La biblioteca perdida (21 page)

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Authors: A. M. Dean

Tags: #Intriga, #Aventuras

—Comprendido.

Se hizo otro silencio antes de que el Secretario diera por concluida la conversación.

—Ve a Egipto ahora mismo y averigua qué es lo que realmente sabe Emily Wess.

50

Londres, 10.55 p.m. GMT

Con tan poco tiempo, Michael solo había conseguido encontrar en el vuelo nocturno a Alejandría un asiento en primera, un lujo del que Emily no había disfrutado con anterioridad. La azafata la había conducido hasta un espacioso asiento de felpa y enseguida le habían entregado una manta de lana junto con una bolsa llena de regalos. Le dio las gracias a Wexler por haberse ofrecido a correr con todos los gastos. Después de todo un día pateándose la zona cero de una explosión en un país extranjero y decodificando las pistas de un muerto, agradecía sobremanera cualquier pequeño indicio de civilización. Jamás le había parecido tan maravilloso un frasquito de refrescante loción de manos.

El vuelo de Londres a Alejandría duraba ocho horas justas, incluyendo la breve escala aduanera en el aeropuerto de El Cairo. Salía de uno de los aeropuertos más antiguos del mundo y llegaba a uno de los más nuevos de Egipto: Borg El Arab, una maravilla de vidrio y metal con forma de barco, algo inexplicable a juicio de la doctora norteamericana. No le sorprendía que su prometido hubiera exudado entusiasmo por teléfono al describirle los detalles, pero incluso entonces Emily se preguntaba si las características de un aeropuerto, aun cuando fuera de reciente construcción, eran algo que solo un estudiante de Arquitectura podía apreciar. Incluso aunque la forma de nave hubiera sido adoptada con el propósito de establecer una conexión entre los modernos vuelos y la fama de la antigua ciudad portuaria de Alejandría, seguía siendo un aeropuerto con todas las molestias típicas de los aeropuertos.

Emily se relajó en el asiento. Todavía le quedaban por delante ocho horas durante las cuales iba a poder disfrutar de la paz y la calma de esos momentos, así como leer parte del material entregado por su antiguo mentor. Eso además de comer todo cuanto le dieran las azafatas. El feroz crujido de su vientre iba a más, recordándole que únicamente había tomado una taza de café desde que abandonó Estados Unidos.

Mientras aguardaba la llegada del servicio de comidas, reclinó el asiento y conectó el cargador del móvil. Solo después centró su atención en los libros. No tardó en saber que Borg El Arab no era la única joya de la arquitectura que había florecido en la ciudad de Alejandría durante los últimos años. La guía de viaje que Wexler le había dado en Oxford, y que ahora descansaba abierta sobre su regazo, se hallaba llena de ejemplos en ese sentido. Desde mediados de los noventa, el gobierno local de Alejandría se había fijado como objetivo revitalizar la ciudad con el propósito de desterrar la imagen que la mayoría de los turistas tenía de Egipto: un lugar de pobreza endémica y población iletrada, con una situación muy próxima a los países del Tercer Mundo. Alejandría había sido en tiempos una de las grandes capitales de la sabiduría y del comercio y se estaba convirtiendo en una nueva metrópolis de la cultura y la moda; ahora, las mismas tiendas de lujo presentes en la neoyorquina Quinta Avenida o en la londinense Oxford Street se hallaban en la Corniche, y todas las nuevas construcciones edificadas en la ciudad eran un modelo de vanguardia arquitectónica: nada que ver con las paredes de adobe y la silueta de las pirámides.

La nueva biblioteca iba en esa dirección. La urbe deseaba recuperar una parte de su antigua reputación como centro mundial del conocimiento y por eso adoptó la decisión hacía un par de décadas de construir una nueva biblioteca lo más cerca posible del emplazamiento de la antigua. Pero la ubicación era lo único que la Bibliotheca Alexandrina iba a tener en común con su homóloga de la Antigüedad. La estructura era de lo más vanguardista que Emily había visto, o al menos esa impresión producían las fotografías. El edificio principal era un enorme disco de granito cuyo tejado se deslizaba hacia el mar, recreando la imagen de que el sol del conocimiento salía de entre las aguas, algo que la literatura se había apresurado a utilizar. En la fachada había inscripciones y textos escritos en ciento veinte idiomas de todo el mundo, todo un símbolo de la dimensión universal de la sabiduría, por la que se había hecho famosa la antigua biblioteca.

No era de extrañar que Michael la adorase.

Todas las cifras del edificio eran apabullantes. El disco central tenía ciento sesenta metros de diámetro. Su principal sala de lectura tenía 70.000 metros cuadrados. Tenía espacio para albergar ocho millones de libros. Había costado doscientos veinte millones de dólares.

Cuando la moderna Alejandría construía algo, lo hacía a lo grande. «No se diferencia tanto de la antigua Alejandría», pensó Emily.

La gran diferencia entre una y otra eran las sociedades existentes alrededor de cada biblioteca. En los tiempos antiguos, la biblioteca era la niña de los ojos del rey y la sociedad hacía lo que hacían las sociedades en el mundo antiguo: imitar a su soberano. Ptolomeo usaba la biblioteca para dar prestigio a su reinado y su pueblo le siguió con avidez en ese propósito. No había mucha diferencia entre que obraran por amor a su faraón y devoción a la cultura o si lo hacían porque no les quedaba otra, salvo morir.

Empero, el Egipto moderno se parecía muy poco al reino de Ptolomeo I Sóter y el desorbitado precio del nuevo edificio no era el único aspecto que había provocado un encendido debate en las calles y en el Gobierno. Igual de relevante era la pregunta de para quién se había construido, dado que la mayoría de la población seguía siendo analfabeta y Alejandría no había sido la capital del conocimiento desde hacía siglos. El presidente llevaba mucho tiempo en el poder y podía soportar esos comentarios, pues veía la biblioteca como una forma de reverdecer los laureles de su antigua reputación, mas un presidente no es un rey, como pusieron de relieve los alzamientos y sublevaciones que acabaron por expulsar del poder al Gobierno. Y allí donde los Ptolomeos habían mandado y el pueblo les había obedecido, el poder actual se había visto abocado a unas elecciones democráticas y a la burla de los medios de comunicación internacionales. Era un mundo diferente: volátil, manipulador, inseguro.

Los pensamientos de Emily volvieron a las noticias leídas mientras iba de camino a Heathrow. Se le hacía difícil creer todo cuanto había visto en la pequeña pantalla del BlackBerry. No hacía ni cuarenta y ocho horas que se había ausentado del país y la capital ya se había llenado de cadáveres en crímenes cometidos en teoría por activistas de Oriente Próximo airados por los chanchullos ilegales del presidente. «Me pregunto si seguirá habiendo un país a mi regreso», pensó. No se leían todos los días titulares como «Golpe de gracia» o «Traición presidencial» referidos a Estados Unidos, y esos habían sido dos de los titulares más sosegados de los hojeados mientras viajaba en coche.

Pero no iba a distraerse. El escándalo en Washington era un buen ejemplo de la volubilidad del mundo político, una volubilidad que, sin embargo, había posibilitado que se completara un desafío como el de la nueva biblioteca. Por fin esta se había construido y el mundo volvía a contar con la Biblioteca de Alejandría, ahora con un nuevo rostro y otra imagen.

Miró por la ventanilla. El Canal de la Mancha se desvanecía en favor de la línea costera. Se habían acercado mucho a territorio francés mientras leía. Entonces, se preguntó, y no por vez primera a lo largo de aquel día, cómo había acabado en medio de un fregado de semejante envergadura. Resultaba difícil creer que hacía dos tardes estuviera estirando los músculos y concentrándose en su clase de
krav maga
, la mañana del día anterior diera clase cerca de los cuidados campos de Minnesota y ahora volara a bordo de un avión turco, en primera clase, de camino a Egipto, siguiendo las indicaciones de unas incisiones practicadas en la pared de una capilla inglesa, mientras en su país el mundo político parecía estar cada vez más cerca de la implosión.

La agitación en la boca del estómago fue a más, y no solo a causa del hambre. Si aquello era una pérdida de tiempo absoluta y no llevaba a ninguna parte, que así fuera; al menos vería Alejandría. Y si se trataba de algo más, como estaba segura de que era el caso, tendría éxito en su pequeña misión. Y cuando lo hiciera, poseería la misma información que le había valido tres balas en el pecho a Arno Holmstrand.

Emily cerró los ojos. Estaba a siete horas de vuelo de la costa egipcia. En aquel instante, ella deseó encontrarse mucho, mucho más lejos.

51

Washington DC, 5.45 p.m. EST (10.45 p.m. GMT).

El grupo convocado por el secretario de Defensa para afrontar la creciente crisis de la administración se reunió de nuevo en la discreta sala del Pentágono. Ashton Davis había hecho acudir a ese pequeño equipo porque pronto iban a tener que realizar una tarea sin precedentes en la historia norteamericana: la destitución forzosa del presidente de Estados Unidos.

—El
impeachment
, por el cual se procesa a un alto cargo público, no es una opción —informó con voz monocorde—. Es un procedimiento que requiere tiempo y solo en una ocasión se ha conseguido destituir a un presidente investido. No disponemos de tanto tiempo. Las acciones de este hombre han provocado una amenaza manifiesta a la seguridad nacional y han sido asesinados consejeros presidenciales, e incluso algún miembro del personal que trabajaba en el Ala Oeste. El causante de tales actividades debe ser retirado del cargo donde puede seguir ocasionándolas, sea o no el presidente de Estados Unidos.

El razonamiento era claro, pero la perspectiva pareció poner nervioso al director del Servicio Secreto.

—En la historia de este país, nadie, salvo los votantes, ha destituido por la fuerza a un presidente en activo.

—Y nunca habían venido asesinos al corazón de este país para llevar a cabo una vendetta por las actividades ilegales en el extranjero de un presidente, director Whitley —replicó el general Mark Huskins.

—Esa es la razón por la que debemos orquestar una reacción militar —añadió el secretario de Defensa—. No estamos hablando de unos negocios más o menos ilegales o de unos movimientos políticos equivocados. Hablamos de un hombre que se ha convertido en un peligro para la seguridad nacional y ha traído el conflicto del Oriente Próximo al mismísimo corazón de nuestra democrática capital.

Whitley se removió incómodo en la silla. Todo cuanto decían sus interlocutores era exacto, pero, aun así, la decisión no tenía precedentes.

—¿Existe en la constitución algún formalismo que ampare una destitución militar de un presidente en ejercicio?

—No de forma explícita —respondió Davis—. El presidente es el comandante en jefe de las fuerzas armadas, pero no es un rango militar en sí mismo y no puede hacérsele comparecer ante un consejo de guerra ni un tribunal militar.

—Pero ¿cómo vamos a proceder si no hay un elemento militar en juego? El ejército norteamericano no arresta civiles en suelo nacional a menos que lo recoja expresamente la ley militar.

El general Huskins se inclinó sobre la mesa.

—Podemos en caso de que ese civil propicie o apoye las operaciones de fuerzas militares enemigas en tiempos de guerra.

Whitley puso unos ojos como platos.

—¿Sugiere que arrestemos al presidente de Estados Unidos como un combatiente enemigo en la guerra contra el terrorismo?

—Hemos arrestado a otros ciudadanos americanos por mucho menos. Por Dios, ¡hay asesinos sueltos en Washington por culpa de las actividades ilegales del presidente Tratham! Tal vez hayan venido a suelo americano en represalia y no por invitación presidencial, pero el hecho cierto es que se encuentran aquí, y no lo estarían si Tratham hubiera obedecido las leyes que juró proteger. ¡Debemos detener a ese hombre! —dijo el general con energía y convicción.

El director Whitley sabía que protestar tenía poco sentido. Su interlocutor estaba en lo cierto: había que detener al presidente antes de que la situación se les fuera de las manos.

—¿Y qué hay del vicepresidente? —quiso saber el secretario de Defensa—. ¿Tiene alguna conexión con todo esto?

Whitley se volvió hacia Davis con rostro esperanzado.

—Mis agentes han estado trabajando con el FBI para explorar todas las posibilidades desde nuestra última reunión. La buena noticia es que parece limpio. Sus principales apoyos cuando se trata de asuntos extranjeros son Alhauser, Krefft y la Fundación Westerberg. Todos ellos tienen una reputación considerable a la hora de promover negocios en el extranjero y, de hecho, los dos últimos han presionado en el Congreso a favor de la transparencia contable en la reconstrucción de Afganistán e Irak. El vicepresidente parece estar relacionado con el tipo adecuado de grupos: los que no van a provocar respuestas militares por conductas ilícitas.

—Seguid investigando —ordenó el secretario de Defensa—. Ha de estar inmaculado… o caerá con el presidente. —Davis se puso de pie, dando una nota de gravedad al fin de la reunión—. Caballeros, el Gobierno de este país no se verá arrastrado por la conducta criminal de su líder. Les debemos eso a todos los norteamericanos. Ahora, vayan y asegúrense de que el vicepresidente está preparado para lo que se avecina. Va a ocupar un papel muy diferente al actual antes de que acabe la semana.

Viernes
52

Aeropuerto de Borg El Arab, Alejandría (Egipto).

Hora local, 8.56 a.m. (GMT +2).

El jet de las aerolíneas turcas aterrizó con un solo minuto de retraso sobre la hora prevista de llegada. El sol despuntaba en el horizonte y el calor, incesante incluso en un día de noviembre, no había disipado aún el frío de la noche.

Una hora después, Emily viajaba en taxi por el camino del noreste hacia el centro de la ciudad. Se asomó por la ventanilla y estiró el cuello con la esperanza de hacerse, desde la distancia, una imagen clara de la ciudad. Había visto bastante poco durante el aterrizaje y solo ahora se daba cuenta de que estaba a escasos kilómetros de la ciudad sobre la que tanto había estudiado desde su infancia. El miedo, que había envenenado su estómago durante las pasadas horas, empezó a dulcificarse con una familiar sensación de aventura y descubrimiento.

A lo lejos se asentaba Alejandría, la ciudad fundada por Alejandro Magno. Había sido una de las más famosas urbes del mundo desde que Alejandro la fundase a principios del año 331 a. C. hasta su declive gradual desde el punto de vista internacional en el siglo VII. Su faro, el Pharos, había lucido en la bahía como una de las siete maravillas del mundo mientras la urbe cobraba tanta o más fama como centro comercial, industrial e intelectual. Situada a lo largo de la costa, en la lejana orilla occidental del delta del Nilo, la «perla del Mediterráneo» —como había sido conocida durante milenios— siempre había tenido una posición preminente por su poderío militar y comercial. Quizá ahora era más notable como centro turístico, sirviendo como popular destino vacacional y punto cultural de interés, y aunque fue el puerto principal de Egipto, aún conservaba parte de su antigua importancia como centro del tráfico marítimo.

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