La biblioteca perdida (23 page)

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Authors: A. M. Dean

Tags: #Intriga, #Aventuras

Emily Wess ahora estaba de pie, sola, separada del grupo. El segundo hombre miró a su compañero por encima del libro abierto. También este había visto que su objetivo se había retirado de la visita y ahora estaba sola. Accesible.

«Aguarda —pensó Jason para sí mismo con firmeza, sabiendo que su mirada enviaría el mensaje a su compañero sin la necesidad de palabras—. Espera y síguela. No te comprometas».

Sus hombres estaban colocados a lo largo de la biblioteca, permaneciendo cerca de cada uno de los cuatro empleados que el Consejo había vigilado en los últimos meses. Cada uno de ellos era considerado un candidato potencial para ser identificado como el Bibliotecario que trabajaba de incógnito en Alejandría. Sabían que sus enemigos, la Sociedad de Bibliotecarios, tenían un operativo en la ciudad —eso estaba claro desde hacía años— y habían restringido gradualmente su reserva de potenciales sujetos a estos cuatro. Sin embargo, hasta ahora, el Consejo había sido incapaz de encontrar un indicio concluyente que revelara cuál de los cuatro hombres era. Pero estaban a punto de concluir esa tarea. Bastaba con que la doctora siguiera las instrucciones del Custodio y abordara a cualquiera de ellos. Entonces conocerían su identidad (y tendrían a su hombre). Un Bibliotecario trabajando en este lugar tendría que ser un pez gordo en la jerarquía de la Sociedad, el Consejo podría sacarle nuevos detalles e información. Emily Wess les conduciría directamente a él. Y luego, si eso era todo lo que sabía, podrían deshacerse de sus servicios y acabar con su vida.

55

10.40 a.m.

Lo más arduo era determinar por dónde comenzar. Simplemente las dimensiones de la biblioteca convertían cualquier decisión de Emily en algo arbitrario, pero sabía que tenía que empezar por algún sitio. Rehízo el camino por el tramo de escaleras que había descendido hacía unos minutos cuando había abandonado el grupo, y pasó junto a un panel de plexiglás con el plano de la sala principal de lecturas. Sacó el BlackBerry del bolsillo y pulsó la pantalla para buscar el grabado fotografiado en Oxford.

«He encontrado el legado de Ptolomeo», pensó para sí misma, releyendo la primera línea manuscrita. Debajo de ella, estaban las tres palabras que sintió que debían guiarla hacia algo en la Bibliotheca Alexandrina: cristal, arena, luz.

«Empecemos por el principio». Cristal. No veía relación alguna entre el cristal y su búsqueda de la biblioteca perdida de Alejandría, pero cualquier sección de la colección del edificio que tuviera que ver con la histórica ciudad no podía ser un mal lugar para empezar.

Emily se dirigió a un ordenador cercano y seleccionó la versión en lengua inglesa del catálogo del sistema en el menú. Se desplegó una interfaz de búsqueda familiar, muy parecida a los catálogos académicos de las demás bibliotecas que había encontrado en otras instituciones en su trabajo, y rápidamente fue pinchando hasta llegar a la pantalla apropiada y meter los criterios de búsqueda. Al repasar las listas de entradas resultantes, localizó «Historia: Alejandría (antigua)», con una serie de dígitos detrás de la entrada que la remitían al nivel 4, filas de estantes 25-63. Regresó hasta el panel de plexiglás y en el plano de la biblioteca logró encontrar el camino. Dio media vuelta y echó a andar.

Atravesó los dos niveles de galerías y bajó cuatro pisos más hacia la sala de lectura antes de llegar a la hilera 25, donde una inmensa colección de historia antigua mediterránea empezó a centrar el objetivo con precisión en Alejandría. Los libros estaban ordenados en sus estanterías por grupos, aquí había más cantidad de tomos en cada montón que en otras zonas por las que había pasado. De hecho, las estanterías se parecían más a lo que uno esperaría de una biblioteca, y el contraste saltaba a la vista. Emily se dio cuenta de que el resto del lugar, pese a todo su esplendor, tenía, tal vez por ello, un cierto aire triste, embrujado. Una de las instalaciones más espectaculares del mundo estaba casi vacía, como si estuviera mostrando al mundo el simple poderío y el poder de su potencial para aprender, pero no hubiera aún calculado del todo qué quería decir.

Rehízo su camino a lo largo de las extensas filas, mirando los títulos de los lomos, impresos en francés, inglés, español, ruso, alemán, árabe. «Que Dios me ayude si está en árabe», pensó. Era capaz de leer la mayoría de las lenguas romances, además del griego clásico y el latín, y sabía suficiente eslavo para arreglárselas, pero en el árbol de la familia de lenguas del mundo el árabe estaba en una rama muy alta a la que ella jamás se había atrevido a escalar.

Para cuando se aproximó a la quinta y última estantería de la fila 63, la última de la sección, presintió que no encontraría nada. El último grupo de libros estaba consagrado a los años de decadencia de la ciudad, pero no había nada en ninguno de sus títulos ni en los que les precedían donde hubiera alguna alusión al vidrio. «Sería igual si la hubiera», musitó.

Emily se enderezó y pasó junto a la pulida barandilla del balcón que separaba artísticamente su nivel del piso inferior. Quizá estaba pensando en la dirección equivocada. El cristal siempre tenía un aire moderno, por mucho que uno se remontara en la historia. Quizá no debería mirar en la sección de historia. ¿Cristal moderno? ¿Fabricación de vidrio? ¿Tecnologías del vidrio? Emily se dirigió una vez más a una de las omnipresentes terminales de ordenadores, metió un nuevo grupo de criterios de búsqueda en la interfaz estándar y, en unos pocos minutos, decidió direcciones hacia las colecciones de «Materiales, moderno: vidrio» y empezó a andar hacia otra de las estilizadas partes del complejo.

Una mirada a estas estanterías dio con el reverso de la moneda del problema que había encarado en la sección de historia: aquí cada libro que tocaba versaba sobre el cristal, pero ninguno guardaba conexión con Alejandría ni con la biblioteca. Eran diferentes tipos de frustración, pero con el mismo resultado final.

«¡Piensa, profesora!», estuvo a punto de decir en voz alta, como si por pura insistencia pudiera forzarse a sí misma a imaginar el camino que se suponía que debía seguir. «Vidrio, arena, luz… ¿Qué diablos se supone que significa eso?».

«Piensa con creatividad». Quizá la respuesta no consistía en hallar un término o el siguiente, sino en su combinación. El vidrio, todo el mundo lo sabe, está hecho de arena. O al menos eso era lo máximo que Emily sabía de la ciencia de hacer cristal. Luz…, luz también figuraba entre las palabras. La luz pasa a través del cristal.

Cerró los ojos e intentó alcanzar alguna revelación combinando de manera creativa las palabras.

«¿Era el legado de Ptolomeo algún tipo de proceso? ¿Convertir la arena egipcia en cristal? ¿Un cristal que dejara entrar la luz?». Lo último era forzar las cosas un poco más de la cuenta, pero algo era mejor que nada. Volvió a inclinarse hacia la colección de historia, con la pretensión de localizar esta vez todos los volúmenes posibles sobre Ptolomeo. Pero ¿cuál de ellos? Mientras andaba, Emily sabía que las posibilidades eran demasiado numerosas. Había habido una sucesión de quince reyes, todos llamados Ptolomeo, y por lo menos el doble de ese número de generales, príncipes, gobernantes y capitanes que habían transmitido el nombre imperial a través de la última dinastía egipcia. Cada uno de ellos tenía una historia. Y Emily estaba segura de que de cada uno existía al menos una pequeña colección de libros.

«Esto no me lleva a ninguna parte».

Se detuvo antes de subir otra vez al cuarto piso y se dirigió al lateral de un rellano, encaminándose hacia uno de los pasillos de sillas que salpicaban la biblioteca. Correr alrededor de las pilas de libros con cada intuición era contraproducente. Necesitaba sentarse, pensar y poner en orden lo que se suponía que estaba buscando.

Se hundió tanto como pudo en una rígida silla gris azulada y dejó que la luz del sol la distrajera de todas las vistas circundantes. Volvió a cerrar los ojos, intentando concentrarse.

«Las pistas en Oxford eran engañosas —se recordó a sí misma—. El lenguaje de Arno era preciso, pensado para despistar en una primera lectura». Sacó el teléfono y estudió con detenimiento la foto de la capilla.

«El legado de Ptolomeo». Emily volvió a pensar en las palabras del profesor Wexler sobre el legado, la intención se centraba en algo que aún se poseía y no tanto en algo perdido. Ese consejo la había traído hasta aquí. Quizá necesitaba prestarle otra vez atención a fin de reajustar el enfoque: en vez de registrar de arriba abajo la biblioteca en busca de un elemento con algún punto clave sobre el legado del rey, se dijo Emily a sí misma, «partamos de la premisa de que esto es su legado y estoy sentada en él». Abrió los ojos y se situó de nuevo en la escena. «¿Qué hay aquí, en este lugar, que enlace estos tres elementos?».

Una mujer en una terminal de ordenador cercana aporreaba el teclado. Se había calado en los oídos unos pequeños auriculares blancos por los que se escapaba algo de música, y aunque Emily no podía estar segura, daba la impresión de que estaba canturreando. La música, el canturreo, el tecleo, los pitidos del ordenador… Era como si se hubiera sentado en esa mesa, en ese ordenador, en ese momento, precisamente para distraer a Emily.

Cerró los ojos y reclinó la cabeza hacia atrás en la rígida silla, permitiendo que la luz del sol le acariciara el semblante y le aplacara el pulso acelerado.

Y entonces cayó en la cuenta.

«Luz del sol». La luz caía a chorros desde arriba. Solo había una manera de que eso sucediera. Emily abrió los ojos de golpe.

«Vidrio». El colosal techo inclinado era una espectacular red de paneles de vidrio centelleando bajo el sol egipcio. Estaban enmarcados en su nicho de granito y formaban una red de vidrios entrecruzados que transformaban la luz dorada en una luminosidad grisácea clara que llenaba la biblioteca que estaba debajo.

Emily se irguió en la silla. Vidrio, arena, luz. Miró de nuevo la imagen de su BlackBerry y, de repente, el cuadro de su pantalla le pareció diferente. Nuevo. Había algo que antes no había visto: la forma. Quienquiera que hubiera garabateado el mensaje en la parte frontal del altar de madera de Oxford no había escrito estas palabras unas al lado de las otras. Estaban grabadas en la madera verticalmente. El término «vidrio» no estaba detrás de las otras, sino encima de ellas.

VIDRIO

ARENA

LUZ

Emily miró hacia arriba una vez más, al techo inclinado. Aquí, en medio del legado de Ptolomeo, el cristal estaba por encima de todas las cosas.

¿Y si esas palabras fueran un mapa? ¿Un plano básico que debía seguir?

El techo de la biblioteca era de vidrio. Estaba construido con arena egipcia. Emily volvió a mirar la fotografía. «Bajo la arena, luz».

«He de bajar al sótano».

56

11 a.m.

Emily se sintió cada vez más segura conforme descendía un tramo tras otro de escaleras. De vez en cuando se demoraba junto a las estanterías para evitar que la determinación de su paso atrajera la atención de algún conservador o de los guardias de servicio. Luego seguía bajando. Las tres palabras de su fotografía eran un mapa, le indicaban que descendiera a la parte de la estructura que estuviera bajo la arena, por debajo de la planta baja. Allí estaba segura de encontrar la «luz» que estaba bajo las otras dos palabras de la pista. La luz era, como cualquier historiador sabía, un símbolo de la verdad en casi cualquier cultura.

«La verdad está debajo de estas paredes».

Aceleró el paso a medida que se acercaba al último piso. Era muy parecido a los otros: grupos de escritorios y mesas con ordenadores colocados allí donde daba el sol, y en la parte de detrás, con iluminación eléctrica, hileras e hileras de estanterías. Emily fue de las escaleras a las hileras de estanterías, y de ahí, a la parte de atrás. Aquel entorno estaba menos iluminado. En la penumbra propia de tener once pisos de diseño moderno por encima no había más luz que la de los artísticos focos de las estanterías.

Llegó a la pared opuesta, encalada y limpia. Algunos retratos y pósteres rompían la larga y plana superficie, que, según Emily se dio cuenta, estaba solo adornada con tres puertas de madera: una en cada extremo y otra en el medio. Se dirigió intuitivamente hacia la de la izquierda y probó el picaporte. «Cerrada».

Un momento después se plantó delante de la puerta central. Parecía idéntica a la primera y también estaba bien cerrada. Sin embargo, su certeza no flaqueó. A pesar de dos fallos, estaba convencida de que estaba en la buena pista.

Al aproximarse a la tercera puerta, el corazón de Emily se aceleró.

Allí estaba el signo que buscaba, expectante.

En el rincón superior de la puerta, grabado con trazos rudimentarios en el esmalte y la madera, se hallaba un símbolo que había llegado a conocer demasiado bien, con sus dos letras griegas rodeadas por su ornado marco. El emblema de la biblioteca. Se concedió un brevísimo momento para esbozar una sonrisa de confianza, y luego puso la mano en la tercera de las puertas.

Y esta vez, se abrió.

57

Al mismo tiempo, en Northfield (Minnesota), 3 a.m. CST

Los tres hombres no dejaron nada sin mirar en la casita residencial que la doctora Emily Wess había alquilado muy cerca del campus del Carleton College. Habían rajado los cojines de los sofás y descuartizado el colchón hasta los muelles. Las alfombras habían sido levantadas del suelo e incluso habían arrancado el papel de las paredes en busca de agujeros cubiertos o espacios ocultos escondidos. Todas las búsquedas que los Amigos habían llevado a cabo habían sido concienzudas, así que, cuando el Secretario ordenó un registro «completo», quería decir que el lugar debía ser desmontado hasta la estructura si llegara a ser necesario.

Los Amigos lo habían probado todo, pero la búsqueda había sido infructuosa. No había nada, absolutamente nada en la residencia de Emily Wess que tuviera alguna conexión evidente con la biblioteca, con la Sociedad o con el Custodio. Solo estaba la típica biblioteca personal de un profesor universitario, determinada por el claro amor que Emily Wess sentía por su alma máter de posgrado, la Universidad de Oxford. Libros sobre la historia, arquitectura y cultura de la misma ocupaban casi tres baldas de la librería de su cuarto de estar.

Los asaltantes cumplieron las órdenes: se llevaron el disco duro del ordenador y metieron en bolsas todos los libros de los estantes. Si algo estaba escondido en alguno de ellos, sería descubierto bajo la luz azul de su estación satélite en Minneapolis.

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