Además de la palabra escrita en la pared solo tenía otro recurso a mano: su bolsa llena de papeles. Sacó las dos cartas y la página de pistas de Arno. Las releyó en diagonal. Emily echó un vistazo por encima a los textos manuscritos. Después se forzó a detenerse y estudiarlos para encontrar cualquier elemento de ayuda que allí pudiera haber. Sin embargo, las cartas no revelaban nada de apariencia relevante. Aquellos textos la habían conducido hasta Oxford y a la inscripción de la pequeña capilla, pero no decían nada de lo que se suponía que debía hacer allí.
O al menos esa impresión daba, pero Emily percibía que eso debía de ser intencionado.
Oxford le estimuló la memoria. Dio la vuelta a las páginas hasta llegar a la hoja que primero había hecho que sintiera su viaje como una búsqueda, la que contenía el pequeño emblema que había sido su indicador en ambas ciudades, con las tres pistas que había debido descifrar. Y en la parte alta de la página, una pequeña inscripción: «Dos para Oxford y otro para luego».
«¿Qué es lo que había dicho Kyle?», se preguntó a sí misma, recordando los comentarios del joven canadiense cuando se sentaron juntos en el despacho de Wexler. «Hay tres frases después. Parece una suposición razonablemente segura considerar que dos se aplican aquí, en Oxford, y la tercera, a otro lugar». A medida que recordaba, Emily sentía más admiración por el doctorando. Si su presentimiento era correcto, esta sería la tercera vez que Kyle la había orientado correctamente en un momento de frustración.
Bajó la vista y contempló las tres frases que Holmstrand había escrito debajo del emblema. Las dos primeras ya habían demostrado ser válidas. Luego, figuraba la tercera y última pista de Arno.
«Quince, si es por la mañana».
La frase no significaba nada para Emily, pero en ese preciso momento no estaba buscando un significado. Solo algo que decir.
Contempló otra vez la puerta y se orientó hacia el despacho que había tras ella.
—Quince, si es por la mañana. —Dijo aquella frase sin significado con un tono lo más firme posible.
Transcurrieron unos instantes interminables. Las esperanzas de Emily se desvanecían y en la oscuridad regresaban todas las dudas. ¿Y si no era eso? No tenía ninguna otra pista.
Entonces se oyó un clic.
Observó el pomo. Pareció desplazarse hacia la izquierda, luego se detuvo, y después continuó.
La puerta se abrió lentamente. Tras ella aguardaba el hombre, en pie, tan firme como antes, y sin quitarle la vista de encima. Mirándola a los ojos, la invitó:
—Entre.
11.40 a.m.
Jason y su compañero habían acechado a su objetivo a bastante distancia. La habían seguido de un pasillo a otro y se habían mantenido a la espera cuando ella irrumpía como una bala en salas y despachos vacíos. La doctora se dedicaba a su tarea con intensidad. Únicamente les sorprendía el hecho de que parecía no saber qué estaba buscando. Los Amigos sabían de su meta mucho más que ella, a pesar de que la identidad de su objetivo no había estado clara hasta hacía unos minutos.
Tuvieron clara la identidad del interlocutor de Emily Wess en cuanto ella se adentró en los pasillos del sótano. El Consejo había determinado cuatro candidatos como potenciales Bibliotecarios en la ciudad: tres trabajaban en las oficinas de los pisos superiores de la Bibliotheca Alexandrina y solo uno en los niveles del subsuelo. Si las pistas del Custodio conducían allí a la doctora, Jason había reducido las posibilidades a una. Ya había encontrado a su objetivo.
No podía arriesgarse a que la joven le escuchara, y el eco lo amplificaba todo, hasta un suspiro, en aquellos pasillos del subsuelo, de duros suelos y paredes de piedra. Por eso mandó un mensaje de texto a todos los miembros del equipo: «Es Antoun».
Los Amigos dispersos por todo el edificio comprendieron inmediatamente que el texto de dos palabras significaba que debían posicionarse de acuerdo a la nueva información. El hombre que había estado siguiendo a Antoun se retiró de su posición: no querían estar demasiado cerca ahora que le habían identificado. Un Bibliotecario asustado, como una Emily Wess asustada, no era útil. Jason y su compañero habían continuado siguiéndola.
A partir de ese momento no habían tenido otra preocupación que evitar ser detectados por Wess o por el hombre con quien iba a encontrarse. No obstante, ellos no tenían el mismo problema que la doctora, ser vistos en los pasillos no les suponía inconveniente alguno, pues se habían fabricado tarjetas de acceso y chapas identificadoras nada más aterrizar en Egipto, y cada uno las llevaba prendidas en la solapa. Si sus trajes grises estaban fuera de lugar entre los turistas y estudiantes de los pisos de arriba, encajaban a la perfección en el sótano de trabajo.
Cualquier persona de mente inquisitiva solo vería a dos especialistas dedicados a supervisar los escáneres e instrumental óptico, y de eso allí había en abundancia. Además, los Amigos tenían una vasta experiencia a la hora de representar sus papeles de forma convincente.
Su objetivo consagró varios minutos a la tarea de buscar y observar antes de detenerse ante cierta puerta. Algo había llamado su atención allí. Jason se lo señaló a su compañero, y ambos tomaron posición en la esquina donde el pasillo más corto desembocaba en el vestíbulo más largo. En la oscuridad tenían la posición ventajosa de ver y no ser vistos.
Jason actuó con rapidez en cuanto se abrió la puerta y apareció un hombre en el umbral. Extrajo el móvil y en silencio le hizo una fotografía a ese hombre. Luego, pulsó unos pocos botones y se la envió al Secretario.
«Antoun», pensó, confirmando la identidad. Tenían al Bibliotecario.
Sin embargo, estaba claro que la doctora no le conocía. Es más, sucedió una escena extraña. Él cerró la puerta y ella estuvo revisando unos papeles y hablando para sus adentros antes de que Antoun abriera otra vez. El aceitunado Antoun, en apariencia un empleado respetable de la biblioteca, miró a Wess y le dijo:
—Entre.
Había llegado la hora de actuar. Jason se puso en movimiento en cuanto Antoun cerró la puerta de nuevo. Avanzó en silencio y extrajo del bolsillo un aparatito digital. Sin hacer ruido, sujetó el micrófono en el marco de la puerta e introdujo un pinganillo en su oído izquierdo. Después tomó el mando táctil y pulsó unos botones de la pantalla a fin de ajustar el micrófono en la posición óptima. Ajustó las funciones hasta que fue capaz de escuchar al otro lado de la puerta con la misma claridad que si estuviera en el despacho.
Pulsó otros botones y el ingenio empezó a transmitir la conversación digitalizada en una retransmisión Wifi de corto alcance. El segundo Amigo ya tenía conectado el ordenador de mano, captó la señal y la envío a través de una conexión abierta al despacho del Secretario.
Las palabras pronunciadas por los dos ocupantes del despacho se transmitían perfectamente a través de la red del espacio digital y sonaban con nitidez cristalina en dos pequeños altavoces de un despacho neoyorquino solo una milésima de segundo después de que fueran dichas.
El Secretario se sentó en un despacho de madera de roble y se dispuso a escuchar cada palabra.
11.45 a.m.
—Entre.
El hombre arrastró las palabras. Había en ellas una mezcla de orden y vacilación. El plan iniciado por el Custodio se hallaba en un punto crítico y estaba próxima la culminación del trabajo ya hecho de preparar a Emily para su papel, todo sin que ella estuviera al corriente.
Se echó a un lado para permitir que la joven entrara en un despacho sin ventanas con paredes de ladrillo y suelo de hormigón. El hombre cerró de un portazo tras ella y echó el pestillo.
—Por favor, siéntese. —Con un ademán señaló una silla de madera en el rincón, la única superficie del despacho que no estaba cubierta de papeles, libros, carpetas y material informático. El lugar estaba abarrotado.
Emily tomó asiento y esperó a que él ocupase su lugar detrás del escritorio, en una chirriante silla giratoria, y se volviera hacia ella. Mantuvo las manos apoyadas en las rodillas, mirando a su visitante sin decir una palabra.
Finalmente, Emily rompió el silencio:
—Mi nombre es…
—Sé quién es usted, doctora Wess.
Emily se sobresaltó al oír su nombre. Aquel hombre había sabido quién era todo el tiempo.
—No lo entiendo —replicó—. Si usted ya sabía quién soy, ¿por qué no me ha dejado entrar la primera vez que llamé a la puerta? ¿Qué sentido tienen las extrañas preguntas en la puerta?
Él la miró imperturbable.
—No es así como nosotros trabajamos. Nos basamos en… la confianza. Debía estar completamente seguro de que podía confiar en usted. —Detrás de sus palabras había una mezcla de convicción y alivio.
—No lo entiendo —repitió Emily—. ¿Qué le ha hecho confiar en mí?
—Que usted supiera mi nombre —respondió.
—¿Su nombre?
—«Quince, si es por la mañana». —El hombre se señaló a sí mismo—. En la carne. —Había una ligera subida en las comisuras de su boca, casi una sonrisa.
Emily seguía desconfiando y se quedó paralizada con la revelación.
—Lo siento, doctora Wess —se disculpó al darse cuenta de la prevención de su visita. Era de vital importancia que Emily Wess comprendiera lo que estaba en juego. Tendría que ayudarla—. No me llamo así, por descontado. Mi nombre es Athanasius, aunque aquí mis colegas me conocen como doctor Antoun.
El anfitrión habló con sinceridad. Esa franqueza manifiesta calmó un tanto los nervios de Emily.
—¿Y la frase «Quince, si es por la mañana»? —preguntó ella.
—Es como llamamos a nuestros personajes. Piense en ello como en una identificación. Una manera simple de hablar de uno sin emplear nuestra verdadera identidad.
Enmudeció y se mantuvo a la espera, buscando en el rostro de la joven algún indicio de que había comprendido. Sin embargo, ella seguía mostrándose reticente y recelosa.
Athanasius se percató de que debía hacer algo más para ganarse la confianza de Emily. Se levantó y cruzó el pequeño despacho de un solo paso. Buscó en un archivo y retiró una sencilla hoja de papel guardada allí en medio de otras muchas.
—Recibí esto la semana pasada —anunció, dándole el papel a Emily. En él había una breve nota manuscrita, que rezaba:
La doctora Emily Wess llegará de forma inminente. Si sabe qué decir, infórmela de lo que necesita saber.
Emily sintió que se le cerraba la garganta. Era la letra de Arno Holmstrand, idéntica a la de las cartas en su bolso. Incluso la tinta color sepia era la misma.
Athanasius Antoun volvió a su sitio.
—¿De qué se trata, doctora Wess?
Emily le miró.
—¿De qué se trata el qué?
—¿Qué es lo que necesita saber?
El súbito toma y daca de pregunta y respuesta la pilló desprevenida.
—¿Que qué necesito saber? Nada. Todo. He cruzado el mundo en las últimas veinticuatro horas, y no exagero, sabiendo solo que busco la perdida Biblioteca de Alejandría y… —Emily revolvió en el interior de su bolso, sacó los papeles de Arno y examinó la primera carta—. La biblioteca y esta «Sociedad que la acompaña». —Miró al hombre sentado frente a ella—. ¿Puedo suponer que usted es miembro de esta «Sociedad»?.
La joven pensó que debía poner las cartas sobre la mesa a fin de demostrar a su interlocutor qué poco era lo que tenía a su disposición.
Athanasius permaneció un momento en silencio. En circunstancias normales, ningún bibliotecario hablaría jamás de su papel, ni de la Sociedad, ni de la biblioteca. Muchos, a lo largo de la historia, habían preferido la prisión, incluso la muerte, antes que revelar su participación en tan noble camino. Pero las instrucciones del Custodio habían sido claras. Wess había sido elegida para desempeñar un papel y necesitaba saber la verdad, aunque compartirla con ella significara romper siglos de protocolo.
—Sí —respondió por fin con sinceridad—. Pero debo corregirla, doctora Wess. La biblioteca que usted está buscando no está perdida. —Esperó, dando un momento a Emily para que asimilara sus palabras—. Está escondida.
La joven cazó la idea al vuelo y sugirió:
—Arno lo descubrió, y ahora ustedes trabajaban juntos para guardar el secreto, ¿no?
—No exactamente. —Athanasius no se estaba quieto en la silla. Era mucho lo que la norteamericana no entendía de la situación—. No había nada que descubrir, porque nunca estuvo perdida. Fue escondida a propósito, de forma intencionada.
Emily asimiló la revelación. Kyle, según parecía, volvía a tener razón.
—¿Desde cuándo?
—Desde siempre —insistió el egipcio—. El mito de la destrucción nos ha sido de lo más útil, pero la biblioteca no está muerta y nunca lo ha estado. Es más bien una entidad viva y activa. Al igual que la colección de arriba, nuestra biblioteca siempre está creciendo.
Emily no apartó los ojos del Bibliotecario, pero miraba sin ver. Estaba rememorando la historia, las leyendas y los mitos, documentos y descubrimientos. Las teorías que había discutido con Kyle y Wexler habían perdido buena parte de su importancia. En el mundo que había conocido hasta ese momento, nadie conocía el destino de la Biblioteca de Alejandría, pero todos estaban de acuerdo en que había desaparecido. Todos sabían que se había desvanecido y así había permanecido durante siglos.
Todos… excepto este hombre sentado ante ella y el grupo al que pertenecía.
—Nuestro papel —continuó Athanasius— es asegurarnos de que se mantiene viva. La Sociedad existe para cerciorarse de que la biblioteca continúe siendo lo que siempre ha sido: la más completa colección de conocimiento de historia, con el propósito de iluminar y completar los hechos de los hombres.
La mirada de Emily regresó al presente, y a la pregunta que ardía dentro de ella con fuerza.
—Así que, ¿usted sabe dónde está? —Se inclinó hacia delante, ansiosa por oír la respuesta. Lo que escuchó no fue lo que esperaba.
—No. —Athanasius se anticipó a la mirada de desilusión que cruzó el rostro de Emily—. Ninguno de nosotros lo sabe. Ese siempre ha sido el secreto mejor guardado de nuestra Sociedad, se ha ocultado incluso a quienes trabajamos en sus filas. Solo dos hombres saben su ubicación. O la sabían —se corrigió a sí mismo—. Ambos fueron asesinados la semana pasada.
Emily sintió una opresión en el pecho cuando se acordó de Arno Holmstrand, asesinado en su despacho.