraba las manos sin cesar, como si la solución a los enigmas de aquella tarde flotara en el aire y él fuera a atraparla entre los dedos.
—El hecho de que sean tan simples y sencillas no me hace pensar que sean malas, antes bien lo contrario: me parecen… brillantes. —Miró a Emily directamente a los ojos. Había conseguido despertar su curiosidad—. Tengo la impresión de que su profesor había ideado estas pequeñas pistas con el propósito de inducir a engaño. Y dos veces.
»La primera, mostrándose lo bastante misterioso como para que la doctora entrara en el juego y comprendiera que se trataba de un enigma. Se entusiasmó cuando las piezas empezaron a encajar y creyó que ya lo había resuelto. En otras palabras, si alguien encontrara esas pistas y sospechara que en ellas podía haber un secreto, él quería que sintiera exactamente lo mismo. Primero refuerza las expectativas de esas personas y luego las desorienta. Pero deben tener un punto en común: ocultar algo para una segunda lectura. La primera oculta su verdadero significado y, por tanto, es una decepción. Si cayeran en malas manos, los nuevos propietarios se embarcarían en una búsqueda inútil hacia la nada.