Los tres al unísono deseaban que ese examen revelase algo. La ausencia de noticias no eran buenas noticias, no para el Secretario.
Uno de los hombres abrió su teléfono y marcó. Un momento después, alguien respondió. Ninguno de los dos se identificó.
—¿Has acabado? —llegó la pregunta a lo lejos del otro lado de la línea.
—Sí. No hemos encontrado nada. La casa está limpia. Sus libros y el ordenador estarán en un laboratorio en una hora. —Echó un vistazo sobre los restos revueltos de lo que una vez había sido la casa de Emily Wess, convencido de que no se habían dejado nada. Volvió a prestar atención al móvil.
—¿Y usted?, ¿está usted en el sitio? —preguntó.
—Acabamos de llegar a la casa —se oyó la respuesta.
—Bien —respondió—. Cuando haya conseguido lo que necesite del novio, infórmeme inmediatamente.
—Por supuesto.
Y con eso ambos hombres finalizaron la llamada.
En Chicago, los dos Amigos adoptaron un comportamiento profesional cuando las puertas de metal del ascensor se abrieron en el cuarto piso de un bloque de apartamentos de nivel medio.
Unos pocos escalones después, estaban de pie frente a la puerta señalada con el 401. El Amigo que llevaba la voz cantante llamó a la puerta.
—¿Su apellido? —preguntó su compañero entre dientes. En la «entrevista» subsiguiente iban a tener que mantener unas formas profesionales—. Recuérdame su apellido.
—Torrance —respondió el otro hombre—. El objetivo se llama Michael Torrance.
11.05 a.m.
Emily empujó la puerta de madera, que giró sobre unas bisagras bien aceitadas. Ante sus ojos, al fondo de las estanterías del primer piso de la biblioteca, apareció una escena diferente. Una larga rampa descendía hacia el centro de la estructura. Las paredes eran de un oscuro color gris piedra bajo la luz parpadeante de los anticuados tubos fluorescentes azules que de pronto habían sustituido a los cálidos brillantes tubos empotrados que alumbraban los espacios públicos. Al otro lado de la puerta no había más signos que una alfombra burda de tonos crema y gris pálido rematada con una placa de metal. El suelo era de hormigón basto con marcas negras de ruedas, hechas por las carretillas de reparto que transitaban por allí de forma repetida.
Aquello era sin lugar a dudas una entrada al centro de operaciones de la flamante Bibliotheca Alexandrina y conducía a un dédalo de vestíbulos y estancias. La doctora recorrió el pasillo en esa dirección, sabiendo que allí era donde se hacía el verdadero trabajo del más famoso centro de aprendizaje de Oriente Medio.
La entrada a la primera de una serie de salas y oficinas interconectadas apareció a su derecha mientras avanzaba por el pasillo principal. Miró con cautela en la pequeña habitación, queriendo asegurarse de que estaba vacía antes de atravesar la puerta abierta y arriesgarse a ser vista. Por suerte, la estancia estaba desocupada, y también la siguiente, lo cual le permitió continuar el descenso por el corredor en desnivel. Las estanterías diseñadas para estudiar de las salas de lectura de los pisos superiores eran sustituidas aquí por anticuados estantes pintados de verde, combados bajo el peso de los libros y papeles, más amontonados que ordenados sobre ellos.
Sin embargo, algunos sonidos ocasionales de actividad le recordaron que esta era un área de trabajo, y que no estaba sola, por muy áridos que parecieran las oficinas y los despachos. Emily escuchó voces apagadas en la habitación contigua según avanzaba por el corredor y anduvo de puntillas a medida que se acercaba. Colocó el ojo derecho en la mirilla de la puerta y espió lo que parecía una reunión de oficina normal y corriente: colegas estudiaban documentos y mecanografiaban en terminales de ordenadores encendidas.
Emily agachó la cabeza y se retiró antes de que pudiera ser descubierta. En otro contexto habría podido disfrutar más que nadie de una reunión profesional, pero ahora no podía arriesgarse a un encuentro con la gente que había visto. Obviamente no era una zona pública y estaba aquí sin invitación. Si un empleado estricto con el protocolo la veía en la puerta, no podría evitar que la echara fuera de esas paredes tan rápidamente como había entrado.
«Estos pasillos esconden una respuesta —se dijo Emily a sí misma—. Luz. Verdad. Sea lo que sea, se supone que lo debo encontrar». Recorrió todo el corredor hasta llegar al final, observando las superficies, las puertas, estanterías y cualquier cosa que pudiera darle alguna pista acerca de su objetivo.
En esta zona, la mayoría de las puertas únicamente estaban identificadas con números, o no lo estaban. Empero, algunas tenían placas con nombres grabados en ellas, nombres que empezaban por «Doctor» o «Profesor». Experimentó un gran alivio al comprobar que el inglés había sido elegido como la lengua internacional de la investigación en Egipto. Le vino a la memoria una tarde anónima de su niñez, sentada en la clase de Francés de su colegio en Logan (Ohio), cuando el profesor había insistido con orgullo en que el francés era el lenguaje universal, la verdadera y literal «lengua franca» en todo el mundo. El docente se las había arreglado para convencerles en aquella época, y Emily había seguido con el estudio del idioma durante años. Pero el mundo había cambiado, eso estaba claro.
Emily descendió por la zona subterránea de la biblioteca, cada vez peor iluminada. El pasillo terminaba en un codo que doblaba a la derecha y anunciaba el comienzo de otro corredor en cuya pared había más puertas de despachos. A la izquierda había tres vestíbulos más pequeños conectados como un inmensa letra E al revés. Se escondió detrás de un estante y luego en una habitación vacía, donde se puso a escuchar. Avanzaba con paso lento, examinaba el complejo sin salir de su asombro y andaba con cuidado para evitar ser grabada por las contadas cámaras que de forma sorpresiva estaban operativas en el sótano.
«Bajo la arena, luz». Era obvio que ninguna de las luces de allí abajo iba a ser la del sol, como tampoco creía que las asépticas bombillas fluorescentes azules que parpadeaban por encima de su cabeza bastaran para producir algo parecido a la luminosa revelación que ella estaba buscando. «Debe de ser un símbolo o una representación. Algo imaginario en vez de una realidad».
«¿Qué simboliza la luz?».
Cuanto más avanzaba Emily, más antiguas le parecían las paredes circundantes. Al principio eran de hormigón, pero ahora eran ¿de piedra? Si no, el ladrillo utilizado era una imitación de primera. Los bordes de cada una de las losas rectangulares parecían levemente erosionados.
¿Habían construido aquel edificio sobre las ruinas de una estructura antigua?
Según recordaba, el Gobierno egipcio había querido construir la nueva biblioteca en un emplazamiento lo más próximo posible al de la antigua. Egipto era una tierra en la que cada vez que se metía una pala en la arena se sacaba al menos un objeto antiguo. Era perfectamente posible que no todos los muros de los sótanos fueran tan modernos como los de arriba.
Había tres corredores laterales. Eligió el del centro. Las baldas de las estanterías se hallaban vacías, exponiendo más las paredes de detrás a medida que Emily se acercaba. Las luces de esta zona estaban completamente apagadas, pero sus pupilas se habían adaptado a la oscuridad y pudo apreciar el estado de la piedra del enladrillado. Era inconfundible. El enladrillado estaba cubierto de garabatos y dibujos. Sin embargo, las marcas no estaban pintadas. Eran grabados.
«Grabados».
El pulso de Emily se aceleró. Hasta ahora había recibido dos pistas —en la madera de la capilla del University College, en Oxford, y en la puerta de la sala de lectura más arriba— y las dos habían sido grabadas. Por primera vez desde que entró en el complejo del sótano, sintió como si estuviera haciendo progresos.
Recorrió los grabados de las paredes con la mirada. Muchos estaban en árabe, aunque también los había escritos en caracteres latinos. No era capaz de reconocerlos por completo, pero podía decir que la mayoría eran nombres. Nombres de personas.
Los pensamientos sobre la antigüedad de todo aquello se fueron tan pronto como habían venido, y esbozó una gran sonrisa al percatarse de lo que estaba viendo. Entonces, su mente regresó al Willis Hall, en el Carlton College. En su último año de universitaria, ella y un grupo de amigos honraron una antigua y venerable tradición estudiantil. En una noche de mayo, a oscuras para evitar las omnipresentes patrullas de vigilancia del campus, habían escalado en secreto la torre del edificio de ladrillo amarillo y escribieron sus nombres con pluma en los antiguos y poco accesibles muros. Sus firmas se añadían a las muchas que ya había. Era un rito de iniciación: dejar la firma en la piedra del campus antes de irse a donde fuera. Emily contempló docenas de nombres garabateados en la piedra del corredor del sótano; se dio cuenta de que debían de ser de los trabajadores de la construcción egipcios, algo parecido a los de la tradición de Willis Hall: habían grabado sus nombres en la historia, en una estructura que habían moldeado con sus manos y en la que la mayoría, probablemente, jamás volvería a entrar.
Recorrió el pasillo hasta el final, donde se detuvo ante una puerta cerrada sin ninguna placa en su superficie. Intentó girar el picaporte en dos ocasiones, sacudiéndolo cada vez con mayor fuerza, pero no se movió. Emily sintió una sorprendente desesperación. «¿Qué pasa si está ahí, si es lo que estoy buscando y no puedo alcanzarlo?».
La gran cantidad de nombres grabados en el muro, por muy irrelevantes que fueran, había aumentado sus niveles de adrenalina y su expectación. Pero la puerta no cedió.
Siguió hacia delante, llegó hasta el final de la pequeña habitación y se volvió para observar el camino andado desde el otro lado. Había una segunda puerta frente a la primera. Tampoco tenía número ni placa.
Y entonces la vio. Grabada recientemente en la piedra con una caligrafía desigual, había una palabra en inglés:
LUZ
«Bueno, por una vez no tendré que descifrar un signo», pensó Emily. Buscaba una luz más obvia. Recorrió la palabra con los ojos, como si pudiera revelar algún secreto si la miraba con suficiente intensidad.
«Este es el signo», lo sabía, «y esta es la puerta». Bajó la mirada a la puerta de madera que estaba ante ella, y sintió escalofríos mientras lo hacía.
Ahora la puerta estaba abierta y por ella surgió un hombre de piel oscura disimulada detrás de una barba negra. Clavó sus ojos negros en ella.
11.35 a.m.
El desconocido se quedó mirando el rostro ahora lívido de Emily. Vestía un traje convencional y corbata, ambas prendas de color marrón, aunque cada una de una tonalidad distinta. Una barba negra, corta y recortada con sumo esmero, acentuaba lo oliváceo de su piel. El corto cabello sobre la cabeza era del mismo formidable color, pero suavizado junto a las sienes y orejas con toques de gris. Sus ojos se posaron en Emily con una intensidad singular.
—¿Qué quiere? —preguntó el hombre abruptamente. La rudeza de su tono se hizo más franca con un acento gutural árabe.
La doctora no sabía qué responder. La contestación dependía por completo de la identidad de ese hombre y si estaba conectado o no con su investigación y la palabra grabada encima de la puerta de su despacho. ¿Estaba ligado de alguna manera a los signos que Arno había dejado en la biblioteca o solo era un empleado de la biblioteca que estaba por casualidad en el despacho? Emily ni siquiera tenía claro el enfoque de su aproximación a él.
—Yo, yo soy… —titubeó.
El hombre la miró de arriba abajo sin prisa mientras ella tartamudeaba. Por último, Emily permaneció en silencio. El desconocido la miró a los ojos sin decir nada y se mantuvo a la espera. Ya fuera por una estrategia deliberada o simple brusquedad de carácter, no iba a ponérselo fácil.
«Tengo que pasar por encima de este tipo. No puedo dejar que me detenga». La mente de Emily se aceleró mientras buscaba las palabras correctas, pero todo lo que pudo articular fue la excusa obvia. Se esforzó en adoptar un tono relajado:
—Lo siento mucho, creo que me he separado de mi grupo y estoy perd…
—Lo siento —la interrumpió el desconocido—. Estoy muy ocupado.
Aun así, se quedó plantado a la entrada del despacho sin apartar los ojos de Emily. No levantó una mano ni miró hacia el despacho, ni tampoco hizo alguno de los gestos habituales en un intento de eludir una conversación no deseada. Se mantenía inmóvil, con las manos pegadas a los lados.
El embarazoso silencio se prolongó. Daba la impresión de que aquel hombre esperara algo más, pero luego movió la mano hacia el picaporte.
—Me temo que debo pedirle que se vaya si no tiene más que añadir.
Volvió a mirar a Emily, esta vez de un modo extraño, casi como si estuviera suplicando. Después sujetó la puerta sin ceremonia alguna, se metió en el despacho y cerró al entrar.
Emily se encontró por segunda vez contemplando la puerta sin placa a escasos centímetros de su semblante. Se le aceleró aún más el pulso, pero no a causa del miedo, sino más bien por la excitación. «Este hombre sabe algo, está claro». Llamó con los nudillos, aun cuando no tenía la menor idea de qué iba a decir cuando le abriera.
La oportunidad no llegó. La puerta se mantuvo cerrada ante ella.
«¡Piensa!», se ordenó a sí misma para prestar atención. Había algo extraño en la última frase del hombre. «Me temo que debo pedirle que se vaya si no tiene más que añadir». Se trataba de un comentario atípico y no dejaba de sonar en la mente de Emily a pesar de la confusión del momento. «¿Nada que decir? ¿Qué espera que diga?».
Emily miró a su alrededor en busca de algún tipo de orientación. La mirada revoloteó hasta la palabra grabada sobre la puerta. «Luz». «¿Es una contraseña? ¿Se supone que debo utilizarla como una palabra de acceso, como Alí Babá en la cueva cuando los ladrones se habían ido?».
Aquel hombre podía ser una oportunidad y, fuera cual fuera, le preocupaba haberla perdido, así que actuó por impulso y exclamó:
—¡Luz!
La palabra reverberó en el pequeño pasillo.
No sucedió nada. La puerta se mantuvo firmemente cerrada y solo escuchó el eco de su propia voz. La respuesta evidente parecía demasiado fácil. El uso de soluciones obvias para las pistas de Arno estaba fuera de lugar. Debería haberlo supuesto.
«Entonces, ¿qué demonios se supone que debo decir?».