Emily, como Wexler y Emory, había tomado al pie de la letra lo de la iglesia de la universidad. Era un nombre conocido en una ciudad conocida. Y era obvio que Arno había querido que le viniera a la mente al escribirlo, pero lo cierto es que era una persona muy precisa en su redacción, y no había escrito la iglesia de la universidad, sino iglesia, sin el artículo. No se refería a la iglesia de la universidad, sino a la del University College, o sea, a su capilla. «El más antiguo de todos» no aludía al edificio de una iglesia, sino al
college
.
Emily contempló fijamente el sólido muro del University College, que dominaba el tramo inferior de la calle. Le sobrevino la convicción de que la pista de Holmstrand apuntaba a ese objetivo.
Se detuvo al acercarse a una parada de autobús situada enfrente de la puerta más al este del
college
, una que había dejado de usarse como entrada desde hacía mucho. Iba a tener que subir un poco más por la calle y llegar a la entrada principal si quería entrar al complejo, pero no lo hizo, pues deseaba poner en orden sus ideas. Ascendió unos pocos peldaños y se plantó junto a una arcada tapiada. Se dio media vuelta y tomó asiento en lo alto de la escalera. La doctora cerró los ojos y disfrutó de la ausencia de distracciones visuales, entusiasmada por la velocidad con que empezaba a cobrar sentido el pequeño misterio de Holmstrand. «Quizá no sea una pérdida de tiempo después de todo».
Abrió los ojos, sacó la carta de Arno y releyó la línea manuscrita: «Para orar, entre dos reinas». Emily sintió crecer en su interior una determinación renovada: iba a encontrar a qué se refería aquel enigma también.
La solución vino más pronto de lo esperado: al levantar la vista de la hoja se descubrió contemplando un rostro de piedra, y es que al otro lado de la calle se erguía la noble silueta de una reina, rodeada por ocho blancas columnas de piedra que sostenían un dosel por encima de su cabeza. La talla permanecía debajo de una cúpula propia, encaramada en lo alto de una ornamentada fachada que discurría en ángulo a la calle. Emily la tenía justo delante gracias a que había subido el tramo de escaleras de la puerta en desuso del University College.
«Queen’s College». El pulso se le aceleró mientras se estrujaba las meninges para recordar los pocos hechos que sabía sobre aquel lugar. Se fundó en 1345 y tomó su nombre en honor a la reina Felipa de Henao, esposa del rey Eduardo III. El
college
era famoso por la calidad de sus organistas e historiadores. Emily había asistido en su interior a un seminario durante su segundo año como estudiante del máster e incluso entonces reparó en la estatua situada sobre la puerta de la entrada principal. Pocas reinas merecían más que ella un monumento en el mundo académico.
«Ella es la primera. Necesito otra».
Emily miró a derecha e izquierda, pero incluso antes de empezar a girar la cabeza ya sabía lo que iba a ver. Ahí, casi a la misma distancia, pero en dirección opuesta, se alzaba la silueta derrumbada de la iglesia de Santa María la Virgen.
En ese momento se percató de que se hallaba entre dos reinas: a su izquierda estaba la Reina de los Cielos, en forma de una iglesia consagrada a la Virgen María, y a su derecha una reina del mundo, en forma de
college
dedicado a una reina del siglo XIV.
Y tras ella, oculta a la vista por el grueso muro, estaba la iglesia del University, «el más antiguo de todos».
Emily metió la carta de Arno en la bolsa y salió disparada hacia la puerta.
4.55 p.m. GMT
Los acontecimientos posteriores a la revelación de Emily se sucedieron a gran velocidad. Pagó una módica cantidad por tener el honor de dar una vuelta por los jardines del University College y entrar después en el antiguo recinto. Una vez dentro de sus muros de piedra caliza, atravesó los cuidados jardines y se fue directa al recinto de la antigua capilla. El enorme edificio se alzaba junto a la gran residencia de estudiantes. Las dos impresionantes estructuras quedaban ocultas a la visión del público general gracias al diseño amurallado del propio
college
.
Emily entró en la capilla con un propósito singular. Cada peculiaridad del hermoso interior —las estatuas de los antiguos directores en la antecapilla, donde también había unas pantallas de madera magníficamente tallada y una vidriera estupenda de Van Linge, datada antes de la guerra civil— llamaba su atención como potencial indicador que permitiera localizar el símbolo de la biblioteca, uno como el dibujado por Arno en su carta. En cualquier otro día se habría demorado delante de todos y cada uno de los detalles del espacio sagrado, disfrutando del significado histórico y religioso de aquellos que conocía e intentando averiguar más de los que no. Se había pasado toda la vida obrando de ese modo en capillas e iglesias, imbuida por la creencia de que era casi sacrílego permanecer cerca de algo antiguo y no desvelar su significado. Pero no en el día de hoy.
No tenía la menor idea acerca de la forma en que se revelaría el emblema: ignoraba si sería una zona reluciente en una vidriera, estaría tejido en una tela o tallado en madera. Pero sentía con todo su ser que estaba en algún rincón de aquel lugar. Contempló por enésima vez la tercera hoja de Arno, donde podía verse la pequeña divisa en lo alto de la página, las letras griegas beta y eta rodeadas por un pequeño marco ornamental.
Cruzó el trascoro de madera y se adentró en la capilla principal, donde había un puñado de visitantes: unos pocos estaban de pie, observando boquiabiertos el lugar, y el resto se hallaba sentado en los bancos, orando en diferentes actitudes de recogimiento. Ella pasó junto a ellos en dirección al altar, donde estudió con detenimiento hasta el último detalle, pero no localizó nada que guardara el menor parecido con el símbolo de la carta. Se giró a la derecha y recorrió con la mirada la pared, las bancadas, las ventanas e incluso los suelos a medida que avanzaba por el pasillo. «Nada». Anduvo de vuelta al altar y lo examinó de nuevo antes de repetir el proceso por el lado izquierdo. «Nada otra vez».
Frustrada, alzó el cuello para contemplar la techumbre de estilo casi gótico que diseñó George Gilbert Scott para la capilla: líneas fuertes, curvas ampulosas e imponentes, arcos ojivales. El techo soportó el escrutinio en silencio sin revelarle absolutamente nada.
Emily bajó la mirada y centró su atención de nuevo en el altar, el punto más despejado de la capilla. Esta se hallaba aislada del espacio principal por el típico trascoro ornamentado de separación entre el coro y la nave. En este caso era de una oscura madera tallada con primor. Los tallistas de alguna generación previa habían creado sobre la recia madera un entramado de follaje que parecía liviano como el aire, cuyo efecto únicamente quedaba estropeado por la capa de polvo gris que cubría las zonas a las que resultaba difícil llegar, así como unos cuantos arañazos y marcas de siglos atrás, testimonio de que la capilla había sido un lugar de culto muy activo.
Se puso a examinar el trascoro y enseguida atrajo su atención una de las zonas garabateadas del rincón. Esa sección algo más tosca solo era visible desde un extremo del altar, donde ahora estaba ella, por lo que habitualmente no era vista por visitantes ni fieles. Desde su posición podía advertir que no estaba más afectada por las marcas que otras zonas, pero estas eran más recientes a juzgar por el tono más luminoso de las mismas. Se acercó un par de pasos y entonces los rasgos cobraron una forma más coherente. Y lo que parecían ser cuatro tachaduras se convirtió en una forma rectangular hecha con cierta tosquedad y las líneas picudas resultaron ser…
… Letras y palabras rodeadas por líneas grabadas con tosquedad, y un pequeño signo.
El
signo
.
Emily lo había encontrado.
Burdamente tallado en la madera había un símbolo idéntico al de la carta: las dos letras griegas debajo de la marca de abreviatura dentro de un recuadro ornamental. El sencillo emblema sin pretensiones que representaba «nuestra biblioteca». Debajo del mismo, grabada en la madera dentro del pequeño recuadro, había una serie de palabras inconexas.
5.30 p.m. GMT
Emily contempló fijamente un texto donde se concitaban el sentido de la historia y el de la aventura, que, de pronto, se había vuelto tangible y real. No pudo evitar que su imaginación volara hacia esas películas taquilleras con templos de cartón piedra y estatuas de dioses falsos. La emoción y la educación no iban de la mano en la rural Ohio y desde la infancia ella había abrigado una devoción poco o nada femenina por las películas de aventuras. La saga de Indiana Jones había sido su favorita.
«Esto es la realidad, Indiana», pensó con una inmensa satisfacción.
Aquel era el primer descubrimiento auténtico de Emily Wess. Era poca cosa en sí mismo, cuatro trazos hechos en la pared trasera de una iglesia, pero su significado era muy superior. Ahora estaba convencida de que lo que Holmstrand había dicho sobre la Biblioteca de Alejandría era cierto, y entonces aquello era una pieza de un puzle que la conducía a un descubrimiento inimaginable.
Y si podía ir tan lejos, lo haría.
Miró de nuevo el improvisado grabado de la pared, donde se veía el emblema de Arno diáfano como el día y, debajo, una serie de palabras escritas con una letra de trazo rudimentario.
Legado de Ptolomeo
VIDRIO
ARENA
LUZ
El nombre del rey egipcio le resultaba familiar, pero las tres palabras restantes no le decían absolutamente nada. Eso no disminuyó la alegría que sentía por haber hecho el descubrimiento, aun cuando el contenido de aquel mensaje resultara más extraño que los de antes.
Mas ahora había un camino a seguir con claridad. Había llegado tan lejos gracias a la perspicacia de otros y se dio cuenta de que iba a necesitarlos de nuevo para recorrer los caminos que la aguardaban. Necesitaba ayuda.
Sacó el BlackBerry de un bolsillo de la chaqueta Salvatore Ferragamo, su favorita, y pulsó un botón plateado a fin de activar la cámara. Tomó tres instantáneas del garabato de la pared. Otros tantos clics confirmaron la acción. Deseaba asegurarse de que la imagen fuera nítida y distinguible al menos en una de las instantáneas. Estaba decidida y resuelta. Wexler y ella habían acordado no volver a verse aquella tarde hasta la hora de la cena, pero Emily sabía que su descubrimiento era demasiado importante como para esperar a ese momento. Se guardó el móvil en el bolsillo y salió de la capilla en dirección a la casa del profesor.
Nueva York, 12.30 a.m. EST (5.30 p.m. GMT).
La sensación de claridad y revelación que el Secretario había experimentado hacía dos horas se había asentado hasta convertirse en una determinación centrada y controlada. Forzó los hombros hasta adoptar una posición relajada mientras la línea telefónica iba entre chasquidos a través de diferentes conexiones y se mantuvo a la espera del doble timbrazo característico de la telefonía inglesa.
El Amigo en Minnesota había confirmado hacía poco más de una hora su nueva interpretación del último misterio del Custodio. Había convocado una reunión del Consejo y le había obligado a intervenir para proporcionarle cobertura. Y mientras él enviaba a su gente a escarbar entre las ruinas, el Custodio introducía una nueva pieza en el juego. El Secretario estaba convencido de que había llevado a Inglaterra a sus mejores hombres y los había embarcado en una misión que iba a ser una pérdida de tiempo. Y un engaño. Arno Holmstrand se burlaba de él aun después de muerto.
Pero ahora conocía a la nueva jugadora. Esa doctora Emily Wess había viajado a Londres y que estuviera allí al mismo tiempo que sus hombres solo confirmaba la opinión del Secretario.
La situación en el momento actual era diferente, como también lo eran los hechos, al menos en lo tocante a su significado. Ya no pensaba que la demolición de la iglesia respondiera a un plan para ocultarle algo a su Consejo. Al menos nada que estuviera en ese edificio.
El engaño del Custodio había sido muy aparente, pero tenía fallos. Al arrancar un puñado de páginas de un libro fácilmente localizable, sabía que el Consejo iba a poder recrear las hojas quemadas en un abrir y cerrar de ojos, como así había sido. Ni siquiera habían tenido que recurrir al proceso fiable pero lento de tratar los restos carbonizados y unirlos luego para ver qué es lo que quería ocultarles el difunto. Jason solo había tenido que ir a una librería de la misma ciudad y comprar otro ejemplar. Holmstrand se había encargado de no utilizar una edición rara como anzuelo para su trampa, pues deseaba asegurarse de que fueran capaces de conseguir el libro con facilidad. Y en este localizaron intactas las páginas arrancadas, donde había una referencia clara: la iglesia de la Universidad Santa María la Virgen. Un monumento histórico.
Pero su enemigo había previsto que ellos iban a reconocer ese objetivo, y por eso el Secretario supo de ese monumento casi al mismo tiempo que tuvo noticia de su destrucción, causada por una explosión a los pocos minutos de que el Custodio hubiera sido eliminado. La conexión entre ambos hechos estaba clara. Le sorprendieron la vastedad de la trama y el deseo de Holmstrand de burlarse de ellos, ya que les guio hasta el tesoro solo para arrebatárselo y dejarles ver la magnitud de lo que les negaba. No era la primera vez que el Custodio gastaba semejante tipo de jugarretas.