Un doble ardid. Emily se puso a evaluar mentalmente esa posibilidad conforme iba escuchándole y las palabras de Kyle le convencían cada vez más. No obstante, había un hecho clave que ponía esa teoría en entredicho.
—¿Y qué razón hay para todo esto? —Emily hizo un ademán hacia la escena de destrucción que colmaba la plaza—. La destrucción de la iglesia parece confirmar la lectura más sencilla. Si la pista no conduce a este lugar, ¿por qué iba alguien a poner una bomba en la iglesia? Es evidente que alguien más lo sabía, o al menos estaba muy convencido de que en ese lugar había una información importante.
Kyle permaneció en silencio, mas solo por un momento. Estaba convencido de tener razón, por inimaginable que pudiera parecer su hipótesis.
—Es un engaño hecho con la intención de dar credibilidad a la interpretación falsa —contestó el joven. Emily se quedó boquiabierta cuando Kyle confirmó el significado preciso de su sugerencia—. No creo que otra persona volara por los aires esta iglesia. Me parece obra del propio Holmstrand.
—Dios mío.
Wexler soltó un jadeo y puso unos ojos como platos mientras contemplaba de nuevo la escena. La propuesta de Kyle era de una inmensidad apabullante: toda aquella destrucción únicamente era una estratagema. Si el joven estaba en lo cierto y Holmstrand, o cualquier otro, estaba dispuesto a causar semejante devastación, física e histórica, solo para despistar a posibles perseguidores, en tal caso, Emily se hallaba envuelta en algo mucho más grande de lo que había pensado en un principio, fuera lo que fuera. Mayor que nada de cuanto había visto a lo largo de su dilatada carrera académica. Lo suficiente como para que un historiador se mostrase desaprensivo y destrozase un trozo de la historia a fin de proteger un secreto.
Los tres académicos se quedaron contemplando el montón de piedras de la antigua iglesia.
Cuando el doctorando volvió a hablar, lo hizo con voz más pausada y resuelta, y sin apartar la mirada de las ruinas.
—Sea o no la Biblioteca de Alejandría, eso que buscas ha de valer una inmensa fortuna.
Por último, la doctora dejó de mirar el lugar del atentado y se volvió de espaldas a sus acompañantes con el fin de poder sacudirse la intensidad del momento.
—Bueno, Canadá gana la guerra de la cultura en la jornada de hoy, está visto que Peter y yo no podemos. —Wexler estuvo de acuerdo y se llevó la mano al borde de la gorra en señal de reconocimiento al buen trabajo de su alumno—. Asumamos por un momento que estás en lo cierto, Kyle —concedió Emily—. De todos modos, tampoco perdemos nada si te equivocas, pero si tienes razón y las pistas están ideadas para confundir, ¿cómo vamos a conocer su significado real?
—Al parecer, doctora Wess, va a tener que averiguar cómo orar entre dos reinas.
La respuesta de Kyle corrió el velo del enigma a los ojos de todos.
Nueva York, 11.15 a.m. EST (4.15 p.m. GMT).
—Esto no va a gustarte nada —auguró con solemnidad el hombre desde su minúsculo móvil.
Trent era un Amigo con muchos años a su servicio y el Secretario le permitía cierta informalidad en el trato que jamás habría concedido a ningún otro de sus hombres.
—Al grano —replicó el Secretario con una voz que no delató emoción alguna, pero la observación atrajo su atención e hizo que se incorporase en el asiento.
—Hemos estudiado a fondo a los miembros del departamento del Custodio en el Carleton College. Ya sigan en el campus, ya se hayan marchado de vacaciones, los tenemos controlados a todos; a todos, salvo a uno.
El Secretario sujetó el auricular con más fuerza.
—¿De quién se trata?
—Una joven profesora, la doctora Emily Wess. No está donde debería estar.
El Secretario repitió el nombre para sí mismo, articulando los labios de forma un tanto exagerada. Le sonaba vagamente, dado que había leído una lista de todos los colegas y compañeros del Custodio en la universidad en cuanto habían conocido la identidad de aquel. Pero ese nombre por sí solo no le decía nada. Habían investigado a todas las personas de esa lista, pero ninguna había levantado sospecha alguna, incluida la doctora.
—Registramos su apartamento hará cosa de unos meses —comentó, pensativo—, pero no hallamos nada anómalo.
—No —convino el Amigo—. Era una advenediza a juzgar por el expediente. Joven, novata, una asociada recién llegada. Pero el tema de su tesis doctoral —continuó, acercándose el móvil a los labios— reviste cierto… interés.
El Secretario ya estaba pidiendo más información a través del portátil. El Consejo conservaba a perpetuidad una ficha sobre todas las vigilancias del pasado precisamente para momentos como aquel. El nudo del estómago se convirtió en una piedra en cuanto el expediente resultó visible en el monitor.
—Cuando era una estudiante de posgrado, la doctora Wess escribió sobre Ptolomeo, sobre Egipto —prosiguió Trent al otro lado del teléfono. Sus palabras confirmaban lo que estaba leyendo el Secretario.
—Figura en el dosier —repitió el Secretario, pero en esta ocasión el tono de su voz era inusualmente tenso—. La investigamos. La joven tenía interés en la historia y en Egipto, pero no estaba en condiciones de establecer ninguna conexión ni con la Sociedad ni con el propio Custodio. La teníamos bajo vigilancia, ya que trabajaba en el mismo edificio que él, pero no se detectó motivo alguno que permitiera sospechar la existencia de una conexión entre ellos.
—Lo sé —replicó el Amigo—, mucha gente estudia historia, e incluso historia del Antiguo Egipto, pero el expediente de la doctora Wess va a cobrar mucho más interés en cuanto sepas dónde ha decidido pasar el puente de Acción de Gracias.
—¿Dónde? —inquirió el Secretario.
—En Inglaterra. Emily Wess aterrizó en Heathrow esta mañana.
Oxford, 4.35 p.m. GMT
Emily se marchó en compañía de Wexler y Kyle unos minutos después de su conversación en las inmediaciones de la iglesia de Santa María. Era media tarde y los dos oxonienses debían atender a sus obligaciones y a ella le vendría bien disponer de un poco de tiempo para reflexionar sobre las confusas revelaciones que le había deparado la jornada. Ardía en deseos de pasar sola un rato, pues parecía que iba a estallarle la cabeza, ya fuera por el cambio horario, el trauma de la bomba o simplemente por toda la información que había tenido que absorber en las pocas horas que llevaba en suelo británico. El grupo se mostró de acuerdo en reunirse para cenar en casa de Peter Wexler, pues este había tenido la gentileza de ofrecérsela como base de operaciones mientras estuviera en la ciudad. Le facilitó la dirección y garantizó a Emily que se aseguraría de que le llevaran su bolsa de viaje a la habitación de invitados, lo cual la libraba del engorro de tener que llevarla mientras deambulara por la urbe.
Se alejó de la iglesia y de la plaza, y giró a la izquierda, donde enseguida anduvo sobre el pavimento ligeramente curvo de High Street. Tradicionalmente, en la mayoría de las ciudades inglesas las High Streets solían albergar franquicias de grandes cadenas y tiendas, pero Oxford era diferente: en vez del glamur de ropas a precios prohibitivos, puntos de venta de muebles y tiendas de aparatos electrónicos, era el hogar de un buen número de
colleges
, cafés y unas pocas fachadas de tiendas locales. La zona reservada a la venta al por menor se había trasladado al cercano Cornmarket, Emily ignoraba cuánto hacía de eso, pero esa mudanza convertía la calle en una travesía ajena al comercio, aunque seguía dominada por taxis y autobuses.
Recorrió la calle en dirección a su bar favorito cuando era una estudiante de posgrado, un pequeño café situado en la esquina entre una calle lateral y High Street, justo enfrente del edificio de Examination Schools, donde se daban la mayoría de las charlas y conferencias. El lugar era un establecimiento sin pretensiones que contaba con la aprobación de Emily en todos los sentidos: el café era fuerte; la ubicación, conveniente; el ambiente, satisfactorio. Tomó asiento, pidió un expreso doble y se dedicó a contemplar el flujo continuo de viandantes por la ventana.
Estaba cada vez más persuadida de que el joven canadiense tenía razón en su enfoque del caso. Las pistas eran demasiado obvias tal y como ellos las habían estado interpretando. El miedo de Arno a que alguien encontrara las cartas antes que ella había sido lo bastante fuerte como para que tomara la precaución de cifrar incluso los códigos. Un monumento histórico de Oxford, el mismísimo corazón de la centenaria universidad, había sido destruido como parte de un plan para alejar de la pista correcta a los posibles perseguidores. Emily intentó hacerse una idea del apremio experimentado por Holmstrand, lo suficiente como para tomar la decisión de destruir un trozo de la historia.
«¿Quién era ese hombre? —se preguntó—. ¿Qué clase de conexiones y de poder necesita atesorar una persona para ser capaz de tramar la destrucción de semejante edificio desde su despacho en el estado rural de Minnesota? ¿Y qué rayos tiene que ver eso conmigo?».
No lograba sacarse esa pregunta de la cabeza. Era la única para la que no había tenido respuesta desde el principio.
La cuestión clave era, sin embargo, cómo iba a descifrar el significado de las pistas si Holmstrand había tomado unas medidas tan excepcionales para protegerlas. Iba a tener que pensar de un modo diferente si pretendía entrar en la mente del viejo profesor, Emily era consciente de ello. Repitió una y otra vez las palabras de la carta: «Iglesia de la universidad, el más antiguo de todos». El nombre de la iglesia era obvio, y también concluyente, pues no había ninguna otra en Oxford que llevara el título de la institución. Si Arno pretendía señalar otra cosa, ¿debía hacer una investigación más exhaustiva en la historia de Oxford? ¿Hubo alguna vez una iglesia con el nombre de la universidad, aunque fuera solo por un tiempo? La historia iba y venía. Tal vez hubo un tiempo durante el cual no fue un centro religioso. ¿El truco estaba en «el más antiguo de todos»?
Un grupo de turistas pasó por delante de las ventanas del establecimiento. Sostenían en alto las cámaras con la intención de fotografiar un
college
situado justo al lado. Emily contempló con aire ausente cómo hacían poses para inmortalizar el momento en una tarjeta para el recuerdo. Tomó un largo sorbo de su café, negro y denso.
«¿Y si la trampa estaba en la primera parte, en la «iglesia de la universidad»?». Si el principio estaba escrito con el propósito de despistar, entonces debía buscar la iglesia más antigua de Oxford, sin importar su adscripción a la universidad. Pero eso solo era la mitad del trabajo. ¿Era una iglesia que todavía estaba en pie o se refería a los cimientos más antiguos? ¿Y si era la torre de más años? En un radio de dos kilómetros a la redonda a Emily se le ocurrían media docena de edificaciones que reclamaban ser los restos del edificio más antiguo de Oxford. Las torres más antiguas, los muros más antiguos, los cimientos más antiguos, los suelos más antiguos… En una ciudad que exudaba antigüedad, todo el mundo intentaba subir la apuesta y se proclamaba más antiguo que nadie.
Intentó concentrarse de nuevo. «Para orar, entre dos reinas». Fuera del contexto universitario, no tenía la menor de idea de cómo ponerse a decodificar la segunda pista de Arno. Dejando a un lado todas las «Reinas de los Cielos» existentes de una ciudad llena de iglesias y representaciones de la Virgen María, Oxford era también una ciudad real y tenía una larga historia de interacción con la monarquía. Edificios, calles, señales, plazas, estatuas, iglesias… Y en todas estas categorías había al menos una con el nombre de una reina u otra. Era imposible poner orden.
Emily acabó de un sorbo el contenido de la taza. Por mucho que le gustara el café, sospechaba que la aliviaría más dar un paseo que aumentar su agobio con nuevas cavilaciones. Dejó unas monedas para pagar la cuenta, salió del local y pasó a la acera de enfrente, donde se encontró detrás de una de esas célebres visitas guiadas a pie. Se vio obligada a aminorar el paso y escuchar las explicaciones del aburrido guía sobre todo cuanto se veía alrededor. Emily se había sumado a uno de esos grupos durante su primera visita a Oxford, siendo todavía una estudiante en el extranjero. Se alegró al recordar el asombro experimentado cuando había recorrido aquellos escenarios de cuento de hadas: las grandes fachadas de piedra, los mercadillos con techo, los enclaves fortificados de los
colleges
y los chapiteles. Incluso siendo una inocente estudiante, sospechaba que los guías mal pagados de aquellas visitas se inventaban la mitad de los hechos con los que cautivaban a los grupos de turistas, pero eso a ella no le importó, por raro que pudiera parecer. Oxford tenía tanto de mito como de verdad y era al mismo tiempo un sueño romántico y una realidad tangible.
—… En un claro desafío a los objetivos del Merton College, ese de ahí detrás. —Emily volvió al presente cuando un receso del tráfico permitió oír las palabras del guía—. Pero a pesar de esto, el University College
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, aquí, a nuestra izquierda, aún insiste en ser el
college
más antiguo de la universidad, pues se fundó a mediados del siglo XIII.
Una docena de cámaras enfocaron hacia la izquierda y empezaron a tomar instantáneas de la mampostería conforme el hombre iba describiéndola.
«¿Qué?».
Sintió que el corazón le daba un brinco en el pecho. Abrió la boca y formuló una pregunta incluso antes de darse cuenta de que estaba hablando.
—Disculpe, ¿podría repetir eso?
El guía se volvió hacia ella y con una habilidad consumada accedió:
—Por descontado: el University College es uno de los tres que reclaman ser el más antiguo de la ciudad. Los otros dos son el Merton y el Balliol, y vamos a verlos enseguida.
El hombre le dedicó una amplia sonrisa, pero los ojos le relucieron con sospecha, como si sugiriera que si la interrogadora de ojos azules increíblemente vívidos y aspecto atractivo había pagado las diez libras que valía la visita guiada, él no lo había visto.
Sin embargo, Emily se quedó donde estaba, rebuscando las cartas de Arno en la bolsa, mientras el grupo se alejaba. Rescató la tercera hoja y leyó en voz alta unas palabras que ahora cobraran un nuevo significado.
«Iglesia de la universidad, el más antiguo de todos». Sus ojos desvelaron el ingenioso disfraz y releyeron las palabras que ahora parecían escritas con renovada claridad.