Ella le escuchaba con total atención e intentó adelantarse, ver a qué conclusiones quería llegar el inglés.
Emily tomó en las manos el libro abierto de par en par por una página donde podía verse la fotografía en color de una inmensa construcción circular moderna con una techumbre en ángulo que caía a pico desde lo alto para encontrarse con el mar al borde una bullente metrópolis egipcia.
—Quizá yo pueda presentarte el legado de Ptolomeo: el Gobierno egipcio abrió la nueva Biblioteca de Alejandría en el año 2002. Apuesto cinco contra uno a que ese es el objeto del nuevo mensaje.
La magnífica estructura deslumbró a Emily desde la página con sus líneas modernas y contornos imponentes. La nueva biblioteca no guardaba conexión alguna con la antigua, pero se mantenía en los estándares de aquel proyecto inicial. Era un grandioso homenaje al pasado faraónico de Egipto y distinguía la línea costera alejandrina con un monumento sin parangón en la tierra.
Cuando sostuvo la imagen, Emily tuvo la sensación de que era un edificio que debía ver con sus propios ojos.
Chicago, 2 p.m. CST (8 p.m. GMT).
Michael Torrance estaba sentado en un banco de la zona ajardinada que había en el patio exterior de su apartamento cuando sonó el teléfono. Se protegía del aire frío de un despejado día otoñal con una gruesa cazadora de cuero. Saltaron a la pantalla del móvil el nombre de Emily y la foto hecha dos años antes, unos instantes antes de que despertara en una acampada con un peinado que solo podía gustarle a un novio. Su actual periodo de aprendizaje en Chicago implicaba que pasaran mucho tiempo separados y el pequeño fogonazo visual de su rostro en la pantalla hacía la distancia más tolerable.
Aunque la distancia había crecido exponencialmente en las últimas veinticuatro horas.
—¡Emily! —exclamó jubiloso al ver el número, y se llevó el móvil al oído—. No esperaba tu llamada hasta más tarde.
—Hola, cielo, ¿te interrumpo?
—En absoluto, estaba disfrutando de un rato a solas para almorzar. —Michael hizo una pausa, sabedor de que sus siguientes palabras iban a despertar una oleada de nostalgia—. Feliz día de Acción de Gracias, cielo.
—Ya era el día de Acción de Gracias cuando te llamé hace unas horas —respondió en broma. Su voz era toda calidez.
—¿No puede un hombre felicitar a su mujer dos veces? El regreso a la vieja patria está volviéndote una minimalista, Em. No vas a tardar en decirme que voy a tener que conformarme para todo nuestro matrimonio con el «Te quiero» que espero oír alto y claro el día de nuestra boda.
—Pensaba que eso ya lo habías entendido. Los dos somos personas muy ocupadas, no tenemos tiempo para repeticiones innecesarias. —Ella rompió a reír al otro lado del teléfono, y de pronto fue consciente de la distancia que los separaba, del día que era y del significado del mismo, y deseó con renovado vigor que no se hubieran puesto de acuerdo en que él se quedara en Estados Unidos—. Feliz día de Acción de Gracias también para ti, Mikey. Lamento no estar allí, pero te lo compensaré.
—Puedes apostar a que sí —replicó con él con una nota de humor en la voz.
—Pero por el momento —prosiguió ella— hay una cosa que puedes hacer por mí.
—¿Esperas que me deje mangonear por ti desde el otro lado del globo?
—Yo no te mangoneo —protestó ella, fingiendo inocencia—. Solo sugiero con énfasis.
Él se echó a reír.
—¿Qué necesitas?
Emily pasó los siguientes minutos poniéndole al día sobre cuanto había acaecido desde su llegada a Oxford. Michael escuchó con asombro las descripciones de edificios destrozados, antiguas iglesias, inscripciones en la madera de una capilla y, por último, la nueva obra maestra levantada por el Gobierno egipcio como monumento histórico e intelectual.
—¿La nueva Biblioteca de Alejandría? ¡Emily! Es uno de los edificios más apabullantes que se han construido en los últimos treinta años. Es el sueño de todo arquitecto.
—Vosotros, los arquitectos, siempre pensáis en lo mismo —replicó ella en broma. Entre las explosiones, el hundimiento de la iglesia, la irrupción en la escena del atentado y todos los demás detalles que tanto habían entusiasmado a la doctora, lo que atraía la atención de su prometido era la arquitectura.
—No te preocupes, Em. Todavía sigo convenientemente impresionado por tu perspicacia deductiva y tu brillantez intelectual, pero ese edificio… ¡Estamos hablando de la perfección arquitectónica!
—¿Y no te gustaría que yo pudiera darte una explicación de primera mano? —preguntó.
—¿Vas a ir…? —Michael comprendió de pronto que no estaba mencionando el edificio, sino que planeaba una segunda etapa en su precipitado viaje—. ¿Te vas a Egipto?
—Si puedes ayudarme a ir, sí. No puedo encontrar semejante pista y dejarlo correr, ¿no te parece? —Se trataba de una pregunta retórica, ni que decir tiene, hecha con el propósito de captar su interés. Ella era consciente de que había un peligro, y a tenor de lo visto aquel día, probablemente aumentaría si se acercaba a la biblioteca.
Michael dejó escapar un largo suspiro donde materializaba su nerviosismo a la luz de las nuevas noticias. Pero ella estaba decidida y él lo sabía. Emily percibió todo esa preocupación en su silencio.
—Te ayudaré en todo lo que necesites siempre que me prometas actuar con mucho cuidado —acabó por decir él.
—Tengo toda la intención de regresar a casa contigo. Y ahora, ¿puedes comprarme un billete? Si lo haces tú, será más seguro y rápido que encargarlo a través del BlackBerry.
—Claro. De hecho, me distraerá bastante. Las páginas web de venta de billetes deben de ser los únicos lugares de la red que no están llenos de escándalos. No he conseguido dejar de darle al botón de actualizar en la página de la CNN desde que esta tarde han puesto a funcionar el ventilador de mierda.
—No te sigo.
—Bueno, bueno, cielo, pues sí que has estado ocupada si no has tenido tiempo para enterarte de lo que ha sucedido por aquí. Hazte un favor y échale un vistazo a las noticias antes de subir a ese avión. Es como si todo el país fuera a hacer implosión con un escándalo presidencial y unos terroristas asesinando a los más cercanos al presidente. Es como un apocalipsis político. —Y le hizo un breve resumen de la situación de Washington.
—Al menos, no soy la única rodeada por la intriga —dijo Emily cuando hubo terminado—. ¿Ves? Al final, después de todo, sí hemos tenido una experiencia común hoy.
Oxford, 8.25 p.m. GMT
La duración de la conversación fue perfecta para Emily. Un vuelo de las líneas aéreas turcas salía hacia Alejandría aquella noche a las 10.55, así que le daba tiempo para darse una ducha y cambiarse de ropa antes de salir disparada por la puerta con tiempo suficiente para llegar a Heathrow, siempre y cuando a la esposa de su anfitrión no le importara que se saltaran la cena hecha en casa poco antes de sentarse a la mesa. La perspectiva de pasar otro largo periodo de tiempo en una cabina saturada de aire reciclado se le hacía imposible sin refrescarse primero.
El oxoniense se mostró de acuerdo en llevarla él mismo al aeropuerto en cuanto Michael confirmó la adquisición del pasaje. El viejo profesor hervía de entusiasmo como un chiquillo ante la idea de las aventuras y proezas que aguardaban a su antigua pupila.
—Este vas a necesitarlo —aseguró Wexler, cogiendo un tomo de su biblioteca y poniéndolo en manos de su alumna poco después de que esta saliera del cuarto de invitados, duchada y con ropa nueva. Era el tercer libro que le ofrecía desde que había asomado por la puerta—. Y también este. —Agregó a la pila una gruesa guía de viajes de cubiertas satinadas—. Este lo compré en 2002, cuando asistí a la inauguración de la biblioteca. Tiene una estructura fabulosa. Aquí lo aprenderás todo sobre ese tema.
Emily sonrió agradecida. Sostenía en las manos unos volúmenes que cubrían el tema desde todos los ángulos posibles, desde la historia de la antigua biblioteca hasta la política del Egipto moderno que había dado lugar a aquella maravilla arquitectónica. Le aguardaba un vuelo de ocho horas, pero, aun así, iba a tener que concentrarse mucho para leerlo todo.
—Gracias, profesor, pero vamos a tener que dejarlo ya, si no nos vamos ahora mismo…
—Sí, sí, es cierto. —El oxoniense se apartó de las estanterías. Intercambiaron una breve mirada. Él fue incapaz de reprimir una sonrisa—. ¡Dios, que me aspen si esto no es divertido! De haber sabido que tus visitas eran tan interesantes, te habría invitado a volver más a menudo.
Se rieron los dos a la vez. Wexler se metió en el bolsillo las llaves del coche.
—Cariño, nos vamos —anunció en dirección a la cocina cuando ya se dirigían hacia la puerta principal.
—Una cosa antes de marcharnos. Dígame, ¿puede recibir fotografías en el móvil?
—Nunca lo he intentado, pero eso creo. Es uno de esos trastos modernos, así que estoy seguro de que es posible. ¿Por qué me lo preguntas?
—Me gustaría fotografiar las cartas de Arno y enviarle los archivos…, solo por seguridad. —Emily vaciló. No sabía muy bien por qué, pero tenía la sensación de que convenía tener una copia electrónica de las mismas. Aquella jornada se había mostrado pródiga en misterios e incertidumbres. No sabía qué iba a depararle el futuro, y más valía ser precavida.
—De acuerdo, bien pensado —replicó Wexler—. Puedes hacerlo en el coche, y ahora, en marcha.
Emily cogió la pequeña bolsa de viaje y, sin soltar los libros, se dirigió hacia la puerta, el coche, el aeropuerto y después de todo eso… a Alejandría.
Oxford, 9.35 p.m. GMT
A diferencia de la mayoría de los hombres, cuya perspectiva se ha formado viendo películas hollywoodienses y leyendo novelas negras baratas, Jason sabía que rastrear un objetivo en el mundo moderno tenía muy poco de seguirlo por los caminos a pie o en un coche y bastante de sentarse delante de un ordenador bien equipado y actuar con sagacidad. No se trataba de que perseguir y rastrear no diera sus frutos, pero eso solía suceder al final de una operación, cuando la víctima iba a ser capturada… o eliminada. El rastreo moderno resultaba mucho más eficaz si se llevaba a cabo con tecnología y recursos modernos.
La búsqueda de Emily Wess era uno de esos casos. El número de teléfono de su BlackBerry les había permitido llegar hasta su tarjeta SIM, gracias a la cual habían podido localizarla en un tercio de la ciudad. Eso también había posibilitado la confección de un listado de sus llamadas telefónicas, lo cual les había permitido tener noticia de sus comunicaciones con un académico local, Peter Wexler, y su prometido, un tal Michael Torrance, residente en Chicago. Los antecedentes de Wexler, una eminencia en la historia del Antiguo Egipto, confirmaban una relación que venía de antiguo con la doctora Wess.
La llamada de la profesora a su prometido había revelado su intención de viajar y un rápido rastreo por las bases de datos de las aerolíneas, ahora que ya conocía todos los detalles necesarios, reveló los detalles del vuelo a Alejandría, desde el número de asiento hasta las preferencias culinarias. A partir de ese momento había vigilado todas las tarjetas de crédito de Emily Wess y había intervenido los diez teléfonos a los que solía llamar más a menudo. Adondequiera que fuera, con quienquiera que hablase e hiciera lo que hiciera, los Amigos iban a estar al tanto.
El grueso de su trabajo durante los últimos veinte minutos había estado centrado en Alejandría. Deseaba tener fresca toda la información antes de telefonear al Secretario.
Abrió el móvil y marcó.
—Ponme al día —exigió el Secretario unos segundos después.
—Emily Wess ha reservado un asiento en el vuelo TA1986 de las líneas aéreas turcas. Sale de Heathrow a las 10.55 p.m., hora local. La reserva se efectuó por Internet desde un ordenador en un apartamento de Chicago, propiedad de su prometido. Enseguida tendremos hombres allí.
—Alejandría —repuso el Secretario, repitiendo una palabra tan significativa.
—Ya he alertado a nuestro equipo principal de allí —continuó el Amigo—. Tomaré un avión en cuanto hayamos terminado aquí.
—Ve en cuanto puedas. Deja el seguimiento de lo de Oxford en manos de otros.
—Por supuesto. —Jason hizo una pausa y miró la pantalla durante unos segundos—. Hemos vigilado durante meses nuestros cuatro objetivos de Alejandría. Sabemos que hay un Bibliotecario en la ciudad, lógico, dada su relevancia, y nuestro mejor agente asegura que es uno de esos cuatro. Todos ellos trabajan en la Bibliotheca Alexandrina, que es el destino de la doctora Wess. —La vigilancia en Alejandría era una operación de larga duración y el Secretario conocía los detalles, pero de todos modos le envió los datos sintetizados a través del móvil—. He ordenado a nuestros hombres que durante las próximas cuarenta y ocho horas no pierdan de vista a ninguno de los cuatro. Hay muchas posibilidades de que la doctora vaya a reunirse con uno de ellos, y si acude allí guiada por el Custodio, lo más probable es que contacte con el que importa.
—¿Y tú?
—Vamos a pegarnos a la doctora —respondió Jason, mirando por el rabillo del ojo a su compañero—. Estaremos allí cuando ella aterrice y ya no nos apartaremos de su lado, solo por si no contacta con ninguno de nuestros candidatos.
El Secretario se permitió el lujo de reclinarse sobre el respaldo de la silla. Los Amigos eran de lo mejor en su negocio.
—Una cosa más —agregó el Amigo—. Wess está de camino al aeropuerto. Está aprovechando la conexión de su BlackBerry para visitar diferentes páginas web de noticias, y en todas ellas no se habla de otra cosa que no sea el lío de Washington.
«Maldita sea», pensó el Secretario, y estuvo a punto de soltarlo en voz alta. Estaba claro que Emily Wess estaba relacionada con la biblioteca, pero ahora resultaba que a lo mejor estaba informada de su trabajo en Washington DC y quizá la filtración de la lista del Consejo no estaba tan cerrada como habían pensado.
—De modo que le han pasado información sobre la misión en curso. Holmstrand la soltó antes de que nos encargáramos de él.
—Eso parece —replicó Jason.
El Secretario ponderó sus palabras durante un buen rato antes de pronunciarlas por teléfono:
—Vas a tener que vigilar muy de cerca a Wess. Tal vez sea nuestro único lazo vivo con el paradero de la biblioteca, así que la necesitamos viva y ajena a nuestra presencia el mayor tiempo posible. Encárgate de ella si hace cualquier cosa que ponga en riesgo la misión de Washington, pero considéralo como el último recurso.