La biblioteca perdida (15 page)

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Authors: A. M. Dean

Tags: #Intriga, #Aventuras

—¡Y también el presidente! ¿Es que ha perdido el juicio todo el mundo en esta administración?

El director de los Servicios Secretos estaba lívido y el secretario de Defensa, colorado a causa de la rabia.

—Un momento —intervino el general—, ignoramos si el vicepresidente está o no implicado. La documentación filtrada únicamente muestra vínculos con el despacho oval y vuestras escuchas a Hines —añadió, mirando a Whitley— parecen indicar que él estaba tan sorprendido como el resto por todo esto.

David se giró de inmediato hacia el director de los Servicios Secretos.

—Quiero que usted y sus hombres lo averigüen, y que lo hagan con absoluta certeza. El presidente está metido en el ajo de unos acuerdos ilegales con Arabia Saudí que han hecho que los insurgentes afganos hayan asesinado a varios asesores en suelo americano, aquí mismo, en la capital. Quiero saber si el vicepresidente ha tomado parte o no en esta despreciable traición. Si se trata de lo primero, tengo intención de crucificarlos a los dos.

37

Oxford, 3.10 p.m. GMT

La escena en el extremo de Radcliffe Square era tal y como la había descrito Peter Wexler. La iglesia de Santa María yacía en ruinas enfrente de la Cámara Radcliffe, un edificio de estilo paladiano inglés construido en memoria de John Radcliffe; la primera biblioteca circular del Reino Unido se utilizaba ahora como un conjunto de salas de lectura no adosadas a la Biblioteca Bodleiana, y era la principal biblioteca de investigación de la universidad.

La explosión había destruido por completo la gran torre del siglo XII y el chapitel, centro de interés de la ciudad y uno de sus mayores atractivos turísticos, y ahora solo eran un montón irreconocible de piedras ennegrecidas. La parte central del edificio se había venido abajo y estaba aplastada allí donde las vigas la habían unido a la torre, mientras que las alas este y oeste se mantenían en pie con obstinación. Una capa de piedrecitas y de polvo procedente del centro de la iglesia había cubierto los famosos adoquines de la plaza, tan hermosos como impracticables.

La zona estaba acordonada con cinta policial de color amarillo y varias patrullas de la policía local uniformada montaban guardia en diferentes puntos a lo largo del perímetro asegurado, tal y como Kyle había anticipado. Detrás, el área era un hervidero de policías. Los chalecos reflectantes de color amarillo permitían distinguir con facilidad a los miembros de la Thames Valley Police, cada uno de ellos con el buey de Oxford y el emblema policial. A ellos se habían unido los miembros de una brigada de bomberos e inspectores venidos desde Londres para evaluar los daños. Representantes de oficinas y departamentos gubernamentales acudían vestidos de negro, presumiblemente, dedujo Emily, con el fin de mantenerse en el anonimato, aunque resultaba obvio, en especial para los periodistas de los medios de comunicación locales, ahora agrupados en corrillos, que el MI6, el nombre popular por el que se conocía al Servicio de Inteligencia Británico, tomaba parte en las investigaciones. Una bomba implicaba la presencia de terroristas y los terroristas traían el terror, y los políticos ingleses, al igual que sus homólogos americanos, estaban más que predispuestos a recordar que aún se libraba una guerra antiterrorista.

Y Kyle también había estado en lo cierto sobre el tema del acceso: no se veía modo alguno de que el público pudiera traspasar el cordón policial montado alrededor de las ruinas del edificio. Emily miró de refilón al estudiante de posgrado en busca de algún indicio u orientación, pero el joven se había alejado de la escena en dirección al muro de piedra que rodeaba el All Soul’s College y bordeaba un lado de la plaza. Ahora estaba sentado allí. Ella se percató de que el doctorando no contemplaba la iglesia derruida, sino que miraba mucho más lejos, sumido en sus propios pensamientos.

En cambio Peter Wexler, con el paraguas a rastras, se fue derecho hacia el cordón policial. El profesor tenía el propósito evidente de ir a donde se le antojara y hacer caso omiso de todas las señales. Emily no se apartó de su lado.

Se detuvieron delante de un agente apostado de pie en la parte exterior de la zona acordonada.

—Me temo que no puedo dejarles pasar. Esta zona está cerrada al público.

Y así empezó el jueguecito.

—Eso ya lo vemos —repuso el oxoniense, y se quitó la gorra con gran aspaviento y boato—. Mas yo no formo parte del público, empero. Soy miembro del consejo universitario y antiguo director de este sitio.

El agente le miró convencido solo a medias y no hizo ademán de moverse.

—Esta joven es mi ayudante, eso significa que es una amiguita que hace todo cuanto yo le digo. —Emily se mordió la lengua y asintió con sumisión en señal de acuerdo. Luego, iba a tener que compartir un par de ideas con su antiguo tutor por aquella descripción—. Y esos de ahí —continuó, señalando a un grupo de tres hombres vestidos de gris que conversaban en medio de las ruinas— son mis colegas, que ya están un tanto sorprendidos de que siga aquí fuera en vez de estar con ellos. —Wexler permaneció unos instantes en silencio para dar tiempo a que su interlocutor comprendiera el significado de sus palabras—. Y ahora, le estaría profundamente agradecido si hiciera usted el favor de dejarnos pasar. Todo este lío ha puesto patas arriba mi agenda del día.

El oficial de policía todavía vacilaba, pero Peter Wexler era un académico veterano e imponente en una ciudad regida por académicos y en ese momento su mirada conminatoria se posó sobre el oficial como si reprendiera a un niño pequeño.

—Muy bien, señor —asintió por fin el agente, cediendo a la presión. Oxford estaba abarrotado de profesores con una gran influencia. Podía dejarle pasar en ese momento o más tarde, pero eso le valdría una buena reprimenda por parte de sus superiores por poner un palo en la rueda de las frágiles relaciones entre universidad y ayuntamiento—. Pero vaya con cuidado. El edificio ahora está asegurado, pero no ocurre lo mismo con el suelo.

—Se lo agradecemos —respondió el oxoniense rápidamente al tiempo que agarraba a Emily por el hombro y la arrastraba junto a él. Los dos se agacharon para pasar por debajo de la cinta amarilla y anduvieron con paso lento en dirección a los otros hombres.

—¿Su ayudante? —murmuró Emily con incredulidad.

—No te pongas quisquillosa, también he dicho que eras una amiguita —añadió él—. Te he dado dos tazas de humillación en vez de una. Me pareció lo apropiado, dadas las circunstancias.

—Ah, sí, estoy segura de que te resultó difícil interpretar el papel de viejo secundario elegante. —Emily puso los ojos en blanco mientras continuaban andando—. ¿Es verdad algo de lo que has dicho?

—Bueno, eso depende de lo precisa que quieras ponerte a la hora de definir la verdad. —Wexler no se volvió hacia la norteamericana mientras caminaban, pero a ella le pareció ver que estaba exultante de satisfacción. Emily se concentró en ver dónde ponía el pie a fin de evitar tropezar con las piedras y ladrillos que hasta hacía poco habían formado parte de la silueta de la urbe. En aquel momento su gusto por el calzado plano y práctico se había convertido en una gran ventaja.

—Voy un momento a saludar a mi colegas —anunció el profesor—. Una pequeña reunión y una lamentación en grupo… Ya sabes, así es como un caballero aborda la destrucción. Tienes que echar un vistazo, pero no te entretengas. Imagino que al final acabarán echándonos.

El profesor fue directo hacia el grupo mientras Emily se encaminaba a un extremo de la iglesia. El daño resultaba impresionante visto desde lejos, pero lo era más si se contemplaba de cerca. En posiciones forzadas descansaban piedras que le llegaban a la altura del hombro, y al pie de las mismas, rotas y aplastadas, podían verse gárgolas y estatuas talladas en piedra. La norteamericana se detuvo ante una de ellas con aspecto de ser un ángel; durante siglos había contemplado la ciudad desde lo alto, pero ahora yacía partido en dos y no podía apartar la mirada de los tobillos de Emily. La visión era abrumadora. Se hallaba en medio de la historia, como si los libros de texto y los documentos antiguos hubieran vuelto de pronto a la vida. La edificación de aquella iglesia universitaria había supuesto un cambio en la enseñanza occidental, un giro en la historia intelectual. Allí se habían impartido las lecciones sobre los grandes avances de la ciencia y la Reforma había pagado allí su peaje a manos de la Inquisición.

Y allí se encontraba ella, una de las primeras en contemplar la devastación de todo aquello.

Emily luchó para no sucumbir a la tentación de entregarse a la nostalgia. Estaba en aquel lugar por una razón y dicha razón exigía de ella una concentración plena. Mientras intentaba dilucidar si tenía derecho a estar allí, y también un motivo, avanzó hacia el ala oeste del edificio, hacia la alargada pared que daba a High Street. Esa zona había sufrido un daño mínimo. Avanzó hacia la puerta y la atravesó sin mirar ni una vez a los guardias de uniforme que patrullaban a fin de impedir el paso a turistas y transeúntes. Un contacto visual solo daría pie a preguntas, y ella no estaba segura de poder ser tan persuasiva como Wexler.

En el interior había tantos investigadores como en el exterior. Emily intentó imitar sus actitudes de observación mientras contemplaba la escena. Había sobrevivido milagrosamente intacta el ala oeste de la iglesia, que albergaba el árbol de Jesús, la famosa vidriera de Charles Kempe. De hecho, toda aquella zona se hallaba relativamente en buen estado. Y otro tanto podía decirse si se miraba en dirección opuesta a través de la nave. El coro y el presbiterio, reconstruidos a mediados del siglo XV y adornados con intrincadas tallas de madera en la sillería de la misma época, permanecían tal y como los recordaba de su época de estudiante.

En cambio, la nave de la iglesia se había llevado la peor parte de la explosión. El techo se había desplomado sobre el altar y el púlpito, y el muro norte, que soportaba el peso de la torre, se había venido abajo. Ahora se había convertido en un montón de cascotes. Había resultado aplastada por completo la capilla lateral Adam de Brome, así llamada en honor a un rector del siglo XIV que también había sido el fundador del Oriel College. Haces de luz brillante iluminaban aquel espacio desde ángulos un tanto forzados. Se colaban por los huecos de paredes y techumbre en vez de entrar por las vidrieras tintadas de la iglesia, obra de maestros como Pugin y Kempe.

La emoción de la escena acabó por embargar a la historiadora que había en Emily a pesar de sus ímprobos intentos de contención. El cardenal Newman predicó entre aquellos muros antes de abandonar el anglicanismo en favor de la Iglesia católica, y John Wexley, padre fundador del metodismo, había pronunciado allí sus sermones antes de ser expulsado por lo hiriente de sus comentarios sobre la pereza y la indiferencia religiosa de la universidad. Entre esas paredes la Reforma protestante había tenido que encarar una de sus primeras pruebas cuando la Iglesia católica usó aquel espacio como sala de justicia durante el juicio de Latimer, Ridley y Thomas Cranmer, dos obispos y un arzobispo reformistas que acabarían sus días en la hoguera, no muy lejos de la iglesia donde se habían negado a ceder ante los movimientos prorromanos de la nueva reina. Emily no se consideraba católica ni metodista ni protestante, pero aquel edificio, ahora un caos absoluto, había sido escenario de algunos momentos que habían conformado la historia moderna.

Y tal vez volvería a serlo si en verdad tenía alguna conexión con la perdida Biblioteca de Alejandría. Ese pensamiento se le habría antojado como una absoluta fantasía hacía una hora escasa, pero en las circunstancias actuales ya no le parecía tan ridículo. Aquella destrucción intencionada guardaba una relación evidente con el asesinato de Holmstrand.

Emily avanzó por el pasillo sur de la iglesia en dirección hacia el montón de escombros del centro, repitiendo por lo bajo las palabras de orientación dadas por Arno: «Para orar, entre dos reinas». En una edificación consagrada a la Virgen María tenía que haber estatuas, cuadros, algún tipo de representación de la sagrada patrona.

Contempló el montón de cascotes en que se había convertido el centro de la construcción y pensó: «Si está ahí, es cosa perdida». Tardarían semanas en sacar de entre los escombros cualquier estatua enterrada bajo ellos que hubiera podido sobrevivir al peso aplastante de la torre, y las circunstancias de los dos últimos días le indicaban que no disponía de ese tiempo.

Emily volvió la vista atrás a fin de mirar el camino recorrido para llegar hasta su actual posición. En el mismo no había estatuas dignas de mención y nada atraía su atención en las vidrieras laterales. Irguió la cabeza con el propósito de ver un poco y, no por vez primera en su vida, se detuvo para extasiarse con el esplendor de la gran vidriera oeste. Ni siquiera la destrucción circundante era capaz de privarle de su enorme belleza. La imagen representaba aquella gran visión del profeta Isaías donde se profetizara que Cristo descendería del árbol de Josué y sería parte del antiguo linaje del rey David. La vidriera interpretaba la visión al pie de la letra y consistía en un clamoroso árbol cuyas ramas ocupaban todo el cristal, sosteniendo las imágenes de reyes, profetas, patriarcas y ancestros. En el centro, como culminación de la visión, se hallaba una imagen del propio Jesucristo.

Su madre le sostenía en brazos.

La profesora se fijó en el panel central de la vidriera. El niño Dios descansaba sobre la rodilla materna como si fuera un trono. Ella lucía un atuendo real y estaba completamente caracterizada como Reina de los Cielos.

«Para orar, entre dos reinas».

La respiración se le aceleró. Buscó otra imagen de la Virgen en los diferentes paneles de la vidriera. Kempe, el autor de la vidriera, ¿había equilibrado la escena con una segunda imagen? ¿Tan antiguo era el camino por donde la estaba guiando Arno?

Ella recorrió la vidriera con la mirada varias veces sin localizar una segunda imagen mariana. «La segunda ha de estar en algún otro sitio de la iglesia», dedujo. Ponderó la posibilidad: tenía más sentido eso, y no que estuviera también en el cristal.

«Localiza otra imagen de María y luego examina el espacio que hay entre ellas». Emily amplió el radio de su búsqueda. No había nada en los muros de alrededor y se le cayó el alma a los pies cuando su mirada regresó otra vez a la sección central de la iglesia, ahora sembrada de escombros, pero luego miró más lejos y a través del arco del coro contempló las tallas del presbiterio. Las pinturas de Francesco Bassano sobre la adoración de los pastores aún seguían en el muro este, encima del altar, desafiantes; resistían incólumes a los estragos de la explosión.

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