—¿Qué es lo que ves? —inquirió Ewan.
—Aún nada.
Jason estudió la superficie de la talla redondeada que sobresalía varios centímetros de la superficie del techo. Su superficie parecía tan críptica vista de cerca como desde el suelo. «Y no iba a ser de otro modo, claro», pensó el Amigo. Fuera lo que fuera lo que buscaran, estaba oculto. Revisó cada rincón, cada centímetro de su superficie.
—Aquí no parece haber nada escrito —dijo, dirigiéndose a su padre y a los demás—. Al menos nada que yo pueda ver.
—Sigue mirando —ordenó Ewan con brusquedad—. No tiene por qué ser algo escrito. Podría ser cualquier cosa. Busca cualquier cosa inusual.
Jason reanudó su tarea, pero el único texto o marca allí presente eran las propias letras del símbolo.
«Ha de haber algo más», pensó Jason antes de ponerse a tantear con la mano derecha, pensando que tal vez la pista era algo perceptible gracias al sentido del tacto y no al de la vista. Pero la lisa superficie de piedra no reveló nada.
Podía percibir una frustración creciente por parte de su padre y los hombres situados debajo de él. Frustración e impaciencia. «Ha de estar ahí», se recordó, y empezó a empujar con fuerza en busca de algo más inmediato y directo que un mensaje. Quizá el símbolo únicamente era el mecanismo para acceder a la biblioteca. Palpó el contorno con la esperanza de localizar alguna pieza suelta pensada para hundirse cuando fuera pulsada, eso o cualquier otra cosa por el estilo.
Fue en vano.
Finalmente, solo quedaba una posibilidad. Se balanceó con cuidado en lo alto de la escalera y apoyó la cadera sobre un escalón para obtener algo más de equilibrio. A renglón seguido, agarró el símbolo esculpido con ambas manos y tiró. La talla aguantó un tiempo y solo cedió cuando empezó a girar todo lo que le permitía su posición. Jason tuvo un subidón de adrenalina cuando reparó en que todo el símbolo giraba en el sentido de las agujas del reloj.
—¡Se mueve!
Abajo, el propio Ewan estaba sujetando la escalerilla y alargaba la mano para afianzar la posición de su hijo.
Jason continuó rotando el símbolo hasta llegar a los noventa grados. Cuando lo consiguió, se escuchó un clic y el símbolo se encasquilló.
Y en ese momento las cosas empezaron a moverse en el sentido literal del término. El chirrido tenue e inconfundible se oyó en el rincón más alejado de la sala. Mientras Jason bajaba, Ewan y sus hombres acudieron en esa dirección a fin de averiguar la procedencia del ruido que llenaba todo aquel vasto espacio. En una esquina, se había deslizado un rectángulo que formaba parte de uno de los grandes lienzos de mampostería del edificio y donde antes había un bloque de piedra ahora podía verse una negra oquedad desde la cual… asomaba un tramo de escaleras para llevarles hasta la oscuridad de niveles inferiores. Ewan apenas era capaz de contener la euforia.
Dos de sus hombres hicieron ademán de adelantarse para bajar primero las escaleras y despejar cualquier posible obstáculo que pudiera haber, mas Ewan no lo permitió. Tenía la intención de apropiarse aquel momento, sería solo para él. Él iría en cabeza y los demás, todos los demás, le seguirían.
Arrebató la linterna al hombre más próximo, se abrió paso entre los demás e inició el descenso por unos escalones que bajaron mucho más tiempo del esperado hasta que al final desembocaron en lo que parecían ser dos plantas subterráneas. Al pie de la escalera discurría un estrecho pasillo lleno de polvo y telarañas, iluminado tan solo por el haz de la linterna.
El corredor resultó no ser muy largo y al término del mismo el Secretario distinguió una vieja puerta de madera cuya antigüedad era incapaz de calcular, pero, al igual que toda la estructura subterránea donde ahora se hallaba, parecía mucho más antigua que los niveles superiores.
Los hombres terminaron de bajar los escalones y se acercaron al Secretario, que estaba delante de la entrada, donde descubrió una placa de metal fijada a su superficie, pero no conseguía leerla por culpa de la gruesa capa de polvo que la cubría. Sostuvo la linterna a la altura del hombro y con la mano libre la limpió para poder ver la placa de bronce.
Y allí, Ewan leyó las palabras más hermosas que había visto jamás:
Repositum Bibliotecae Alexandrianae
La cámara de la Biblioteca de Alejandría. Al fin la había encontrado. Había esperado ese momento toda su vida.
Empujó la puerta de madera y contuvo la respiración mientras se abría lentamente.
Simultáneamente, en Alejandría (Egipto), 10 a.m.
(8 a.m. GMT).
—¡Dios de mi vida! ¿Qué te han hecho? —gritó Emily. Apoyó la cabeza del egipcio sobre el mueble para que estuviera más cómodo cuando este recobró el conocimiento poco a poco. Había empezado a notar los dedos de la joven sobre su cuello para verificar si tenía pulso, y cuando había conseguido salir de aquel sopor que amenazaba con devorarle, había abierto los ojos para ver el semblante de Emily. Ese rostro representaba una esperanza por la que él había apostado mucho. No esperaba volver a verlo.
—Los Amigos… estuvieron… aquí —explicó el malherido con voz entrecortada—. Vinieron a… medianoche. Querían… charlar.
Mientras él hablaba, la herida soltó un borboteo áspero. Emily reconoció los síntomas de un pulmón perforado. Se levantó e hizo ademán de buscar un teléfono en la mesa del bibliotecario. Tal vez una ambulancia pudiera llegar a tiempo si salía en busca de ayuda.
—¡No! —le ordenó Athanasius desde el suelo. Emily se volvió hacia él y las miradas de ambos se encontraron. El malherido logró decir sin aliento, pero con resolución—: Ya es muy tarde para eso. Debemos… pensar… en algo más… que nosotros mismos.
Emily vaciló. Resultaba difícil reprimir el instinto de telefonear. En cambio, Athanasius la miró con la expresión suplicante de un hombre sabedor de que le había llegado la hora y deseaba sacarle el máximo partido a sus últimos momentos. Dio la vuelta a la mesa y se arrodilló junto a él.
—Dios mío, lo saben, ¿verdad? Vinieron a matarte.
Antoun se esforzó para asentir.
—Me interrogaron durante horas, pero… entonces… me falló el corazón —resolló el egipcio.
De pronto, se vio abrumada por el estado del hombre a quien había venido a ver. Antoun había pasado las últimas horas en la soledad de su despacho, desangrándose silenciosamente en los sótanos de la nueva Biblioteca de Alejandría, torturado hasta quedar reducido a algo grotesco.
—No les dije nada —aclaró—. Intentaron… sacarme nuestro secreto, pero… no se lo di… —El rostro antes oscuro y oliváceo se había vuelto blanco. El semblante estaba lleno de sombras y sus rasgos estaban adquiriendo un aire fantasmal.
—Lo sé, lo sé —convino Emily, que le estrechó el brazo con más fuerza—. Eres fuerte, estoy segura.
Athanasius sonrió, satisfecho por haber cumplido con su deber hasta el final, pero su sonrisa se desvaneció enseguida, ya que su mente seguía siendo lo bastante aguda como preguntarse la razón de la presencia de Emily en aquel lugar.
—¿Por qué has venido? —logró articular.
La interpelada presintió que al bibliotecario no le quedaba mucho tiempo, de modo que acortó los detalles al mínimo.
—Hallé la última pista en el palacio Dolmabahçe, a orillas del Bósforo. La encontré en la habitación de Atatürk, en un sofá próximo a la cama donde murió el líder turco.
El herido enarcó una ceja, poco más podía hacer.
—Se parecía a las otras: una línea de texto debajo del símbolo de la biblioteca, pero esta vez había un segundo símbolo. Tanto los emblemas como el propio mensaje remitían a Oxord: «Un círculo completo: celestial techo de Oxford y hogar de la biblioteca».
Antoun no tenía fuerza para hacer ninguna otra pregunta, pero la expresión de su semblante repetía la cuestión por él: «Bueno, ¿y por qué has venido aquí?».
—Estoy aquí porque ni por un momento se me ha pasado por la imaginación pensar que Arno Holmstrand podía haber ideado una serie de pistas que me hubieran hecho avanzar en círculos —respondió Emily—. Despotricaba sin cesar contra el pensamiento circular y los razonamientos que no conducían a nada. ¿Y ahora debo creer me ha dado una pista que me hace regresar a donde ya he estado, a donde empecé, a pocos kilómetros de la iglesia de Santa María? Pues no, lo siento, no me lo creo.
Athanasius asintió, pero la cabeza empezó a inclinársele y la respiración se volvió aún más fatigosa. Emily comprendió que debía ir al grano para asegurarse de que el sacrificio de aquel hombre no fuera en vano.
—Todo cuanto me has contado sobre la biblioteca y tu Sociedad, Athanasius, es antiguo. Todo pertenece al pasado. —Emily se inclinó hacia delante hasta situar su rostro a escasos centímetros del de Antoun—. Eso solo puede ser la mitad de la historia. Hay algo que no me has contado. Por favor, ahora es el momento, debes decirme lo que no sé. ¿Qué es lo que hace que la biblioteca sea algo nuevo y diferente? Eso es lo que rompe el círculo.
Athanasius volvió a mirar los ojos azules de la doctora. Tanto él como ella sabían que esos eran sus últimos momentos en este mundo. Bizqueó tan fuerte como pudo y se concentró en mantenerse consciente el mayor tiempo posible.
—¿Se acuerda… de lo que le conté… acerca de nuestro trabajo… como Bibliotecarios, doctora Wess? ¿Y de que todos los meses le entregamos material al Custodio?
Emily recordó enseguida la anterior conversación.
—Sí, sí, algo de entregar paquetes…
—Así es. Recopilamos información y la entregamos en forma de paquetes. El Custodio recibe nuestros materiales y actualiza la información gracias a ellos. —Resolló y empezó a toser sangre por la boca—. Ahí, sobre mi mesa, está… mi más reciente contribución. —Antoun se sirvió de la frente para señalar su revuelto escritorio—. Tenía intención de entregarlo luego…, hoy.
Emily echó un vistazo a la mesa del despacho. Allí, entre las montañas de papeles, había un paquetito tan bien hecho que parecía de foto: envuelto en papel marrón y sujeto con un cordel. Alargó la mano y lo cogió.
—Adelante —insistió él—. Ábralo.
Oxford, 8.15 a.m.
Ewan Westerberg sintió todo el peso de la historia sobre sus hombros mientras contemplaba la lenta apertura de la puerta. Estaba a punto de contemplar algo que sus predecesores habían deseado desde el advenimiento del Consejo. Él era el quincuagésimo Secretario. Siempre se había enorgullecido de esa distinción numérica, pero ahora, después de lo que había hecho aquella noche, iba a ser recordado como el primero y el más grande. Sería el que había llevado a cabo una tarea que otros habían considerado imposible. El poder y la influencia que había saboreado en el despacho de su padre tiempo atrás habían crecido hasta alcanzar unas dimensiones desconocidas para cualquier otro Secretario.
Aguardó a que la puerta se hubiera abierto del todo y golpeara contra el muro de piedra de la izquierda. El gran momento había llegado al fin. Respiró hondo, agachó la cabeza y entró en la cámara y hogar de la biblioteca.
A la luz de su linterna se unieron enseguida las de sus hombres. Se quedó boquiabierto cuando las pupilas se le acostumbraron a la luz.
Ante sus ojos, por debajo del suelo de la antigua ciudad, se extendían hasta donde alcanzaba la vista una hilera tras otra de estanterías de madera primorosamente labradas y ordenadas con sumo cuidado. Todas iban del suelo al techo. Entre ellas había largas mesas y armarios dedicados al archivo. El lugar era de una belleza abrumadora y unas dimensiones colosales. Había espacio para albergar cientos de miles de libros, millones incluso.
Pero no era la visión de las antiguas estanterías lo que había dejado sin habla al Secretario, sino el hecho de que todas y cada una de ellas estaban vacías.
Simultáneamente, en Alejandría (Egipto), 10.15 a.m.
(8.15 a.m. GMT).
El paquete era diminuto y fino. Mientras deshacía el lazo y rasgaba el papel, Emily se preguntó qué podría contener de valor algo de tan poco peso.
Sin embargo, el contenido hizo añicos su pregunta. La norteamericana intentó ocultar su sorpresa mientras sostenía en las manos un sencillo deuvedé envuelto en una funda de plástico. Alzó los ojos en busca de Athanasius, pero este ya había empezado a hablar:
—Quizá la biblioteca sea antigua, doctora Wess, pero siempre se ha caracterizado por ir hacia lo nuevo y usarlo. Conservamos la información en deuvedés porque… la Biblioteca de Alejandría ya no es un almacén lleno de manuscritos, legajos y volúmenes. La biblioteca, doctora, es una red.
La historia de la Biblioteca de Alejandría había cambiado una vez más, como Emily había comprendido, pero no se había preparado para oír esa palabra.
—¿Una red? —Ella miró al egipcio y luego al deuvedé plateado que sostenía en las manos—. ¿Quiere decir que está en línea? ¿Está en Internet? ¿En la web?
—Algo por el estilo —respondió el hombrecito, a quien empezaba a fallarle la respiración, pero, aun así, sonreía con satisfacción—, aunque, obviamente, Internet sería demasiado… arriesgado…, demasiado público, demasiado vulnerable. Nuestra… versión… es, digamos…, algo más segura, y está… un poco más… protegida.
Tosió de nuevo, y en esta ocasión echó una bocanada de sangre. Antoun se retorció por la fuerza de la convulsión. Emily dejó a un lado el deuvedé, se arrodilló junto a él y abrazó al bibliotecario. Jamás había visto morir a un ser humano, pero le invadió el deseo de confortar a ese buen hombre en sus últimos momentos.
—Está bien, Athanasius, me ha revelado lo que necesitaba saber —le susurró. El cuerpo del herido se iba desmadejando poco a poco en sus brazos—. Lo ha hecho bien.
El hombrecito gastó sus últimas fuerzas para incorporarse, agarrar a Emily por los hombros y acercar los labios a su oreja.
—Doctora Wess, pero… ¿de veras… cree que todavía… usamos… estanterías de madera… y armarios… con archivadores? Esta gran ciudad no era capaz… de albergar la biblioteca… hace dos mil años. ¿Acaso piensa que ahora habría alguna con capacidad para contenerla toda? —preguntó, y miró a Emily el mayor tiempo posible con el deseo de que ella le entendiera, y mientras la vida se le iba, lo último que Athanasius vio antes de sumirse en un sueño del que nunca iba a despertar fueron esos ojos, los ojos de la nueva Custodio.