—De ahí esta reunión tan feliz. Su muerte garantizará que eso nunca suceda.
—Para nada —contestó Emily. Ahora era su turno de adoptar un tono de confianza y seguridad a pesar del pánico que anidaba en su pecho—. El hombre que me envió esa pequeña lista con vuestros nombres os podría… hacer caer. Espera tener noticias de mi éxito… en otros asuntos. —Emily tomó aliento para controlar el nerviosismo e hizo acopio de toda la calma que permitía la situación—. Si no las tiene, podéis apostar vuestro último aliento, y también el mío, a que los medios de comunicación del mundo entero van a conocer esos nombres y todos los demás detalles en cuestión de horas.
Jason la miró a los ojos. ¿Estaría diciendo la verdad? ¿Podía Antoun haber urdido un plan semejante sin que él se hubiera dado cuenta? Un susurro rápido al oído de alguien no recogido por las cintas. Una nota. Pero seguía habiendo muchas más posibilidades de que aquello no fuera más que una invención a la desesperada de una mujer patéticamente asustada por estar a punto de morir.
—Tonterías —le espetó a Emily—. Hemos escuchado todas y cada una de las palabras que pronunciasteis en Alejandría. En cualquier caso, vamos a encargarnos pronto de Antoun, y eso la convierte a usted, doctora, en el único cabo suelto de la operación, a excepción de su gallardo prometido, el señor Torrance. Pero no tema, pronto tampoco él va a estar en condiciones de decir nada.
Esa información añadía unas notas adicionales de sufrimiento a los últimos momentos de Emily. Los ojos de Jason centellearon de placer.
—Matadme si queréis —respondió Emily. Hizo un esfuerzo para ignorar la amenaza contra Michael y concentró los cinco sentidos en desafiar al hombre que tenía delante. Se irguió y por primera vez dejó de mirar el cañón del arma para contemplar los ojos del cazador, a quien le espetó con voz firme—: Pero créame cuando le digo que todo lo que han estado haciendo va a morir conmigo.
El silencio subsiguiente pareció prolongarse una eternidad mientras el hombre pequeño y musculoso decidía si la mataba o no. Emily sintió una extraña calma, una paz interior, en ese momento, cuando no sabía si se agarraba a la vida o a la muerte.
—Basta —dijo de pronto Jason, rompiendo el silencio. Al fin había adoptado una decisión. Dirigió a su compañero un asentimiento de cabeza, lo cual era una orden un tanto extraña—. Hazlo.
Emily recibió un golpe por detrás antes de que fuera capaz de procesar lo que eso significaba. La carne y el metal se encontraron en medio de un estallido de dolor. Lo último que oyó antes de desmayarse fueron unas risotadas de satisfacción procedentes de unas formas de perfiles imprecisos, aunque momentos antes habían sido las siluetas claras de dos hombres trajeados. Entonces el sonido se desdibujó y desapareció al igual que las imágenes, y a su alrededor el mundo se volvió oscuro.
El cuerpo de Emily Wess golpeó el suelo.
9.45 p.m.
Jason, impaciente, se volvió hacia el otro Amigo.
—¿Lo tienes?
—Casi.
El segundo hombre observó la barra de progreso de la transferencia de datos, a punto de llegar al punto final del proceso por el cual iba a descargar la totalidad de los contenidos del BlackBerry a su disco duro. Al término de la operación, retiró el cable del móvil y lo tiró al suelo de la calle de al lado, junto al cuerpo de la doctora. Los materiales reunidos por Emily serían más manejables y fáciles de escanear desde su propio ordenador.
Después, destrozó el BlackBerry con un pisotón.
—Hecho —confirmó a su compañero—. Lo tenemos todo. Los dos mensajes de texto siguen ahí. No se los ha reenviado a nadie. Ahora estoy revisando qué tiene en la memoria. Sea lo que sea que haya encontrado en el palacio, ha de estar ahí.
Jason se acercó y se puso junto a él.
—Enséñamelo.
El interpelado, a quien se dirigía con el simple apodo de Tec, manipuló con habilidad y destreza consumadas los botones táctiles de la interfaz.
A diferencia de Jason, que llevaba toda la vida en el Consejo, aquel hombre había sido reclutado como Amigo bien avanzada la treintena. Se había granjeado notoriedad como pirata informático en el mundo clandestino de los hackers antes de esa tarde memorable en que se vio rodeado por un grupo de hombres de aspecto ominoso que le hicieron una oferta irresistible. El Consejo había seguido con interés su «carrera» al darse cuenta de que semejantes habilidades cobrarían un papel capital en su labor de búsqueda y destrucción de información durante el siglo XXI. Era el candidato idóneo para el modo de trabajar de los Amigos: tenía talento y era brillante, pero al mismo tiempo era sinuoso y mostraba un desprecio olímpico a lo que era legal o ilegal. La suya era una «conciencia laxa», como la había definido el Secretario. Y podía moldearla con la forma requerida.
Esa maleabilidad había funcionado tan bien que ahora acompañaba a Jason en casi todas las misiones en que tomaba parte el principal Amigo del Secretario. Jason era el hijo del Secretario, un hecho que casi todos los miembros del Consejo conocían y ninguno se atrevía a mencionar en presencia del padre, pero en sus contados ataques de sentimentalismo a Tec le gustaba pensar que le había ascendido a lo más alto, porque a muy pocos confiaban la clase de materias que a él le daban a diario.
Ladeó la minúscula pantalla hacia Jason en cuanto abrió la carpeta donde guardaba los contenidos descargados del BlackBerry de Wess. Juntos les echaron un vistazo rápido.
Jason recobró la sonrisa una vez que hubieron terminado de examinar todo el material. Wess no tenía nada que ellos no supieran. Las marcas descubiertas en el palacio de Dolmabahçe, cuya fotografía había guardado en la memoria del móvil, conducían a Oxford y proporcionaban otro símbolo, pero hacía un tiempo que el Consejo había llegado a la conclusión de que el hogar de la Biblioteca de Alejandría era Oxford y también estaban en posesión del nuevo sello gracias a la imagen encriptada que habían encontrado en el correo electrónico de Antoun. Wess iba un paso por detrás en la partida.
Aun así, resultaba satisfactorio examinar la pista: confirmaba lo que el Consejo había averiguado por su cuenta y contenía las palabras mágicas por las que todos los miembros del Consejo habían luchado durante años. «El hogar de la biblioteca».
«Ya estamos en camino. Ya lo tenemos».
Devolvió el ordenador en miniatura a su compañero y con el pecho lleno de orgullo ordenó:
—Envíalo, envíalo todo.
Tec inició el proceso de transferencia de los contenidos descargados al Secretario. Lo examinarían e incluso lo estudiarían aunque no fuera mucho ni nada nuevo.
En ese momento sonó el teléfono. Miró el número en la pantalla y contestó.
—¿Lo habéis hecho ya? —inquirió Ewan Westerberg, ávido por confirmar que habían eliminado a Emily Wess.
—No del todo. La tarea está en proceso. Por ahora la hemos enviado a dormir un rato. —Resulta poco prudente hablar de una ejecución a través del móvil, pero enmascarar el tema real de la conversación tampoco exigía una gran imaginación.
El Secretario se llevó una gran sorpresa al oír aquello.
—¿Por qué…? Creía haber dejado claros mis deseos.
—Ha habido una complicación. Se ha producido un tropiezo inesperado.
Y acto seguido, Jason pasó a explicar a su padre la amenaza de la doctora: Antoun sacaría a la luz su misión en Washington y la lista de nombres, incluidos los suyos, si no recibía el informe de Wess. Su decisión de neutralizar a la norteamericana en vez de matarla había sido una respuesta provisional hasta poder hablar con el Secretario y conocer su decisión ante aquella eventualidad. Mientras hablaba, sus ojos bajaron hasta posarse sobre el cuerpo de Wess. La imagen de aquella estúpida mujer desmayada a sus pies resultaba patética. La perspectiva de matarla de una vez por todas le resultaba excitante y todo retraso suponía una decepción.
Ewan Westerberg escuchó el informe de su hijo y contestó con un aire de serena convicción:
—Que siga durmiendo. No quiero retirarla de la foto hasta estar seguro de que ha sido erradicada la amenaza de exposición. Voy a dar órdenes a nuestros agentes de que concluyan las conversaciones con el señor Antoun antes de lo previsto y entonces el equipo en Estambul podrá prolongar la siesta de Wess de un modo indefinido.
—Comprendido —contestó Jason.
Iban a eliminar a Antoun para evitar cualquier posible represalia por la ejecución de la doctora, y después se ocuparían de ella. Probablemente era una precaución innecesaria, pensó el Amigo para sus adentros, pero más valía prevenir que curar.
—En cuanto a ti —prosiguió el Secretario—, ve a Oxford lo más deprisa posible. El equipo local se hará cargo de Wess. Ya les he notificado tu posición y deberían estar ahí en menos de una hora. La lleváis a donde no la vea nadie, la inmovilizáis y se la dejáis al grupo turco.
»Ha llegado el momento de que te pongas en camino. Tenemos todo cuanto necesitamos para reclamar la biblioteca y quiero que estés a mi lado cuando tomemos posesión de lo que nos pertenece.
Jason contempló el cuerpo de Emily, cuyo pecho subía y bajaba con lentitud. Le decepcionaba no haber podido mirarla a los ojos mientras agonizaba a fin de contemplar en ellos la certeza de que no había escapatoria y de que todo aquello no era sino el final. Le habían dado a otro esa satisfacción, pero el Amigo sabía que no debía concentrarse en esa pequeña pérdida. Estaba a punto de presenciar y formar parte de algo infinitamente superior. Estaba a punto de dar frutos el trabajo realizado por el Consejo durante varios siglos. Iban a obtener un poder omnímodo cuando la biblioteca estuviera en sus manos. Tendrían los recursos de la biblioteca a su disposición y también al hombre que ocuparía el despacho oval, rodeado por miembros del Consejo en su administración… Era el alba de la era más gloriosa del Consejo.
Extrajo unas esposas del bolsillo trasero y arrastró el cuerpo de la doctora hasta un rincón del callejón, donde le esposó la muñeca izquierda a una bajante del desagüe que descendía hasta el suelo. El equipo alejandrino se encargaría de Antoun y sus compañeros de Estambul vendrían a por ella.
—Es hora de irse —ordenó con brusquedad, y dejó de mirar a Emily.
El otro hombre asintió y los dos Amigos dejaron el futuro de la mujer en manos del equipo local.
La gloria estaba a solo unas horas.
Ciudad de Nueva York, 45 minutos después,
3.30, hora local (10.30 p.m. en Estambul).
Ewan Westerberg se sentó en el coche lleno de ansiedad. Ordenó al chófer que pisara el acelerador, pero por muy rápido que este condujera, no sería lo bastante para calmar el nerviosismo que le embargaba. El tiempo parecía deslizarse con una lentitud insoportable para el Secretario del Consejo.
Se habían llevado a cabo todos los preparativos necesarios en los cuarenta y cinco minutos transcurridos desde que los Amigos le informaron desde Estambul y le enviaron una imagen absolutamente diáfana de la fotografía hecha por Wess, y aquello confirmaba la propia información del Consejo.
Cada uno de los asesores del Secretario había llegado a la misma conclusión que él: la información señalaba a un antiguo edificio ceremonial en Oxford (Inglaterra). Habían reunido todos los detalles sobre la historia, la arquitectura, los planos y los datos relevantes sobre la Divinity School. Se los tenían preparados en el avión. Sus hombres iban a revisar cada dato, cada detalle, para preparar su llegada.
Una llegada en la que también trabajaba un equipo de Londres, y había otro en Oxford para ultimar cuantos detalles fueran necesarios. Su organización funcionaba con eficiencia y sigilo. Habían sido entrenados con esmero y lo que les aguardaba era la culminación de unos objetivos por los que el Consejo había luchado desde su fundación, varios siglos atrás.
Toda la historia apuntaba en esa dirección.
Jason y su compañero ya estaban de camino a Heathrow mientras llenaban los depósitos y preparaban el jet de Ewan para un vuelo no previsto. No le importaba saltarse la planificación de salidas y llegadas de la Federal Aviation Administration (FAA). Tenía suficiente poder e influencia como para poder manipular las reglas de cualquier agencia gubernamental y ya se habían abierto camino en Aviación Civil. Además, ser el principal asesor financiero del vicepresidente llevaba aparejadas ventajas por derecho propio. Su vuelo saldría enseguida y él estaba preparado.
Los dos mayores logros en la historia del Consejo iban a conseguirse con una diferencia de apenas unas horas. El sábado por la mañana se apoderaría de la biblioteca y el domingo conseguiría la presidencia de Estados Unidos. No iba a sentarse en la famosa silla Gunlocke, detrás de la mesa donde se tomaban las decisiones, por descontado, pero ese nunca había sido el plan. Lo importante era que la ocupara un miembro del Consejo, y él sería más fuerte al no convertirse en el centro de atención de todo el mundo. Iba a tener a su disposición el conocimiento y el saber de la Antigüedad y del mundo moderno, iba a estar al corriente de todos los datos que obtuviera cualquier agencia presente o futura, y también iba a ser suyo el control del mayor poder ejecutivo en la historia de la humanidad. Todo, absolutamente todo, iba a estar bajo su control.
Estambul, 10.05 p.m.
Contempló imágenes borrosas cuando al fin recobró la visión, pero la mayoría estaban desencajadas. Al recuperar el conocimiento en aquella callejuela de Estambul, tampoco el sentido del oído respondía como debiera. Escuchaba un zumbido sofocado y fluctuante. Y entonces tomó conciencia de la hiriente palpitación en la base del cráneo. Con cada cadencia transmitía ese dolor agudo a todo el cuerpo. Jamás en la vida había padecido nada semejante.
Emily porfió por incorporarse y consiguió adoptar la posición de sentada valiéndose de la mano derecha. Tenía la otra sujeta a lo que parecía ser una cañería que bajaba por la pared de ladrillo sobre la que estaba recostada. Se llevó la mano libre a la parte posterior de la cabeza y exploró el daño. Al ponerla delante otra vez vio los dedos cubiertos por una espesa capa negra de sangre coagulada. «Al menos se ha coagulado», pensó en su fuero interno. Significaba que la hemorragia había cesado, o eso era lo más probable. Los párpados le pesaban. Bizqueó varias veces y entrecerró los ojos a fin de poder enfocar lo que tenía alrededor. Se trataba del mismo callejón estrecho de antes, pero los dos hombres que la habían perseguido y atacado se habían ido.