El palacio se convirtió en museo a mediados del siglo XIX, en los años cuarenta, cuando los sultanes optaron por mudarse a otro lugar, y en 1924 Kemal Atatürk lo convirtió oficialmente en una institución dependiente de la dirección de museos del nuevo Gobierno turco, y había mantenido su condición de museo hasta el día de hoy. En esta nueva función, no solo ofrecía al turista una visión insuperable del estilo de vida otomano de la clase privilegiada, sino que también albergaba colecciones islámicas y otomanas cuyo interés iba más allá de la historia regia. Era también una exposición del arte tradicional de la cerámica pintada y los azulejos, y otros objetos de culto: cerca de las mezquitas del complejo estaba la Cámara de las Reliquias Sagradas, entre las cuales la más valiosa de todas era un mechón del profeta Mahoma, conservado en una urna de cristal, guardada en una habitación reservada al mismo, junto a la cual siempre había un clérigo musulmán leyendo versículos del Corán.
Emily entró en el lugar cuando atravesó el complejo, ya que a pesar de los avatares y tensiones del día, aquello era demasiado hermoso como para no admirarlo. Cuando se dejó sentir el frío del crepúsculo, caminó por un sendero de piedra flanqueado por flores en dirección al Bagdad Köskü
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o pabellón de Bagdad, situado en la esquina noreste, en el cuarto patio, donde las fuentes canturreaban por doquier.
Un trocito de historia se abrió paso entre los recovecos de la memoria y sus pensamientos dispersos. Las fontanas servían a un propósito. Se generaba ese sonido hermoso y relajante porque su agradable murmullo ayudaba a enmascarar las conversaciones mantenidas por el sultán con sus consejeros y asesores en medio de un palacio atestado. Las fuentes se hallaban colocadas estratégicamente cerca de las ventanas y accesos a todas las salas de audiencia y cámaras de encuentros privados con el fin de mantener a raya a posibles espías, al menos si su pretensión era escuchar la voz del soberano.
En cualquier caso, la belleza y la historia estaban aquel día situadas en el contexto de algo más grande, cuyas dimensiones no solo causaban asombro, sino también pavor. Emily miraba una y otra vez a sus espaldas, esperando descubrir alguna figura sospechosa. Había visto a unos hombres en el aeropuerto, y aunque bien podría ser fruto de la paranoia, merecía la pena no pasar por alto esa realidad. El Consejo de Athanasius era real y estaba dispuesto a detener a cualquiera para conseguir sus ambiciones. Habían encontrado a Michael, y eso significaba que lo sabían todo sobre ella. Tal vez incluso que ahora obraba en su poder la lista de nombres que al parecer se había convertido en el centro de todas sus últimas acciones. Ella era consciente de que ya no eran enemigos solo de la Sociedad, también lo eran suyos. Tenía la sensación de que enseguida iban a dar caza a su presa.
Penetró en un pabellón de mármol blanco y rojo construido en el siglo XVII para conmemorar una campaña en Bagdad. Ahora lo rodeaban flores y árboles podados con sumo esmero. El quiosco se hallaba en el confín más alejado de Topkapi, en el sanctasanctórum de los jardines reales. Ella, situada allí, en aquel observatorio tan hábilmente escondido, veía lo que unos pocos privilegiados habían contemplado en el apogeo del imperio, una vista ininterrumpida de la ciudad y de los mares circundantes desde aquel mirador de la fuerza y el poder imperial. El sultán podía contemplar todo el imperio desde su jardín.
Y esa perspectiva la inquietó.
Desde aquel elevado rincón del palacio la norteamericana divisaba la ciudad propiamente dicha si miraba en una dirección, y si lo hacía en la contraria, podía ver la confluencia de los mares. En el extremo de la península central convergían el Mármara, el Bósforo y el Cuerno de Oro, dando a la ciudad esa privilegiada posición para el comercio y el transporte. Desde el enclave sito en lo alto de la colina miró las aguas al fondo del todo.
«Muy al fondo».
Esa distancia resultaba de lo más turbador en ese preciso momento. Algo no encajaba. Mantuvo la mirada fija en el oleaje de debajo mientras su confianza en que aquel era el lugar indicado desaparecía a pasos agigantados. ¿Había cometido un error?
El palacio de Topkapi se hallaba en lo alto de una colina y desde él se dominaban los mares, ahora bien, la carta que le había dejado Holmstrand en Alejandría decía que la casa del rey «tocaba las aguas». El verbo y la frase eran extraños, y eso le daba aún más peso en la mente de Emily. Si algo había aprendido en los dos últimos días sobre el viejo profesor era la extrema precisión de su prosa, demasiado extrema como para que aquella expresión fuera casual. Cuando decía algo, era lo que tenía intención de decir y la manera en que tenía intención de decirlo.
Estudió con atención las palabras de Arno cuando tomó conciencia de que el mar estaba por debajo de ella. El palacio y el mar estaban próximos, pero no se unían. No se tocaban.
Y eso únicamente podía significar una cosa: Topkapi era el palacio equivocado.
6.30 p.m.
Emily dio media vuelta y caminó de regreso hacia la entrada principal. Con cada paso que daba, estaba más segura de que el palacio de Topkapi no era «la casa del rey» indicada por la pista de Holmstrand. Era la variante local del mismo truco usado en Oxford. La solución evidente, ideada para confundir a posibles perseguidores que encontraran esa pista, era la iglesia de Santa María, y la real estaba oculta bajo dos engaños. La pista no se refería al primer palacio imperial, el de los emperadores, pues eso habría estado asociado con Constantinopla, sino a la Estambul de los sultanes. Pero había un segundo engaño.
«La casa del rey, tocando el agua». Debía referirse a un lugar concreto. Tenía que haber otro palacio. Emily comprendía la necesidad que tenía Arno de ocultar las pistas, pero eso la obligaba a resolverlas.
Cuando estuvo cerca de la cabina de venta de tiques, vio a un joven sentado al otro lado del cristal. Esperaba atento la aparición de turistas. Tuvo la impresión de que era la clase de empleado ávido de agradar a los visitantes, lo cual iba a ser de la máxima utilidad en el diálogo absurdo que estaba a punto de entablar.
—Disculpe, tengo una pregunta —barbotó antes incluso de haber llegado a la ventanilla.
—¿Sí? ¿En qué puedo ayudarle?
El joven se irguió en el asiento y esbozó una sonrisa de lo más profesional. Emily no se había equivocado al juzgarlo.
—Este no es el palacio que quiero.
El hombre se quedó perplejo a pesar de sus mejores intenciones. El inglés no era su primera lengua, y la afirmación descolocaba un tanto aunque lo hubiera sido.
—¿Perdone?
—Disculpe. Lo que quería decir es que pretendía visitar otro palacio real. Este… —vaciló— no encaja con la descripción que me han dado. Perdone a esta estúpida turista. —Emily intentó corresponder a la sonrisa amigable del empleado. Iba a ser más rápido y conveniente alegar una confusión inocente que algo más importante—. ¿Tuvieron los sultanes más residencias en Estambul?
—Hubo dos —explicó el empleado del museo, todavía titubeante—, el palacio de Yildiz y el de Dolmabahçe, pero el más famoso es el segundo. —El empleado sacó pecho, claramente orgulloso de aquellos monumentos.
—¿Y dónde están? ¿Hay alguno cerca del mar?
—El de Yildiz se halla en la ciudad, pero el de Dolmabahçe está a orillas del mar. —A Emily le parecieron palabras mágicas.
—Es también muy destacable —continuó el guía, dignándose a tomarlo en consideración, pero situándolo siempre después de Topkapi—. Allí vivió Atatürk. Es muy importante en la historia de nuestra nación.
—¿Cómo puedo llegar?
—Tanto en autobús como en coche, pero el ferri es lo más rápido. Suba a bordo aquí abajo, en Eminönü —aconsejó, y le entregó un folleto y una hojita con los horarios del ferri que recogió de un stand contiguo.
—Gracias, eso es fabuloso.
—Pero va a tener que esperar hasta mañana. Nosotros abrimos hasta las siete, pero allí cierran a las cinco, así que hoy el palacio de Dolmabahçe ya estará cerrado.
La velocidad con que Emily pasó del entusiasmo a la decepción fue sorprendente. Al día siguiente por la mañana parecía algo muy lejano. Tenía intención de cumplir lo que le había dicho a Michael: solo estaba dispuesta a pasar otro día más lejos de él.
El hombre pareció percatarse de su desencanto.
—Bueno, eso es así… a menos que le interesen las relaciones franco-turcas.
Emily levantó los ojos.
—¿Disculpe…?
—Esta noche hay una conferencia en el Dolmabahçe sobre las relaciones entre Francia y Turquía en el siglo XX. El ponente es el político francés Jean-Marc Letrouc. —Le pasó un folleto—. Empieza a las siete. Si coge el último ferri, tal vez consiga llegar.
Emily miró al hombre con una inmensa gratitud. Le habría dado un abrazo de no haber de por medio una mampara de plexiglás.
No albergaba interés alguno en las vicisitudes y avatares de las relaciones franco-turcas, pero aquella noche estaba dispuesta a hacer una excepción. Le valía cualquier cosa capaz de conducirla al palacio correcto.
Tomó un folleto publicitario y entre sus pliegues le pasó al trabajador una generosa propina en moneda turca antes de dirigirse hacia el mar.
6.30 p.m.
Jason se volvió hacia su compañero con una solemnidad en el semblante que anticipaba las emociones que se removían en su pecho. La conversación con el Secretario había sido breve y tajante.
—Nuestro objetivo ha cambiado —informó al otro Amigo—. Hemos de eliminar a Wess en cuanto hayamos conseguido toda la información que tenga.
Su interlocutor alzó una ceja, mas no dijo nada. Había invertido mucho tiempo y energía en seguirle la pista, y la joven parecía ir tras los pasos del Custodio. Matarla ahora era un giro sorprendente cuando menos. Se jugaban mucho en Washington, lo sabía, pero Wess podía conducirles hasta algo aún más grande, la mismísima biblioteca.
—La detendremos la próxima vez que esté sola —prosiguió Jason—. Nos han dicho que la interroguemos brevemente por si acaso sabe algo que aún no hemos averiguado. Tú te encargarás de quitarle el móvil y cualquier objeto personal que lleve encima. Hemos de asegurarnos por completo de que esa maldita lista se ha quedado en su teléfono. Acabaremos el trabajo en cuanto lo tengamos todo.
—Podemos ir a por ella ahora mismo —sugirió su compañero. Habían seguido a la norteamericana por un descenso abrupto que conducía hasta las puertas. Había decidido que Topkapi no era el palacio que buscaba, eso era obvio, y ahora se dirigía al palacio de Dolmabahçe. El Consejo había registrado ambos en muchas ocasiones a lo largo de los últimos años. El plan de los Amigos hasta hacía unos minutos se limitaba a seguirla en el ferri hasta el palacio, pero ahora eso había cambiado y debían eliminar al objetivo de inmediato—. En el siguiente sendero grande podemos retirarla de la circulación.
—No —replicó Jason—. El Secretario desea que se haga en silencio y sin testigos, fuera de la vista de todos. El cuerpo no debe ser descubierto durante un tiempo. No hace falta que una investigación policial estropee lo que está a punto de suceder.
El otro Amigo asintió, tal y como debía. Emily Wess moriría sola y sin testigos una vez que le hubieran sacado cualquier conocimiento que aún pudiera tener. Miró a Jason, en sus ojos brillaba una chispa inusual que ardía con más intensidad que cuando simplemente se trataba de una ejecución o una filtración. Ahí había algo más. Era… expectación. Y eso levantó en él una oleada de expectativas. A la luz de las nuevas órdenes y de la llamada taxativa del Secretario hacía unos instantes, aquel brillo en los ojos de Jason únicamente podía tener una interpretación.
El Secretario había localizado la biblioteca.
6.45 p.m.
Emily abandonó los jardines del palacio de Topkapi y se dirigió colina abajo en dirección a la orilla norte de la península central de Estambul. No conseguía quitarse de encima la sensación de que la observaban y la vigilaban, pero, aun así, la necesidad de subirse al último ferri la dejaba con pocas opciones y debía caminar por calles abiertas. Según la hoja de horarios, a las siete de la tarde zarpaba el último barco del puerto de Eminönü con destino al de Besiktas, el más próximo al palacio de Dolmabahçe. Estaba indicado como un trayecto breve de tan solo quince minutos de duración. Si nadie le cortaba el paso ni la interceptaba, conseguiría llegar a tiempo y eso significaba que entraría cuando llevaran unos veinte minutos de conferencia, que es lo que suelen durar las presentaciones y menciones de cortesía antes de que empiece el ponente. Emily sabía lo importante que era una introducción para la mayoría de los académicos. Albergaba la esperanza de que aquella tarde no fueran demasiado estrictos con el protocolo y dejaran entrar público aun cuando apareciese con retraso.
«En cuanto cruce la puerta me pongo a buscar un modo de desaparecer en los jardines de ese palacio», pensó.
Sin embargo, el camino discurría por una elevación que ocupaba el centro de la ciudad y era más largo de lo que parecía. Emily apretó el paso cuando vio las manecillas del reloj cada vez más cerca de las siete. No podía permitirse el lujo de perder ese barco.
Al doblar una esquina se encontró de frente con una vía que discurría en paralelo a la costa norte. Al otro lado, una lengua de tierra se adentraba en el mar. Era Eminönü, un amasijo de dársenas, barcos y quioscos abarrotados de gente. Cruzó la atestada vía a toda velocidad, llegó al puerto y se dirigió hacia los pequeños barcos de dos pisos alineados junto a las pasarelas de madera.
—¿Besiktas? ¿Dolmabahçe? —preguntó a un hombre con aspecto de funcionario, pero a la manera de los estibadores, eso sí: camisa grasienta, sombrero gastado y un puñado de liras y de tiques.
—Se paga a bordo —refunfuñó el hombre panzudo con una colilla a medio fumar entre los labios; indicó con un ademán el ferri situado al final del muelle y siguió contando los billetes.
Emily salvó la distancia a toda prisa hacia la nave, cuyos motores ya estaban aumentando la cadencia, preparándose para zarpar. Subió a bordo de un salto, entregó doce liras turcas para pagar el pasaje y subió unos escalones hasta quedarse en una cubierta superior. La apabullante línea del horizonte de la península no empezó a alejarse hasta que hubieron subido a bordo todos los viajeros llegados en el último minuto. Solo entonces se permitió el lujo de tomar aliento. Subir a bordo de un ferri a punto de partir era una buena forma de dejar atrás a cualquier posible perseguidor. Se dirigió hacia la barandilla blanca de metal y contempló la escena que se ofrecía ante sus ojos.