Él había dado los pasos siguientes de forma automática, y ahora comprendía que ese había sido su error. Un blanco evidente, una ocultación obvia. No había dudado ni un instante en enviar a los Amigos a su nueva misión: negar al Custodio los beneficios de la destrucción, es decir, hallar lo que había oculto debajo de los cascotes.
En lo más profundo de su ser, más allá de lo que estaría dispuesto a admitir, ni siquiera ante sí mismo, era consciente de que podía haberlo hecho mucho mejor. Debería haberse detenido un momento y mirar qué había más allá de lo aparente. Entonces habría visto que le estaban engañando. Debería haber imaginado el juego del Custodio después de todos estos años.
«Bueno, a toro pasado todos somos genios». La frase era un cliché, pero no por ello dejaba de ser verdad. Además, ahora, en su despacho, con una certeza que iba más allá de toda duda, había encontrado una forma de penetrar en la trampa de su enemigo. Holmstrand le había despistado, pero él había logrado encontrar el camino de vuelta. Y los hombres de Minnesota habían realizado un buen trabajo.
Sonó la doble señal y obtuvo línea en el auricular. Al cabo de unos momentos, una voz dijo:
—Aquí estoy.
—¿Dónde, exactamente? —quiso saber el Secretario.
—Acabo de abandonar la escena del atentado —contestó Jason—. Se ha hecho de noche y la policía local nos ha pedido a todos que salgamos para instalar unas torres de luz que alumbren la zona de escombros. La espera no va a prolongarse mucho más. Regresaremos a la iglesia en cuestión de minutos. Londres ha completado el listado. Han recibido instrucciones de buscar en las zonas más oscuras, allí donde las imágenes escaneadas no están completas. Podría haber algo en ellas.
—No —respondió el Secretario con voz monocorde. La negativa no provocó pregunta ni discusión alguna al otro lado de la línea, tal y como él había esperado. Solo hubo silencio. El Amigo se mantuvo a la espera de una explicación e instrucciones. Jason era su ayudante más cercano, el único Amigo en quien confiaba plenamente a pesar de su juventud. Era fiable y estaba bien entrenado—. Las circunstancias han cambiado. No hay nada en la iglesia. Solo era un movimiento de distracción.
Al otro lado del Atlántico, Jason se envaró. Se mantuvo en silencio, pero sintió crecer en él una oleada de rabia. No le hacía ni pizca de gracia ser engañado.
El Secretario sospechó que la ira del Amigo iba a más, por eso dijo:
—No te preocupes, amigo mío. Al final nos hemos dado cuenta, como siempre.
—¿Cuál es el siguiente paso? —quiso saber Jason. La única forma de que reprimiera la frustración era ponerle otra meta que lograr, otro objetivo.
—Cazar en vez de excavar. —El Secretario se retrepó sobre la silla del despacho—. Te estoy enviando al móvil un archivo con una fotografía. Esa mujer se llama Emily Wess y se encuentra allí, en Oxford. Ahora es vuestra prioridad. Tiene un BlackBerry con número registrado. Tu equipo puede usarlo para localizarla.
Mientras el Secretario hablaba, el Amigo sintió en el oído la vibración del teléfono, señal de que había recibido un mensaje.
—Un momento —pidió, y bajó el móvil a la altura de los ojos. El mensaje consistía en una breve exposición sobre Emily Wess. Lo examinó con rapidez y se llevó el teléfono al oído—. Ya lo tengo.
—Esta mujer es tu prioridad número uno ahora mismo.
—¿Está muy involucrada? ¿Cuánto sabe exactamente?
—Todavía lo desconozco, pero seguro que algo sabe, y está en el meollo del asunto. —El Secretario hizo una pausa. Jamás habría admitido una debilidad aparente ante nadie, pero a Jason podía confiarle todos sus pensamientos—. Su nombre ya constaba en nuestros archivos, pero nunca había levantado sospecha alguna. Hasta donde sabemos, mantenía una relación laxa con el Custodio, pero en cuanto este fue ejecutado, voló hacia Inglaterra gracias a un billete que él le había comprado. —El trabajo de campo de sus hombres en Nueva York ya le había permitido reconstruir hechos de días anteriores—. Estoy seguro de que está involucrada. —Hizo una pausa—. Ahora estamos en su casa para ver qué puede tener oculto. Localízala y no la pierdas de vista. No quiero que muera antes de saber hasta qué punto está metida en todo esto. Infórmame de todo cuanto veas.
En cuanto el Secretario colgó, Jason se volvió a su compañero y le dijo:
—Tenemos nuevas órdenes. Anota esto —dijo, y le entregó a su interlocutor el móvil, en cuya pantalla aún resultaba visible la información sobre Emily—. Rastrea el teléfono de esa mujer y llévanos a ella.
—Dame una zona al menos —le pidió el otro Amigo—. ¿Por dónde empezamos a rastrear?
—Ella se encuentra aquí. Emily Wess está en Oxford.
Oxford, 6 p.m. GMT
Emily había telefoneado al profesor Peter Wexler mientras atravesaba el University College. Luego, transitó por la ciudad lo más deprisa posible. La voz de su antiguo director de tesis sonó tan entusiasmada como la suya en cuanto le hubo anticipado el descubrimiento. A su llegada, el oxoniense le abrió la puerta con entusiasmo.
—Entra, entra.
Accedió al interior del edificio victoriano y dio un abrazo a su anfitrión. El decoro quedó a un lado ante sus energías renovadas.
—Quítate los zapatos enseguida —la instruyó Wexler—. La señora de la casa no va a tolerar que le manches el suelo.
Se esperaba de ella que respetara ciertos protocolos incluso a pesar de los grandes hallazgos de la jornada.
Emily obedeció en el acto y se libró de los mocasines de sendos puntapiés antes de seguirle llevando solo calcetines hasta el elegante cuarto de estar. El anfitrión tenía un aire de entusiasmo juvenil cuando le hizo la venia a la mujer sentada con aire majestuoso en una butaca.
—Emily Wess, te presento a mi adorable esposa, la señora del profesor Wexler. —La esposa de Peter se levantó de la silla y abrazó con calidez a la recién llegada.
—No le hagas ni caso. Llámame Elizabeth. Es un placer conocerte después de todos estos años. —Emily le devolvió la sonrisa mientras ella seguía hablando—: Peter te menciona a menudo, pero nunca tanto como en el día de hoy. —Elizabeth Wexler hablaba con el aire de quien conocía bien la energía desplegada habitualmente por su esposo—. Por favor, siéntete como en casa, Emily. Iré a atender el horno y dejaré que vosotros os acomodéis.
Cuando la señora de la casa salía por la puerta, su esposo regresó con dos bebidas en las manos para ocupar su lugar.
—Ten, un trago. Y toma asiento.
Emily aceptó la copa e hizo lo que se le pedía. Nada más tomar asiento se percató de que el mobiliario en el hogar del profesor era mejor y notablemente más refinado que el de la oficina. Wexler tenía un punto histriónico y teatral que le llevaba a cultivar una apariencia de descuido, pero podía prescindir de todo eso en su casa.
—He sido incapaz de hacer nada desde tu llamada —admitió el profesor, paseando de un lado a otro de la estancia. Se acercó a una mesa de centro y alzó un libro de tapas desgastadas—. He intentado ocupar la espera refrescando mis conocimientos sobre Alejandría y su biblioteca, pero a los viejos nos resulta difícil concentrarnos.
Depositó el libro en el mismo sitio y se sentó delante de su huésped, a la que miró con expectación. Ella extrajo el móvil de la chaqueta sin decir palabra, encendió la pantalla y se lo pasó al profesor. Este devoró la imagen con los ojos.
—¡Sorprendente, maravilloso!
Emily sujetó con más fuerza el vaso.
—Escuche, como me diga que ya lo ha descifrado… —lo dijo medio en broma, medio en serio. Ella había estado dándole vueltas al contenido de ese mensaje garabateado desde que lo encontró y Wexler lo había visto hacía menos de veinte segundos.
—No, cielo santo, no, no tengo la menor idea de lo que significa… aún —se apresuró a asegurarle su anfitrión—. Pero es maravilloso que esté ahí, ¿no te parece? ¡Y tú lo encontraste! Realmente hay algo detrás de todo este curioso subterfugio.
Miró a Emily, alzó la copa con un gesto dramático y bebió un largo trago de celebración. Luego soltó un largo suspiro cuando el licor bajó por su garganta, apoyó la espalda contra el respaldo de su asiento y dejó que ese entusiasmo se convirtiera en el protagonista del momento.
—¿Tienes…? ¿Tienes la menor idea de lo que significa? —inquirió el oxoniense.
—Solo dispongo de algunas observaciones sobre eso. —Ella irguió la espalda en el sofá, adoptando una posición reflexiva—. Lo primero de todo, me sorprende que el mensaje se haya realizado en la madera, no sobre piedra o una superficie pintada, y está raspado, no grabado. Además, hace muy poco.
Las dos últimas palabras les conmovieron a ambos. Era una yuxtaposición muy interesante: un símbolo hecho hacía poco a fin de ocultar algo muy antiguo.
—Por tanto, es un mensaje nuevo, no un vestigio histórico de la madera —comentó Wexler sin apartar los ojos de la pantalla del BlackBerry.
—Eso parece. Las marcas en la madera parecen recientes. Las palabras parecen grabadas con un piolet o algo con un borde metálico basto, no sé. Las escribieron a toda prisa, así que es probable que quien lo hizo usara lo primero que tuvo a mano. —Emily hizo una pausa, tomándose su tiempo para encajar las observaciones. Las cosas curiosas no acababan ahí—. El segundo detalle que me sorprende es el lenguaje. El mensaje está escrito en inglés, cuando casi todo en la capilla figura en latín.
—También yo me he fijado en eso —convino el británico sin dejar de mirar la fotografía.
—Ambos hechos sugieren que el mensaje es reciente, muy reciente incluso, diría yo. Pudo hacerse ayer o la semana pasada. Eso no forma parte de un rastro antiguo de pistas.
—Lo cual indica que no es obra de Holmstrand en persona, o al menos no físicamente —apuntó el anfitrión—. A menos que fuera capaz de desaparecer del campus de tu universidad y buscar un atajo en tan corto espacio de tiempo, lo cual parece harto improbable. Ha tenido que contar con la ayuda de alguien.
Emily sopesó las implicaciones del argumento de Wexler. Tal vez dejaron las pistas para que ella las descubriera y Arno se hallaba detrás de todo, sí, pero no actuaba solo.
—En suma, Holmstrand antes de morir pide a alguien que ponga ahí ese mensaje. Algo nuevo y por una razón.
Wexler sopesó los comentarios de su antigua pupila durante unos instantes, y cuando habló, sus palabras fueron una prolongación de sus pensamientos.
—Por una razón y para una persona.
Emily no entendió en un primer momento qué pretendía decirle su antiguo tutor. Este levantó la mirada del móvil y contempló fijamente a su antigua pupila.
—Lo puso ahí para ti. —Wexler le devolvió el teléfono—. La pista es pequeña y está bien oculta. Y te reveló la localización en las cartas que te remitió. Está escrita en inglés, porque, aunque te defiendas bien en otros idiomas, ese es el tuyo. Bueno, el americano es una versión bastarda del mismo. —Emily dejó pasar la ocasión de echarle una amistosa reprimenda, porque eso estaba fuera de cuestión. El argumento del profesor era serio y no había terminado—. Comienza con un comentario acerca de Ptolomeo, y me parece innecesario recordarte que ese fue el tema de una de tus pasadas investigaciones. —Wexler dijo con tono más enfático—: Ignoro cuántas letras hace falta reunir para que empiece a cobrar sentido un alfabeto, pero aquí tenemos la a, la b y la c, y todas señalan en la misma dirección. No se trata de un símbolo genérico. Estamos ante un mensaje puesto ahí con un único propósito: ser descubierto por la doctora Emily Wess.
Ahora fue ella quien se quedó mirando la pequeña pantalla del móvil. Estudió la imagen mientras su anfitrión seguía hablando. Con el dedo iba pasando de una fotografía a otra y observaba las tres.
—Esto le da otra orientación a las cosas —prosiguió el profesor—. Kyle andaba en lo cierto antes. Las pistas están ideadas para ofrecer un significado oculto que va más allá de lo evidente, pero el objetivo de las mismas eres tú. Han de tener sentido para ti de un modo que podría no ser tan evidente para nadie más.
Emily abandonó su silenciosa introspección y buscó a Wexler con la mirada.
—En tal caso, si tienes razón, se supone que esta nueva pista va a decirme algo. Entonces, ¿qué vamos a hacer?
Wexler pareció muy complacido con que Emily estuviera de acuerdo con su valoración de la situación y siguiera usando el plural a pesar de que los acontecimientos del día habían personalizado las cosas mucho en ella.
Se hizo un largo silencio mientras los dos eruditos buscaban una respuesta.
—El legado de Ptolomeo es exactamente lo que estamos buscando, la biblioteca misma —dijo al fin Emily, rompiendo el silencio—. La fundó el primer Ptolomeo que subió al trono y sus hijos la expandieron.
—Precisamente —contestó el profesor. Tomó un largo trago mientras su mirada no se apartaba de sus libros—. Pero, por supuesto, es muy posible que la pista no signifique eso.
Emily alzó los ojos para ver si adivinaba el pensamiento de Wexler en cuanto sospechó que el oxoniense había tenido una idea. Él se volvió hacia ella y, de pronto, en ese momento, se convirtió en un profesor que estaba delante de su discípula.
—Existen dos buenos motivos para que el «legado de Ptolomeo» no se refiera a la Biblioteca de Alejandría. El primero es que ya sabemos que estamos buscando la biblioteca perdida, así que de poco puede ayudarnos una pista cuyo significado sea: «Venga, buscad la antigua biblioteca». Aunque Arno hubiera creído que eras torpe como un cerrojo y que ibas a quedarte confusa, decirte «Ve, encuéntrala» no es decirte cómo hacerlo.
Emily se permitió recibir con una risotada tanto el argumento del profesor como el tono condescendiente con que lo había formulado. Al parecer, daba igual cuántos títulos académicos pudiera acumular, eso no le impedía ser reprendida como una colegiala.
—En segundo lugar, tenemos el término «legado» —prosiguió él—. Un legado no es algo perdido, es algo que uno deja atrás al morir, algo accesible.
Emily comprendió la idea de su mentor.
—Por supuesto. Cuando hablamos de un legado político, aludimos a lo que deja tras él. Lo que ahora tenemos se debe a su trabajo, a su vida.
—En efecto. Cuando menciona el «legado de Ptolomeo» no te indica algo perdido, se refiere a algo que ya tenemos, algo real, algo que nos guíe otra vez hacia el antiguo monarca. —Wexler se levantó de su asiento, y sin dejar de hablar se dirigió a un estante situado al otro lado de la estancia—. Eso me ha sugerido una idea de lo más interesante. —Repasó el lomo de una hilera de libros en busca de un título concreto. Al encontrarlo, lo señaló con la yema del dedo, lo sacó del estante y empezó a hojearlo mientras continuaba con su exposición—: La obra de Ptolomeo fue su biblioteca, y hasta cierto punto el legado de Ptolomeo es su biblioteca.