La biblioteca perdida (26 page)

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Authors: A. M. Dean

Tags: #Intriga, #Aventuras

¿Habían cometido otro asesinato? ¿Había más muertes? Porque las posibilidades de que acabara tocándole a ella estaban aumentando de forma sustancial.

Era una historia terrible y entre sus detalles estaban dos muertes recientes, pero, aun así, la curiosidad de Emily se impuso a su miedo. Las palabras de Athanasius tenían un punto clave que ella verbalizó.

—¿Cómo funciona? —preguntó, asegurándose de que Antoun entendiera la seriedad de su demanda—. ¿Cómo conservan una biblioteca escondida?

62

11.55 a.m.

Athanasius se acomodó en la silla de su despacho. Si había que contar la historia, era necesario contarla entera y bien. Había sido Bibliotecario, miembro de la Sociedad, durante más de veinticinco años, y había dedicado los años más productivos a su servicio. Emily Wess solo había sido expuesta a su existencia durante unos minutos y, sin embargo, el futuro de la organización dependía de ella. Y para eso era crucial cómo la informara acerca de su trabajo y cómo le presentara las cosas.

—El cómo hacemos nuestro trabajo —comenzó— puede ir después del quién y el porqué. Nuestro nombre completo es Sociedad de los Bibliotecarios de Alejandría. Durante quince siglos nuestro papel ha sido el mismo: mantener el archivo del antiguo conocimiento de la biblioteca y actualizarlo sin cesar con nuevo material. Arriba —indicó, y movió una mano hacia la inmensa institución que estaba encima— están orgullosos de tener un archivo que retrocede hasta 1996. El nuestro se remonta…, bien, digamos que algo más lejos.

—A la época de Ptolomeo II —sugirió Emily, rememorando al famoso fundador de la biblioteca original.

—No, doctora Wess. Mucho, mucho más lejos. Eso sería retrotraerse al momento de la fundación de la biblioteca, pero se buscaron informaciones, documentos y registros de siglos anteriores. Tenemos archivos en nuestra colección que retroceden miles de años. En relación con algunas culturas, al comienzo de su historia escrita. El rey Ptolomeo tuvo una visión: el hombre debe vivir la verdad y tener acceso a la verdad de cada época. Nosotros hemos intentado mantener siempre esa visión.

Mientras Athanasius hablaba, Emily sintió un aire de nobleza en su interlocutor y en sus palabras, lo cual era un extraño complemento a la atmósfera de muerte que, como esas mismas palabras le recordaron, la había traído aquí. El proyecto original de la Biblioteca de Alejandría había sido una cuestión de principios. Trabajar en su continuación parecía igualmente elevado.

—Tal vez haya habido eras oscuras en nuestro pasado —continuó Athanasius—, pero las más oscuras están por venir, y acaecerán en cuanto estemos privados del pasado. En la época de Ptolomeo, la gente llamaba a su proyecto el «Nuevo amanecer», la pujanza de la sabiduría sobre el caos gracias a la organización y la accesibilidad del conocimiento. Pero los nuevos amaneceres no son siempre bienvenidos. Usted es historiadora, ¿verdad, doctora Wess? —Emily asintió—. Entonces está bien informada de las vicisitudes de la historia. Unas tribus luchan contra otras, unas naciones hacen la guerra a otras. Las ideologías se enfrentan entre sí para obtener la hegemonía.

Emily conocía demasiado bien las líneas generales de la historia de la humanidad. Era lo que la fascinaba de la disciplina, incluso aunque esos constantes conflictos mostraran algo deprimente sobre la condición humana. Ella solía bromear diciendo: «Nombra dos culturas que estén en paz. Dale un par de siglos al historiador y te enseñará dos civilizaciones en pie de guerra». Y esas eran las estadísticas optimistas. En demasiados casos, la línea temporal se medía en décadas, no en siglos.

—Nuestra biblioteca vivió en un clima de inestabilidad entre el surgimiento del cristianismo antipagano, en los siglos IV y V, y la llegada de las inquietantes tropas del islam en el VI —continuó Athanasius—. El conocimiento que poseíamos y los materiales recopilados se fueron convirtiendo en la envidia o en la ruina de demasiadas culturas y poderes. Lo sabíamos, al dejar estanterías accesibles en un lugar conocido, la biblioteca nunca estaría segura, y el mundo difícilmente podría estar a salvo del conocimiento que poseía. Debe recordar, doctora Wess, que la Biblioteca de Alejandría no contiene solo literatura. Posee…

—Información militar —agregó Emily—. Materiales políticos, informaciones de Estados y Gobiernos. —La joven pensó en los materiales que un rey querría tener a su disposición. Parecía imposible que estuvieran hablando de algo real.

—Avances científicos, investigación tecnológica —dijo Athanasius, completando la lista—. Una clase de información… peligrosa.

Emily se inclinó hacia delante al oír esa última palabra. No se sentía en posición de corregir a Antoun, pero ese comentario entró de lleno en un tema importante para ella.

—Confío en que quiera decir amenazante —precisó ella—. La información no es peligrosa, solo lo que hacemos con ella. —En el pasado había sido acusada de una juvenil ingenuidad por hacer esta distinción, pero resultaba que creía en ella.

—Quiero decir peligrosa, doctora Wess —replicó Athanasius mientras sus facciones se tensaban—. Una amenaza es una cosa. Un peligro real es otra. La información no es solo una idea romántica. La información en bruto puede ser mortal.

Emily se sintió incómoda. Este era un punto que los intelectuales habían debatido durante siglos, y que nunca dejaría de estar sobre la mesa. ¿Qué es peligroso, lo que sabemos o lo que hacemos con eso? Michael y ella habían debatido esta cuestión más veces de las que podía recordar. Él lo consideraba en lo que él llamaba un modo «más protector, como un guardián», que ella; estaba convencido de que la información contenía en sí misma el poder, y que lo que los hombres hacían lo hacían por el conocimiento que poseían. No era una proposición en la que se pudiera decidir. «Los hombres malvados no pueden hacer mucho mal sin las herramientas adecuadas», le había dicho más de una vez. Emily tenía una visión diferente. Estaba menos convencida de la utilidad de la posesión de la información de lo que lo estaba de los peligros de la opresión, crueldad y dominación a las que tradicionalmente conducía la censura.

Estaba a punto de intervenir para defender su punto de vista ideológico a partir de la diferencia entre el conocimiento y la acción, cuando Athanasius se le adelantó:

—Piense en la historia moderna. Imagine que todos los detalles de la construcción, lanzamiento y detonación de un artefacto nuclear fueran accesibles públicamente desde 1944, con tres poderes mundiales queriendo destruirse los unos a los otros a cualquier precio. ¿Usted consideraría esa información una simple amenaza o un verdadero peligro?

Emily no dijo nada. Las imágenes de nubes en forma de hongo sobre Nagasaki e Hiroshima le vinieron a la memoria.

—Unos imperios se apoderaban de otros y nuevas culturas estaban progresando, conquistando y derrotando civilizaciones antiguas —continuó Athanasius, volviendo a la Antigüedad—. ¿Qué habría pasado si un ejército hubiera obtenido detalles completos del poder militar de otras potencias? ¿Y si los secretos de un Gobierno los hubieran conocido sus enemigos hasta el más mínimo detalle? A ese nivel de profundidad había llegado la biblioteca tras tantos siglos de buscar activamente la información.

»Los empleados de la biblioteca no se limitaban a catalogar y procesar la información. Habían extendido su papel a efectuar reconocimientos y al terreno de la acción por el mundo entero, y de ese modo la información recogida no tenía parangón. No, quedó claro que ese conocimiento era demasiado jugoso para un mundo en guerra como el de entonces. Debíamos proteger al mundo de lo que sabíamos.

Emily le escuchaba, a medio camino entre el asombro y la inquietud. Y en sus entrañas empezó a formarse un nudo. Conservar el conocimiento era una tarea muy próxima a su corazón, pero esconderlo era otra cosa muy distinta, y se llamaba censura. El mundo había visto muy a menudo lo que ocurría cuando eso sucedía.

—El director de la institución, el Custodio de la biblioteca, tomó la decisión de pasar a la clandestinidad, y fue entonces cuando se fundó la Sociedad, a principios del siglo VII. Desde entonces se dice que la biblioteca se perdió para el mundo, pero en realidad se llevó a Constantinopla. En aquel tiempo, la capital imperial era una ciudad con varios siglos de historia, pero era joven en comparación con Alejandría y se estaba convirtiendo en el centro intelectual del imperio.

»El traslado debió de ser una tarea increíble —dijo Athanasius con ojos soñadores mientras imaginaba la escena—. Miles de rollos, manuscritos y códices fueron cargados en secreto a bordo de barcos que cruzaron en secreto el Mediterráneo para encontrar acomodo en un nuevo complejo subterráneo construido específicamente para darles cabida.

Emily también se lo imaginó. La flotilla encargada del traslado había tenido que ser enorme para poder hacerse cargo del transporte, teniendo en cuenta las dimensiones adquiridas por la Biblioteca de Alejandría después de tantos siglos. Era imposible hacerlo todo al amparo de la noche, y aun así, Emily no había encontrado ninguna referencia a semejante proyecto en ninguno de los registros de la historia que había leído. El relato de Athanasius sobre el traslado de la biblioteca podía ser una mentira o la historia de un encubrimiento monumental.

—La colección siguió en Constantinopla hasta finales del siglo XVI. En las décadas y siglos subsiguientes hubo intentos continuos de descubrirla, pero permaneció oculta, aunque por muy poco. La Sociedad estaba cada vez más preocupada por el riesgo de posibles filtraciones. Nuestro personal estaba formado por seres humanos, susceptibles a sobornos, amenazas y todo tipo de manipulaciones. Siglos y siglos de sigilo se hubieran visto comprometidos si alguno de ellos sucumbía.

Emily presintió por dónde iba a continuar Athanasius.

—Así que tuvisteis que ocultársela incluso a vuestra propia gente.

—Se tomó la decisión de llevar la ocultación de la biblioteca al siguiente nivel: un nuevo traslado, pero en esta ocasión su localización no fue revelada más que a un reducido grupo de privilegiados, dos personas, que vivían apartadas en regiones remotas del imperio.

»Cuando uno de ellos moría, el conocimiento descansaba sobre los hombros del otro, que era libre de elegir a un nuevo «segundo». De ese modo, la ubicación de la biblioteca nunca descansaba sobre un único individuo, que podía morir por diferentes causas, pero tampoco era conocida por tantas personas como para comprometer su seguridad.

«Y así es como funciona el sistema normalmente. Pero cuando el Custodio ve llegar la muerte sin tener a un segundo, es necesario improvisar algunos planes», pensó Athanasius en su fuero interno, pero omitió ese detalle. Wess aún no estaba preparada para asimilar la historia en su completa dimensión.

—A finales del siglo XVI, el laberinto de túneles excavados debajo del antiguo palacio imperial de Bizancio, hogar de la biblioteca durante siglos, estaba completamente vacío.

63

Washington DC, 5.15 a.m. EST

(12.15 p.m. en Alejandría).

Brad Whitley, director del Servicio Secreto, permaneció de pie en el despacho del vicepresidente, cerrado a cal y canto y con las cortinas bajadas. Había dado instrucciones a sus hombres de desconectar los micrófonos y deseaba asegurarse de que nadie iba a interrumpir la reunión. Era una de esas conversaciones en las que convenía estar concentrado, sin oyentes ni distracciones.

—Todo esto resulta muy difícil de creer, director Whitley —aseguró el vicepresidente Hines—. ¿De verdad va a suceder dentro de dos días?

—Sí, señor vicepresidente. El secretario de Defensa y todos los altos mandos militares están de acuerdo en que se trata de un asunto de seguridad nacional que debe ser controlado cuanto antes. El presidente va a ser despojado de su cargo y quedará bajo arresto militar a pesar de las protestas de inocencia que lleva haciendo a la prensa desde que estalló todo esto. El enemigo está en suelo patrio por culpa suya. No habría terroristas ni criminales asesinando a nuestras figuras políticas en la capital de no ser por sus chanchullos ilegales.

—¿Están ustedes seguros de la conexión?

—Sí, señor. Las pruebas son irrefutables. El estamento militar ha podido rastrear la munición empleada en los asesinatos y relacionarla con ciertos enclaves de Afganistán, y en cuanto a los materiales filtrados sobre los negocios del presidente Tratham con Arabia Saudí, no dejan lugar a dudas. Seguramente, ya los ha visto.

—Por descontado —le confirmó Hines. Su equipo los había examinado conforme iban apareciendo desde que surgió todo aquello. Miró con perplejidad al director de los servicios secretos e inquirió—: ¿Cuál es el procedimiento en un caso semejante? ¿Existen disposiciones o antecedentes para el arresto militar de un presidente?

—No los hay, pero los generales están convencidos de que la ley militar y las disposiciones de la Ley Patriótica son más que adecuadas y suficientes para amparar el arresto, detención y acusación de cualquier individuo, y eso incluye al presidente en ejercicio. Sus privilegios ejecutivos cesan de inmediato en cuanto sea arrestado por estas acusaciones.

—¿Y luego?

—Luego entra en juego el mecanismo constitucional de designación de su sucesor.

Hines valoró la gravedad de una frase tan inocua. La cadena de sucesión transfería el control del ejecutivo al vicepresidente en caso de incapacidad o inhabilitación del presidente para llevar a cabo los deberes inherentes a su puesto, y si esa incapacidad se prolongara en el tiempo, se transferiría también la presidencia.

—Debería usted saber, señor vicepresidente, que el secretario de Defensa y su equipo le han estado investigando a conciencia. La traición y la alevosía flotan en el ambiente, y él, bueno, nosotros estamos decididos a no dejar que infecte a nuestro sistema de gobierno por más que el causante sea el presidente. Ha de saber que se han examinado todas las dimensiones de su vida política.

Hines se envaró un poco al oír esas palabras.

—Me alegra saberlo —contestó con el tono de un político serio y responsable—. No tengo nada que ocultar.

—Sí, señor, nuestras investigaciones han confirmado ese extremo.

—Mis principales asesores y contribuyentes en asuntos internacionales son Westerberg, Alhauser y Krefft. Si los investiga en profundidad, sabrá que son famosos por su trasparencia en los asuntos internacionales. La fundación Westerberg incluso…

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