Y la habían abandonado, dándola por muerta, supuso ella. «Que tengáis más suerte la próxima vez». Quizá no hubiera mucho que pudiera hacer para mejorar su situación física, pero sí podía recuperar la dignidad y la resolución.
Se quitó una horquilla del pelo y estudió con la mirada las esposas que la retenían junto a la cañería. No era cerrajera, pero no era la primera vez que se enfrentaba a un cierre: se había pasado los veranos de la niñez con Andrew, su primo más joven, y había aprendido a abrirle las puertas y los cajones. Además, tampoco se trataba de unas esposas sofisticadas que exigieran el culmen de la habilidad cerrajera. Le bastaron unos pocos movimientos para liberarse, retiró la mano y se frotó la muñeca hasta que volvió a sentir los dedos entumecidos.
Emily localizó el BlackBerry aplastado sobre las baldosas del suelo y de pronto solo fue capaz de pensar en Michael. Se había obligado a desterrarle de su mente cuando el agresor había amenazado la vida de su prometido, pero ahora era su único pensamiento. Debía contactar con él, avisarle y, aunque no sabía cómo, garantizar su seguridad.
Le dolieron todos los músculos del cuerpo y la visión se le volvió borrosa otra vez cuando alargó el brazo para coger el móvil. Lo rodeó con los dedos, volvió a dejarlo donde estaba hasta que se le aclaró la vista, y entonces le dio la vuelta y examinó su estado. La pantalla estaba oscura y resquebrajada por la mitad. A Emily le dio un brinco el corazón ante la idea de no poder prevenir a Michael. Pulsó el botón de encendido, pero el aparato estaba roto.
«Maldita sea», perjuró en su fuero interno mientras se llevaba de nuevo la mano a la parte posterior de la cabeza. El pelo había seguido recogido en una coleta después de la carrera por las calles de Estambul y había absorbido buena parte de la fuerza del golpe, y aunque el dolor era terrible, tenía la impresión de que el hueso no estaba roto.
El verdadero golpe era el éxito que habían tenido los dos asaltantes al apoderarse de su información y sus pertenencias. «Ahora lo tienen todo en sus manos —pensó—. Absolutamente todo». Estaba persuadida de que los atacantes eran miembros del Consejo que Athanasius le había descrito tan gráficamente. Sabían exactamente lo que querían. Su eficacia a la hora de quitarle todo era impresionante y aterradora a la vez. Aquellos hombres habían perfeccionado las habilidades necesarias para conseguir cuanto deseaban.
Y Emily acababa de entregarles la última pista, la importante, la clave para que la ubicación de la biblioteca cayera en sus manos. Sintió una enorme punzada de culpabilidad.
«Pronto estarán en Oxford y la biblioteca será suya. El círculo vicioso de cazador y presa se habrá cerrado. Habrán conseguido lo que llevaban tanto tiempo buscando…».
Interrumpió su lamento al pensar en que volvía a salir esa palabra: «círculo». Antes de la persecución, la palabra ya le había resultado inquietante y ahora, mientras estaba ahí sentada, intentando recobrarse del porrazo recibido en la cabeza, esa palabra seguía turbándola. «Un círculo completo: celestial techo de Oxford y hogar de la biblioteca». Ir en círculos, razonar en círculos… Emily se levantó en medio de grandes dolores mientras una pregunta se abría paso en su mente: ¿por qué esa palabra era como una señal de alarma para ella?
«Vamos, Arno, intentas decirme algo, ¿qué es?».
Las pistas dejadas por Holmstrand a lo largo de aquella singladura habían convencido a Emily de que no debía prescindir de ningún aspecto de esta última pista. Si algo no encajaba bien, era un indicio de que Arno había escondido alguna cosa más detrás de la pista. Algo que ella aún no había sido capaz de identificar, pero estaba ahí.
Se apoyó sobre el contenedor de basuras de una tienda cercana y cerró los ojos. La urgencia por salir del callejón y dirigirse a calles más transitadas se veía frenada por un dolor casi paralizante. Respiró muy despacio con el fin de poder controlarlo y luego permitió que su mente repasara todo cuanto sabía acerca de Arno Holmstrand, todo lo relativo a la vida y obra del gran profesor, y todo cuanto le había oído decir.
Lo que le había oído decir. Ahí estaba el quid de la cuestión. Aquella pista tan anómala no encajaba con nada de lo que le había escuchado al profesor.
«¿Qué decía Arno?».
Esa pregunta acabó por despertar un recuerdo en su memoria, el recuerdo de las primeras palabras que le había oído pronunciar, las palabras elegidas por Arno Holmstrand para la lección inaugural en el Carleton College: «La sabiduría no es circular, la ignorancia sí. El conocimiento descansa sobre lo que es viejo, pero sin dejar de apuntar a lo que es nuevo».
Las quejas del viejo profesor habían ido en la misma dirección: la verdad no opera en círculos. La circularidad es un engaño. Pero ahora, al señalar otra vez hacia Oxford, la última pista de Holmstrand se convertía en un círculo trivial y sin sentido, precisamente el tipo de cosas que él había despreciado abiertamente en público.
De pronto, con total claridad, Emily estuvo segura de una cosa por encima de todas las demás: la Biblioteca de Alejandría no estaba en Oxford.
10.25 p.m.
A los veinte minutos empezó a sonar el teléfono de Michael en su apartamento de Chicago. Emily había comprado un teléfono prepago barato a un vendedor callejero para reponer la pérdida de su móvil y se sabía de memoria el número que necesitaba. En cuanto pudo, introdujo la larga serie de dígitos, pulsó el botón y se llevó el aparatito al oído. Apenas sonaron dos llamadas antes de que Michael Torrance descolgara el auricular al otro lado del mundo.
—¡Soy yo! —exclamó en cuanto hubo línea.
—¡Em!
La exuberancia de la respuesta fue un bálsamo para sus heridas. Seguía viva, se había comunicado con él y tenía fuerzas para avisarle.
—Michael, debes abandonar el apartamento ahora mismo. —Emily se saltó el preliminar habitual de los saludos. No tenía tiempo que perder con los detalles.
—¿A qué te refieres, Em? ¿Estás bien?
—Mike, por favor, confía en mí. Vete de Chicago ahora mismo. Corres peligro. ¿Recuerdas a los hombres que te interrogaron?
Michael estaba paralizado por la repentina urgencia de su prometida, pero el pulso se le aceleró al oír esa pregunta.
—Ya lo creo que sí.
—Van a volver, Michael, y esta vez no tienen intención de hacer preguntas. Debes irte… a un lugar seguro.
—Pero, Em, a ver, ¿por qué tendrían que venir a por mí? —Michael se había quedado inmóvil en medio de su apartamento, teléfono en mano, desesperado por conocer la razón de la advertencia de su prometida.
—Porque éstas relacionado conmigo y saben que yo puedo exponerles al mundo… Eres un riesgo.
Michael intentó encontrarle algún sentido a las palabras de Emily.
—¿Guarda esto alguna relación con la caída del presidente? —Los medios de comunicación de todo el país habían empezado a predecir el fin de la Administración Tratham. «
Impeachment
inminente» era la frase del día. Recordó el escalofriante interés de sus interrogadores por la filiación política de Emily.
—Está relacionado con eso y también con la biblioteca. Además, con la Sociedad y el Consejo. Todos están conectados. —Y acto seguido pasó a hacerle un informe relámpago sobre los hechos acaecidos en las últimas horas.
Él intento tomarse las nuevas con compostura, le preguntaba continuamente si estaba bien «de verdad», pero por lo demás no la interrumpió mientras contaba su historia.
—¡Y ahora, vete! —le imploró a voz en grito mientras pensaba: «Entiéndelo, por favor».
—¿Ir…? ¿Adónde voy a ir? —Michael ya había aceptado la petición de Emily, y empezaba a buscar posibilidades a toda velocidad—. Bueno, tal vez podría…
—No, no lo digas, no lo digas en voz alta. Casi seguro que tienen intervenida tu línea. ¿Recuerdas adónde fuimos el primer fin de semana después de que te trasladaras a Illinois? —Ese fin de semana se habían ido de acampada al parque estatal Starved Rock. Había sido una escapada muy romántica y ella sabía que Michael se acordaba muy bien.
—Por supuesto.
—Pues ve ahí y aguarda noticias mías. —Emily intentó adelantarse a todo el potencial que podría poner en juego la maquinaria del Consejo—. Usa el coche de algún colega del trabajo, pero no conduzcas el tuyo, seguro que tienen controlada la matrícula. Deja el móvil en casa. No lo lleves contigo, ni siquiera apagado. Enviaré a alguien a por ti cuando sea seguro. Tampoco uses las tarjetas de crédito. Tú solo vete y espérame.
Él vaciló solo durante unos instantes.
—De acuerdo, iré. Pero ¿y tú? ¿Adónde irás tú? ¿Volverás a Oxford?
Emily hizo una pausa y cuando habló, lo hizo con determinación, pero manteniendo su respuesta en una deliberada ambigüedad.
—Necesito ver otra vez a un nuevo amigo.
A los dos minutos de haber concluido su conversación con Michael, de quien se había despedido con el «Te quiero» más firme que había pronunciado jamás, Emily llegó a la atestada calle Tersane, una de las pocas vías de salida de aquel distrito de Estambul, y alzó un brazo para llamar a un taxi.
«Athanasius no me lo ha contado todo —iba cavilando—. Compartió conmigo lo viejo, el pasado, pero hay algo nuevo, algo que necesito saber».
No había esperado que la historia del egipcio sobre la biblioteca, la Sociedad y todo lo demás fuera completa, pero ahora que obraba en su poder la última pieza del puzle, necesitaba aclarar algunos puntos de ese relato con la única persona capaz de contestar a sus preguntas.
Paró al primer taxi que se acercó, abrió la puerta y se dejó caer sobre el destartalado asiento trasero del vehículo.
—Al aeropuerto. —Cerró los ojos de nuevo a fin de contener el palpitante dolor de cabeza. Luego, le hizo una oferta al taxista—: Le daré toda la moneda turca de mi bolso si me lleva deprisa.
Hora y media después estaba a bordo del vuelo directo de las 12.30, que iba de Estambul a Alejandría. Llegaría a Egipto a las 2.30 de la madrugada. Mientras volaba, cayó en la cuenta de que Michael no era la única persona amenazada por su atacante en la perorata final. También habían prometido acabar con Athanasius. Solo podía confiar en que no fuera demasiado tarde para avisarle.
Alejandría (Egipto), 11.46 p.m.
Los dos Amigos se movían prácticamente al unísono por los oscuros corredores. Aunque ninguno de los dos contaba con experiencia militar, actuaban y se movían como si la tuvieran, aunque lo hacían con una emoción que no compartiría ningún verdadero soldado. Las acciones de esos hombres eran siempre algo personal. Servían al Consejo, el único núcleo de auténtico poder del mundo entero. Durante siglos este había perseguido como objetivo tener influencia y control, no solo quería localizar la biblioteca perdida y sus vastos recursos, sino que perseguía una posición de dominio que les permitiera usar el poder como lo hacían los auténticos hombres. Para gobernar. Para conquistar.
Aquella noche propiciaban ese objetivo de un modo que conocían a la perfección y al que consagraban toda su pericia. Serían muchos quienes considerarían su trabajo sombrío y mórbido, pero para ellos era algo sagrado y noble.
La Bibliotheca Alexandrina estaba cerrada y a oscuras, a excepción hecha de las luces de seguridad. Aun así, ambos hombres conocían a la perfección su destino y habían descendido a los pasillos de los niveles inferiores a toda velocidad. Athanasius Antoun se había quedado a trabajar aquella noche y eso significaba que estaba allí encerrado; eso haría más fácil su tarea.
Se detuvieron al llegar al despacho de Antoun. El primero de ellos alargó la mano y giró el pomo. El pobre tonto ni siquiera había cerrado la puerta.
El segundo Amigo sacó la Glock de la funda y quitó el seguro. Un instante después su compañero abrió la puerta de golpe y los dos irrumpieron en el pequeño despacho con sed de sangre en los ojos.
11.58 p.m.
Athanasius corría por el largo pasillo sin luces. Se aferró a su mejor conocimiento de la planta para obtener algo de ventaja. Había oído llegar a los dos Amigos a pesar de los esfuerzos de ambos por ser sigilosos. De noche, en un sótano vacío se oían incluso las pisadas. Sabía que venían y que no lo hacían con intención de hablar. Se había quitado los zapatos para evitar los tics propios del subidón de adrenalina y avanzaba por el pasillo en calcetines.
—¡El muy bastardo no está aquí!
Antoun escuchó el alarido que sonaba a sus espaldas. Sus perseguidores habían abandonado todo intento de pasar desapercibidos al encontrar vacío su despacho.
—¡Tras él! —fue el siguiente grito.
Dobló una esquina y bajó por un tramo de escaleras que conducía a la segunda planta del subsuelo. La luz de la salida de emergencia proporcionaba un tenue resplandor verdoso, pero él corría todo lo deprisa que se lo permitían las piernas. A sus espaldas se escuchaba el golpeteo sordo de los pies de los perseguidores contra el suelo de hormigón, levantando un eco cada vez mayor por los pasillos subterráneos del complejo.
El fugitivo llegó al final del pasillo del nivel B y probó suerte con la puerta de uno de los despachos, mas estaba cerrada. Sintió que le subía la tensión. Anduvo de espaldas a la escalera hasta llegar a la altura de la siguiente entrada y probó suerte. Estaba abierta. Entró y cerró con sigilo. Antoun se concedió unos instantes para que los ojos se habituaran a la penumbra de la estancia y luego rodeó lo que parecía ser una mesa de escritorio, situada en el centro de la habitación, y se dirigió hacia el rincón más oscuro, donde se acuclilló, respirando lo más despacio y silenciosamente posible. Tenía la sensación de que el pulso le latía a todo volumen.
El sonido de los pasos por los pasillos no cesó. Cambiaba de dirección una y otra vez, a veces sonaban más fuerte y más cerca para después oírse más lejos y con menos fuerza. Al final de un largo rato parecieron desvanecerse del todo. Athanasius soltó un suspiro de alivio por lo bajo. Quienesquiera que fueran los sicarios del Consejo, no habían sido capaces de llegar a su improvisado refugio.
Esperó un buen rato antes de sentir la suficiente confianza como para levantarse. Tragó saliva para quitarse el sabor a cobre que le había dejado el miedo en la boca.
Unos segundos después la puerta del despacho saltó en pedazos y los haces de luz de dos linternas le deslumbraron. El Amigo que empuñaba la pistola cruzó la estancia de un solo salto antes de que el egipcio fuera capaz de ver del todo, agarró al fugitivo por los cabellos y dio un tirón hacia atrás. Luego, le metió la punta roma del arma en la boca.