Despacho oval, Washington DC, 8.30 a.m. EST
(1.30 GMT).
El presidente de Estados Unidos miró fijamente al grupo de hombres congregados en el despacho oval. Los hechos acaecidos en los tres últimos días habían sido inesperados, se habían presentado por sorpresa y se expresaban con ferocidad, de modo que le habían llevado a ese punto: tenía delante de él a tres de los hombres más poderosos de Washington, el secretario de Defensa, un general condecorado destinado en el Estado Mayor Conjunto y el jefe del Servicio Secreto, y con ellos estaba su propio vicepresidente. No habían acudido para descubrir una salida a semejante trauma ni a revelar el desenmascaramiento del fraude. No. Habían acudido para decirle que los acontecimientos de los últimos días habían sido el principio del fin y que la conclusión iba a empezar al día siguiente. De pronto, parecía que ese iba a ser el último día de su mandato presidencial.
—Estoy dando la orden de la operación al ejército —dijo Ashton Davis. Habló tal y como había hecho desde el principio de la conversación, con un tono contenido y una actitud firme—. El estamento militar le considera una amenaza y por eso vamos a arrestarle acogiéndonos a la ley militar.
—¿Una amenaza? —Tratham estuvo a punto de reír otra vez—. ¡Eso es ridículo! ¡Menuda tontería! No soy una amenaza.
—La ejecución de vuestros asesores más cercanos, señor presidente, no es ninguna tontería —le interrumpió el general Huskins—. Los terroristas están asesinando figuras políticas de forma sistemática, y no solo lo hacen en suelo americano, sino en la mismísima capital.
—Nada tengo que ver con eso —replicó el presidente, desafiante—. Eran buenos hombres. Nunca hice nada que los pusiera en peligro.
—Eso no es verdad, así de sencillo —contestó Davis—. Tal vez no ordenaseis esas muertes, pero la guerrilla afgana ha declarado la yihad contra todos los miembros de vuestro círculo vinculados de un modo u otro a vuestras operaciones ilegales en las tareas de reconstrucción.
El rostro del presidente se puso de un intenso color púrpura.
—¡Cómo se atreve, Ashton! Usted sabe a la perfección que no he hecho negocio ilegal alguno en el Oriente Próximo. Qué demonios, me he pasado la mitad del mandato luchando por reconstruir Afganistán después de que la destrucción de mi predecesor dejara el país devastado.
—En asociación con los saudíes, sí —precisó Huskins—. ¿Qué diablos pensaba usted que iban a hacer los afganos cuando supieran que el negocio de la reconstrucción estaba en manos de sus enemigos jurados, los saudíes?
—Yo nunca he cerrado ningún trato con los saudíes, Huskins.
—Esa afirmación no se sostiene con la avalancha de pruebas que nosotros, y todo el mundo, tenemos para demostrar lo contrario.
—¿Se refiere a la mierda de la prensa? —El presidente estaba colérico—. ¡Son todo calumnias y mentiras, y ustedes deberían saberlo mejor que nadie! No sé de dónde ha salido eso, pero alguien me ha tendido una trampa.
—Qué coño, hay documentos con vuestra firma, registros financieros, correos electrónicos, mensajes a vuestros socios saudíes —saltó el general, cuyo propio enfado iba también en aumento.
—Es una mierda todo —replicó Tratham—. No tengo la menor idea de quién lo ha urdido, pero nunca en la vida he enviado un mail a un «socio» saudí.
El secretario de Defensa alzó una mano antes de que el general tuviera ocasión de responder y esperó a que hubiera un momento de silencio para que se serenaran los ánimos. A continuación tomó la palabra con tono mesurado y firme:
—Ya basta, señor presidente. Pongamos fin a estas protestas desesperadas. No hemos venido aquí para discutir el tema con usted, sino para describirle lo que va a suceder como consecuencia de todo esto. El camino a seguir ya está fijado. Mañana por la mañana será arrestado. Vamos a tener con usted la inmerecida cortesía de dejarle una última tarde a fin de que ponga en orden sus asuntos personales, para que solucione sus asuntos familiares y cualquier otro tema personal, pero recuerde mis palabras: actuaremos de inmediato como intente acudir a la prensa, abandonar Washington o eludir sus responsabilidades. —Miró con firmeza a los ojos del incrédulo presidente—. Si eso no resulta necesario, el general Huskins le arrestará mañana a las diez de la mañana y lo llevará a Fort Meade, donde permanecerá bajo custodia militar.
El presidente Tratham respiró hondo varias veces mientras miraba los rostros de aquel grupo de hombres que daban un golpe de Estado allí, en el despacho oval. El corazón se le llenó de odio hacia ellos.
—¿En domingo? ¿Van a arrestar bajo falsas acusaciones al presidente de Estados Unidos en domingo? El pueblo americano no va a tolerarlo.
Ashton Davis le devolvió la severa mirada con determinación.
—El pueblo americano ya está pidiendo su cabeza para ponerla en lo más alto del monumento a Washington, presidente Tratham. —Y entonces prescindió de toda pretensión de respeto cuando dijo—: Y además, a partir de este momento ya no está usted en posición de hablar por el pueblo americano.
Entre Alejandría y Oxford, 12.30 GMT
Emily había actuado con gran celeridad durante las horas posteriores a la muerte de Antoun: se metió en el bolsillo el deuvedé, cuya elaboración había sido el último servicio prestado por el egipcio, y llevó a cabo un registro rápido pero a conciencia en busca de algún objeto o documento en condiciones de revelar alguna conexión con la biblioteca, mas no halló nada. Athanasius se había mostrado muy escrupuloso y reservado en la protección de los secretos.
A renglón seguido, y moviéndose lo más deprisa posible, pues era consciente de que cuanto más tiempo permaneciera allí más probable era que la situaran en la escena del crimen, o que la detuvieran incluso, limpió todas las superficies que había tocado en un intento de eliminar toda pista que condujera hasta ella. Por último, hizo cuanto estaba en su mano para dar un adiós respetuoso, dentro de lo que permitían las circunstancias, al hombre que había dado la vida por proteger la biblioteca. Tumbó el cuerpo del difunto en el suelo con las manos cruzadas sobre el pecho. Desconocía cuál era su credo, pero la pequeña cruz copta del escritorio le daba un indicio sobre ese tema. Cerró los ojos y rezó una breve plegaria por el alma del muerto antes de salir de su despacho por última vez, dejando la puerta entreabierta a fin de que antes o después los empleados del complejo pudieran ver el cuerpo al pasar. Procurar que el cadáver no permaneciera allí de esa guisa durante mucho tiempo era el último favor que podía hacerle.
Después compró un billete en otro avión de las líneas aéreas turcas que cruzó de noche el Mediterráneo. Emily regresaba a Inglaterra. Nada más abandonar el complejo de la Bibliotheca Alexandrina se impuso dos tareas: pasar desapercibida y prepararse para lo que iba a tener que hacer después del vuelo.
Llevó a cabo el primero de esos propósitos tomando un taxi en La Corniche para ir hasta un barrio cercano a Borg El Arab, donde localizó un cajero automático. Allí retiró todo el efectivo que le permitía la tarjeta. Después entró en el banco más cercano y cambió el efectivo por libras esterlinas y usó otra vez la tarjeta de crédito para sacar el equivalente a doscientas libras y seiscientas liras turcas. No iba a usar más las tarjetas de crédito. Había comprado el billete hasta el Reino Unido en el mostrador de la compañía, pagando en efectivo, y además había adoptado la precaución de hacerlo lo más tarde posible, justo antes de que se cerrara la admisión de pasajeros. El Consejo seguro que podría localizarla, pero iba a darles el menor tiempo posible para elaborar planes a partir de sus propios movimientos.
Luego se puso a pensar en lo que la aguardaba. En Oxford iba a tener a su disposición más recursos que en Egipto. Sabía que el fondo de la biblioteca no se hallaba allí, que todo eso había sido una treta del Custodio. Es más, de hecho, a juzgar por lo que ahora sabía, a lo mejor la Biblioteca de Alejandría ya no tenía bóveda ni cámara alguna. Su comprensión de la historia había cambiado al enterarse de que la biblioteca había sido encontrada, y había vuelto a hacerlo cuando supo que nunca había estado perdida. Y se había transformado para convertirse en algo completamente nuevo al enterarse de que la biblioteca había avanzado con la historia, es más, a veces había guiado esa historia, y había dado el salto a lo digital, al mundo de las redes, el cedé y la aventura espacial.
Antes de subir a bordo del avión, Emily había encontrado un cibercafé en las inmediaciones del aeropuerto y se había sentado frente a un ordenador en el rincón más discreto, donde había introducido el deuvedé de Antoun con la esperanza de obtener alguna información de primera mano sobre el contenido actual de la biblioteca.
Pero resultó que los contenidos principales estaban encriptados, lo cual no la sorprendió. La ventana del explorador mostraba una carpeta con el contenido inaccesible y un archivo con un sencillo nombre de dos palabras: «para_emily.txt». Athanasius sabía que estaba preparando ese paquete en concreto para ella y le había dejado una guía con más información que la que había podido transmitirle en el tiempo que habían pasado juntos. ¿Había añadido el fichero txt al final, después de haber sufrido el ataque, sentado solo en el despacho del sótano, mientras se desangraba poco a poco hasta morir? Se le hizo un nudo en la garganta.
El archivo contenía una versión más pormenorizada y ampliada de la historia que Antoun había empezado a contarle mientras estaba tumbado en el suelo de su despacho.
La biblioteca empezó su conversión a un formato digital a finales de los años cincuenta, cuando los avances cada vez mayores en el ámbito de la ingeniería informática hicieron factible semejante movimiento. La idea inicial fue contar con un respaldo digital de los contenidos físicos, pero a principios de la década siguiente dos de nuestros Bibliotecarios en Estados Unidos comenzaron a reunir información acerca de una investigación sobre modelos de circuitos conmutados que se estaba realizando en el laboratorio Lincoln, del Instituto Tecnológico de Massachusetts: el diseño de una red pionera por parte de la UCLA y la creación por el Gobierno de ARPA, la Agencia de Proyectos Avanzados de Investigación. La red de conmutación de paquetes descentralizada era un concepto novedoso, y aunque el fruto de todos aquellos afanes, lo que se llamó ARPANET, el precursor de Internet, no consiguió transmitir su primer mensaje hasta el otoño de 1969, nosotros advertimos mucho antes todo el potencial de ese trabajo y lo combinamos con las tecnologías que habíamos aprendido de los investigadores soviéticos para crear nuestra primer red funcional, que estuvo plenamente operativa en 1964.
Mientras leía esa información le vinieron a la mente las palabras de Arno Holmstrand: «La sabiduría no es circular, la ignorancia sí. El conocimiento descansa sobre lo que es viejo, pero sin dejar de apuntar a lo que es nuevo». La transformación de la biblioteca a lo largo de la segunda mitad del siglo XX testimoniaba la visión del Custodio. La Biblioteca de Alejandría había resistido dos milenios de traslados constantes, pero el mundo digital había señalado el camino por donde iba a ir la historia.
Resultaba evidente qué camino iba a seguir el mundo y nosotros lo supimos mucho antes que los demás y, por tanto, dimos los primeros pasos en esa dirección. Luego, cuando llegó el momento, ayudamos a otros a seguir por esa línea, aunque nos aseguramos de que hubiera un cierto equilibrio en el desarrollo de estas nuevas tecnologías. Después de todo, nos hallábamos en plena Guerra Fría. Ni a nosotros ni al mundo nos convenía que un único centro de poder poseyera esa tecnología en exclusiva, así que ayudamos en su avance… y a su propagación.
La Sociedad del Bibliotecarios de Alejandría había desempeñado de nuevo un papel táctico, tal y como había hecho en el pasado, pues no se limitaba a reunir y conservar información, sino que la usaba —la «compartía», como describía Athanasius cuando hablaba de su cometido— de un modo que se vio obligada a considerar manipulador. Esa disconformidad había nacido cuando Athanasius le había explicado el papel activo jugado por la Sociedad a la hora de moldear los acontecimientos de la historia y se manifestaba cada vez que pensaba en el modo en que habían ejercido esa influencia. Ese control encerraba muchos peligros.
Nuestra red se extendió por todo el mundo a medida que aumentaba la digitalización de los fondos. Al igual que ocurría en la red que luego acabó convertida en Internet, la nuestra era segura y estaba a prueba de fallos, y también era ubicua. Está en todas partes y en ninguna. El sistema cuenta con nodos diseminados por todo el mundo, aunque no dejan de ser simples rutas de datos. Ignoro dónde se almacenan o dónde se conservan físicamente. Todo lo que poseo es la absoluta convicción del Custodio de que el sistema es indetectable. Incluso si usted o yo, doctora Wess, localizásemos uno de los ordenadores que hacen posible nuestra red y lo desmontásemos a fin de analizarlo, no descubriríamos nada. Nada descansa en códigos complejos ni en disquetes físicos. Todos los datos están flotando en la memoria existente entre las diferentes partes de nuestra red. Si se descubre un componente y se intenta sabotearlo, todo cuanto va a obtenerse es un ordenador mondo y lirondo, una caja vacía.
Lo más importante de todo es que el Custodio pueda acceder a él desde cualquier lugar del mundo. Desde dondequiera que se encuentre, está en condiciones de interactuar con el contenido de la biblioteca, actualizarla o liberar información. Había una interfaz gracias a la cual era capaz de acceder desde donde necesitara cuando lo necesitara. Pero nunca llegué a saber cómo era.
El optimismo de la norteamericana empezó a decrecer a medida que llegaba al final del documento. La perspectiva de que la biblioteca fuera una compilación interconectada y accesible en formato electrónico parecía implicar que estaba más a mano de lo que había creído en días anteriores. No iba a ser necesario localizar el paradero de una cámara hábilmente escondida. Bastaba con acceder a esa red y tendría a su alcance el conocimiento de todos aquellos siglos. El relato de Athanasius refería el rosario de precauciones adoptadas a fin de hacer indetectable la biblioteca e iba a ser un reto seguir adelante incluso aunque localizasen partes físicas de la estructura de esa red.
La biblioteca le pareció inalcanzable al tomar conciencia de que no la reconocería siquiera la persona con más conocimientos sobre ella y la Sociedad. Cuanto más sabía acerca de la misma, más lejos estaba. El documento de Athanasius concluía del siguiente modo: