La biblioteca perdida (30 page)

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Authors: A. M. Dean

Tags: #Intriga, #Aventuras

La respuesta de Ewan fue glacial, con un desafecto rudo más terrible aún que su habitual contención:

—¿Qué te he dicho sobre referirte a mí de esa manera? —La frase no era una pregunta, en realidad, sino un recordatorio. Un recordatorio amenazante.

Jason Westerberg se había abierto camino hasta lo más alto del brazo armado del Consejo y se había garantizado un lugar en el grupo selecto de ayudantes cercanos y Amigos del Secretario precisamente gracias a que no había pensado en él como su padre, sino solo su empleador. La conexión de sangre importaba poco, pero su rendimiento sí. Los dos hombres tenían una relación exclusivamente profesional y ambos, sobre todo Ewan, preferían esa opción. Esa había sido la naturaleza de la relación desde que Jason era un crío y él sabía que así sería hasta la muerte.

—Lo siento, señor. —Jason intentó recobrar la compostura—. Pero la observación sigue siendo cierta. La Sociedad sabe quién es usted y ahora también está al corriente Emily Wess, la mujer a la que están adiestrando para convertirse en Custodio.

—Que eso no te quite el sueño, Jason —contestó el Secretario. Su hijo se quedó sorprendido al oír su nombre. Suponía un cambio con respecto al tono helado de hacía unos segundos. Eso era lo más cerca que Ewan Westerberg estaba de mostrar afecto, y lo hacía para calmar a un joven agitado—. Quizá sepan algunas cosas sobre nosotros, pero nosotros nos hemos enterado de cosas mucho más vitales para ellos. Ahora mismo estamos reconstruyendo el perfil biográfico de Antoun. La información preliminar sobre él como posible Bibliotecario era poco concluyente, pero confío en que podremos saltarnos su disfraz y averiguar mucho más sobre él con todo lo que hemos sabido gracias a esta conversación. —Hizo una pausa—. ¿Te ha visto ese hombre?

—No.

—Que la cosa siga así. Conviene que no sea consciente de que sabemos algo sobre él hasta que contemos con una biografía más detallada. Entonces, podrás invitarle… —Ewan hizo una pausa para dar énfasis al doble significado de su siguiente frase—. Podrás invitarle a compartir con nosotros el resto de lo que sabe. Ha usado un tono demasiado comedido en su entrevista con Wess. Sabe más. Y puede guiarnos hasta el resto de sus colegas de la Sociedad. Que los demás equipos de El Cairo no le pierdan de vista mientras reunimos información sobre ese hombre. Te llevaremos allí otra vez cuando llegue la hora de convencerle para que coopere.

—¿Y mientras tanto? —Jason miró al otro lado de la placita, donde estaba sentado su compañero. Sabía que no iban a estar de brazos cruzados mientras se llevaba a cabo la búsqueda.

—Os quedaréis con nuestro objetivo principal. La doctora Wess ya ha indicado dónde va a realizar el siguiente paso de su iniciación. No la perdáis de vista.

—Su vuelo a Estambul sale en menos de una hora —observó Jason—. Nuestro avión despegará veinte minutos antes. Ya he dispuesto que acudan a nuestro encuentro cuando lleguemos. Hay cuatro hombres a mi disposición si llegara a ser necesario.

—Usa a los que necesites —replicó el Secretario—. No puede haber más tropiezos en este jueguecito que el Custodio ha dispuesto para su aventajada discípula.

Jason captó la idea y estuvo encantado con ella. Cuanto antes acabara la partida, antes retirarían de la circulación a Emily Wess. Más que una nueva amenaza, la doctora venía a ser un doble regalo para el Consejo. Les guiaría hasta la Biblioteca de Alejandría y con su muerte garantizaría que no se iba a saber nada de su tarea en Washington. Acabarían tomando el control de la colección más antigua y de la última superpotencia mundial.

El joven tuvo un subidón de adrenalina al pensar en el poder que les aguardaba. El Secretario percibió por dónde iban los pensamientos de su hijo desde el otro lado del Atlántico, y por eso le instó:

—Céntrate, Jason. Un poco más de paciencia. Emily Wess nos llevará a la puerta del que ha sido nuestro objetivo durante trece siglos. En cuanto llegue allí, entonces, hijo mío, podrás hacer lo que sea necesario para asegurar que seamos nosotros, y no ella, quienes la crucemos.

71

Estambul, 4.55 p.m., hora local (GMT + 2).

El avión de Emily aterrizó en el aeropuerto Atatürk de Estambul a las 4.55 de la tarde. El vuelo había sido breve y sin incidentes, pero ella tenía la cabeza demasiado llena de cosas como para despreocuparse, a diferencia de lo ocurrido durante el viaje de Inglaterra a Alejandría. Su mente era un remolino y no dejaba de darle vueltas a la información que Antoun le había dado en los sótanos de la Bibliotheca Alexandrina.

Había sentido una descarga de adrenalina al saber que Arno Holmstrand le había dejado otra carta con otra pista, y una descifrable por ella. Estambul, el rostro islámico y secular de la antigua ciudad cristiana de Constantinopla, encajaba a todos los niveles. Tenía algún palacio real ubicado entre dos continentes. También tenía un largo pasado intelectual, confirmado en parte por Antoun cuando le había contado la historia de la antigua biblioteca. Incluso se parecía a Alejandría en el hecho de ser una ciudad real, ya que la metrópoli egipcia recibió su nombre en honor a Alejandro Magno y la urbe bizantina tomó el suyo de Constantino I el Grande. Había paralelismos por doquier. Emily sabía que era allí adonde debía ir.

Athanasius le había ayudado a organizar el vuelo a Estambul en el último minuto. Por segunda vez en veinticuatro horas Emily había sido capaz de subirse a un avión poco después de que se le hubiera ocurrido la idea. A veces, Internet se revelaba como una gran ayuda.

Athanasius también había conseguido que un conductor de Estambul acudiera a recogerla al aeropuerto para evitarle la negociación a brazo partido con los taxistas locales, muy conocidos por los lugareños por su costumbre de sobrecargar los precios gracias a la mala praxis de usar la ruta más larga posible entre dos puntos. Era fácil engañar a un pasajero en una ciudad que era un laberinto de tantas calas y colinas como tenía Estambul. Athanasius y ella habían estado de acuerdo en lo esencial y consideraron idóneo dar los menos rodeos posibles.

—El conductor es un amigo. Te esperará en la fila de las limusinas —la instruyó el egipcio—. Busca a uno con mi nombre escrito en un cartel.

Su conversación concluyó así y luego cada uno siguió su camino. Emily sintió que se había formado un vínculo entre ellos dos, pero había surgido en circunstancias muy difíciles, y debían dejar esa posible relación de amistad en términos prácticos.

Ahora, a más de mil kilómetros de distancia, Emily bajó por la escalerilla del avión y se adentró en la terminal del aeropuerto internacional Atatürk. Su avión había llegado a última hora de un día laborable y el lugar era un hervidero de actividad.

Se echó la bolsa de viaje al hombro y buscó las indicaciones en inglés, marcadas en amarillo, para dirigirse al control de aduana y luego, cuando terminara, a la salida. Todo fue más deprisa y fácil de lo esperado y en cuestión de minutos salió con un sello turco en el pasaporte y un visado cuyo diseño parecía una alfombra turca de intrincado diseño. A renglón seguido se detuvo en un mostrador para cambiar dinero. Retiró una importante suma en liras turcas a fin de hacer frente a las necesidades del día.

En cuanto tuvo un buen fajo de billetes manoseados en su poder, Emily conectó el móvil para telefonear a Michael. No había logrado hablar con él desde que se había marchado de Inglaterra, y el mundo había cambiado mucho desde entonces, o al menos así lo veía ella. Había que ponerle al día y ella podría encontrar consuelo en el sonido familiar de su voz.

El teléfono sonó unas cuantas veces, pero nadie contestó. Emily tuvo la sensación de que algo iba mal. Era muy raro que Michael no respondiera enseguida. Su prometido tenía un identificador de llamadas y, aunque siempre miraba la pantalla para saber quién le telefoneaba, a ella siempre le contestaba enseguida. De hecho, su prometido no había dejado que el teléfono sonara dos veces desde la primera vez que ella le llamó para pedirle una cita. Ella había roto con la costumbre de que fuera el chico quien tomara la iniciativa y dio el primer paso, pero en esa ocasión Michael levantó el auricular al tercer toque. Luego, Emily admitiría que había estado a punto de perder los nervios y colgar. Ese tercer pitido había estado a punto de costarle la relación. Michael Torrance había tomado buena nota y nunca había olvidado su significado.

Emily miró de refilón su reloj mientras el teléfono sonaba una cuarta vez, una quinta… Empezó a calcular la hora local en Chicago, donde había una diferencia de ocho horas. «Si aquí son las cinco, allí son las nueve. Debería estar levantado ya». Emily reconstruyó mentalmente la rutina de su prometido los viernes. A lo mejor había olvidado alguna actividad que le mantenía lejos del teléfono.

Pero antes de que ella pudiera hacer nuevas especulaciones, descolgaron y Michael respondió con voz lejana debido a la calidad de la conexión.

—¿Diga?

—Soy yo —contestó Emily con una nota de alivio y felicidad en la voz.

—¡Em! —Ahora la voz llegó con normalidad. Las preocupaciones de Emily desaparecieron.

—¡Cuánto me gustaría que estuvieras aquí! No vas a creerte lo que me ha pasado desde que hablé contigo en Oxford.

Hubo una ligera demora antes de que él preguntara:

—¿Y dónde estás ahora?

—En Estambul.

—¿En Turquía? Pensaba que habías ido a Egipto.

—Y así era. Fui allí. Estuve allí. Créeme, Michael, estuve allí, pero ahora he acabado aquí.

Y pasó a contarle la historia del día anterior: la búsqueda en la biblioteca, el hallazgo del símbolo, la conversación con Athanasius, y cómo había cambiado la historia que ella conocía. Le habló de la Sociedad, el Consejo y la Biblioteca de Alejandría. También le describió la última pista de Arno, la compra del billete y su vuelo. Y por último le confió el papel que querían que jugara. Notó el cosquilleo del miedo mientras lo decía, pero detalló los hechos con valentía y claridad.

Se dio cuenta de lo deprisa que había ido su vida en las últimas cuarenta y ocho horas mientras contaba todo aquello. En el último día se las había arreglado para estar en tres continentes distintos.

Continuó dándole una gran cantidad de detalles mientras caminaba por los pasillos del aeropuerto de camino hacia la parada de taxis y la fila de limusinas. Entonces, al final de su entusiástico resumen, tomó aliento para respirar.

Michael permaneció en silencio… demasiado tiempo, y él no era de los que permanecen callados. Los primeros temores de Emily volvieron otra vez, sobre todo cuando se percató de que no había comentado nada sobre su extraño reclutamiento, ni sobre el Consejo, ni el papel que deseaban que desempeñara en la Sociedad. Estaba callado, solo eso.

—¿Qué ocurre, Michael?

Hubo otro silencio antes de que él respondiera:

—Emily, han asaltado tu despacho en el Carleton College y también tu casa. La policía me llamó hará cosa de cinco o seis horas, en plena noche, porque los agentes no te localizaban. Alguien ha irrumpido en los dos sitios y lo ha puesto todo patas arriba. Han volcado estanterías, han sacado los cajones… Es como si hubieran asolado los dos sitios…

Emily aminoró el paso. Aquello era un palo y de pronto notó que perdía toda su energía, ya que las noticias de casa conferían un aspecto muy diferente a todo cuanto ella había sabido en las últimas horas.

Tomó conciencia de que había permanecido callada mucho tiempo, así que preguntó lo primero que se le ocurrió:

—¿Saben quién lo hizo?

Por la mente le pasó la sospecha de que el despiadado líder del Consejo tenía muchos hombres a su disposición.

—No, pero… —Michael dejó la respuesta en suspenso.

—Mike, ¿qué ocurre? Dímelo. —Emily había dejado de hablar. Algo más le inquietaba, estaba segura.

Se quedó paralizada cuando él contestó:

—Em, esos hombres me han hecho una… visita.

72

5.15 p.m.

La lengua se le quedó pegada al paladar. Nunca antes había tenido la ocasión de experimentar un pánico semejante y la falta de costumbre la abrumó cuando Michael le dio esa noticia. Se le erizó el vello, se quedó helada, se sintió como si hubiera perdido todo el líquido de su cuerpo y la mente se le embotó. Por vez primera en la vida, Emily experimentó una sensación de completa indefensión, indefensión y una confusión absoluta.

—¿Cómo que te han hecho una visita? ¿Qué quieres decir? ¿Quiénes…? ¿Cuándo? ¿Estás bien? —Hablaba tan deprisa que se le atropellaban las palabras. Se quedó inmóvil en medio del pasillo del aeropuerto. Los pasajeros de su vuelo la rozaban al pasar, dándole topetazos con los brazos y empellones con los hombros. Pero Emily Wess únicamente prestaba atención a la respuesta inminente de su prometido.

—Dos hombres vinieron a entrevistarme hace unas horas. Aparecieron por el apartamento a primera hora de la mañana. Al principio pensé que habían venido por lo del robo con allanamiento de tu piso, aunque me resultaba un tanto extraño que hubieran recorrido todo el trayecto hasta Chicago.

»Pero todo lo que deseaban era saber cosas sobre ti: cuánto tiempo llevabas trabajando en la universidad, dónde habías trabajado antes, si pasabas tiempo con personas a las que yo no conocía o si de pronto viajabas sin explicación. —Michael enmudeció, no muy convencido de compartir con ella una última frase, pero al final optó por ser completamente sincero—: Eran unos tipos siniestros, no hay otra palabra para definirlos.

Ella asumió aquellas palabras lo mejor que supo. El corazón le latía desbocado, tal y como le había pasado en el despacho de Athanasius. El tono bajo con que hablaba Michael ahora tenía todo el sentido del mundo.

—Querían saber tus planes de viaje y también qué vuelo habías tomado. Incluso pretendían saber cómo te había hecho la reserva de avión, si había sido por Internet, en persona o a través de un amigo. Nada de eso podía ser importante para determinar por qué habían robado en tu piso.

—Oh, Mikey, lo siento, lo siento muchísimo.

—Y luego vino una sucesión de preguntas sobre las dimensiones políticas de tu trabajo.

—¿Políticas…?

—Querían saber si tenías compañeros de negocios en Washington, a cuántos miembros de la actual administración conocías, si recibías fondos de partidos políticos o grupos de presión… La línea del interrogatorio era absurda, pero agresiva.

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