La biblioteca perdida (36 page)

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Authors: A. M. Dean

Tags: #Intriga, #Aventuras

Entró como una flecha en un callejón. Le dolía el costado, fruto del torrente de adrenalina que le corría por unos músculos a los que les estaba exigiendo un gran esfuerzo. Las carreras matinales eran una cosa, y correr por la vida era algo muy diferente. Se apoyó en la pared e intentó recobrar el aliento, pero se marchó antes de relajar el cuerpo y dar a los músculos la oportunidad de recuperarse. En su interior una voz le ordenaba que no dejara de moverse.

Los dos hombres le cerraron el paso, uno por cada lado. La estrategia de doblar esquinas sin un patrón fijo y atajar por callejas estrechas les había impedido correr a toda velocidad, pues de lo contrario la habrían alcanzado en cuestión de segundos, pero aún seguían aventajando a Emily. Los dos estaban acostumbrados a perseguir fugitivos.

Se lanzó hacia otro callejón y, como tenía unas piernas muy largas, lo recorrió de cuatro zancadas, como tantos otros por los que había pasado por delante en los últimos minutos, pero este daba a una vía más amplia, con tingladillos, gente y mercancías. Emily anduvo junto a la pared lo más deprisa posible en busca de otra calle por la que huir. Enseguida se dio cuenta de que no la había. Ni una bocacalle, ni un callejón, nada. No había salida. Se hallaba en una larga avenida de fachadas de tiendas y edificios. Ambos lados consistían en unos gruesos muros.

«Estoy atrapada».

Buscó como una posesa cualquier fisura que pudiera usar como vía de escape. Y entonces, a la derecha, a pocos metros de su posición, se le presentó la oportunidad: una puerta de doble hoja daba acceso a una iglesia, una de las pocas de la zona, un vestigio de una época en la que Estambul había sido tan cristiana como musulmana.

«No es un callejón, pero algo es mejor que nada».

Cruzó la puerta rauda como una bala.

El interior de la iglesia estaba a oscuras, iluminado tan solo por unas pocas velas encendidas por algunas devotas ancianas. Detrás de ellas podían verse paredes adornadas con románticas pinturas del Señor, la Virgen y los santos. En el extremo opuesto de aquel espacio alargado se erguía un altar, separado del resto de la iglesia por una suerte de trascoro de madera con tallas que le llegaba a la cintura.

«Arte armenio», advirtió la historiadora que llevaba dentro. A pesar de la situación, su mente era capaz de reparar en las diferencias características de las iglesias armenias.

Por suerte, el recinto sagrado tenía una serie de columnas dispersas a ambos lados, y estas le proporcionaban lo que más necesitaba en aquel momento: un escondrijo en medio de la más absoluta oscuridad.

Tomó una vela sin encender de una caja colocada a la entrada para parecer una feligresa y se mezcló con ellas. Se mantuvo cerca de la pared del lado izquierdo hasta que llegó a una columna detrás de la cual pudo ocultarse.

Apoyó primero la cabeza y luego todo el cuerpo contra la fría piedra de un pilón. Apartó del rostro algunos mechones sueltos de sus largos cabellos, que se le pegaban al rostro por efecto de la transpiración. Las paredes repletas de imágenes parecían devolver el eco de su pesado jadeo.

«Calma. Respira hondo y despacio. Que no te oigan. Que no te vean».

Cerró los ojos con fuerza y se obligó a permanecer en silencio. Jamás en la vida había experimentado un pánico como el que había sentido en los últimos minutos y su cuerpo no estaba muy seguro de cómo responder. Rezó con todo su ser para que ella hubiera entrado en la iglesia antes de que aquellos hombres hubieran doblado la esquina y no la hubieran visto entrar en el templo.

Emily no albergaba ya duda alguna sobre la existencia de la Biblioteca de Alejandría ni sobre la historia de la Sociedad, ni tampoco sobre el Consejo. Arno la había conducido hasta algo real, algo que tenía al alcance de la mano. Pero ese conocimiento estaba ligado a unos hechos que escapaban a su control. ¿Iban a matarla aquellos hombres porque tal vez podría conducirles hasta la biblioteca? ¿O acaso formaban parte del complot contra el Gobierno norteamericano?

La joven se obligó a respirar cada vez más despacio con la esperanza de que su pulso volviera a la normalidad. La iglesia permaneció en silencio durante largos minutos. Nadie entró. Nadie rompió el silencio de los píos.

Despacio y en silencio asomó la cabeza desde detrás de la columna. Lo que veía confirmaba el significado del silencio: el lugar estaba vacío casi por completo. Los dos hombres no la habían seguido hasta allí. Había entrado sola.

Aguardó unos minutos más a fin de dar tiempo a sus perseguidores para que siguieran alejándose con la intención de atraparla en alguna de las calles que pudiera haber tomado. Emily solo abandonó la protección de la columna y se dirigió hacia la salida cuando hizo acto de presencia el sacristán, que empezó a mover pasadores para cerrar la puerta de doble hoja.

Se asomó y echó un vistazo con cuidado antes de ponerse a andar por la calle. Una ojeada en ambas direcciones no le descubrió nada sospechoso, así que empezó a caminar. Al cabo de unos momentos halló un callejón que discurría colina abajo y desaparecía entre las bulliciosas avenidas de Gálata.

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9.10 p.m.

Emily regresó al centro de la plaza del zoco y continuó su camino, tomando todas las calles laterales y callejones posibles. Poco a poco se alejó de las zonas más transitadas y avanzó hacia otras menos frecuentadas, ya en el área periférica del barrio. Estaba empapada: tenía el cuerpo bañado en sudor a causa del esfuerzo y del miedo. No había visto a sus perseguidores desde que se escondiera en la iglesia armenia, pero no se hacía demasiadas ilusiones. No estaba a salvo. Debía salir de Estambul, y deprisa.

Su táctica de evasión era un cambio constante de rumbo, lo cual la llevaba a elegir las calles menos transitadas, y eso determinaba la lentitud de su avance por la larga colina de Gálata en dirección al puente que iba a llevarla de regreso a la zona central de la ciudad y a las calles principales desde las que podría ir al aeropuerto y salir del país. No obstante, el retraso servía para un propósito útil: cuanto más andaba, más minutos transcurrían y menor era su miedo. Al final, una vez pasado el punto álgido de la adrenalina, su paso enfebrecido se convirtió en uno más moderado.

Emily estaba fatigada de cuerpo, mas no de mente. No dejaba de darle vueltas a la cabeza, y no pensaba solo en la persecución. La inquietante desazón causada por la última pista de Holmstrand centró toda su atención en cuanto remitió la sensación de pánico.

Una parte de ese mensaje no encajaba.

Ella no había malinterpretado la pista en sí misma. Quizá se había equivocado al identificar el palacio en suelo turco, pero estaba absolutamente segura del mensaje hallado. La presencia del nuevo símbolo y el texto desterraban cualquier duda posible. La pista identificaba la Divinity School de Oxford y un símbolo específico esculpido en su techumbre.

El problema radicaba en que ese mensaje señalaba a la School, a Oxford de nuevo. «Otra vez». Otra vez al lugar donde se había iniciado de verdad la búsqueda de la biblioteca. Ese último indicio hacía que todo el viaje en que se había visto involucrada acabara convertido en algo muy parecido a correr en círculos. El mensaje de Arno hacía hincapié precisamente en eso hasta el punto de que parecía burlarse del asunto. «Un círculo completo: celestial techo de Oxford y hogar de la biblioteca». Un círculo completo, un circuito que terminaba justo donde ella había empezado.

Había algo erróneo en aquella pista.

Sin embargo, su capacidad para demorarse en esa inquietud y cavilar sobre ella se vio interrumpida de forma brusca por un clic nítido y pausado. Se detuvo en seco entre los altos edificios que se alineaban en el angosto callejón de servicio. Nunca antes en la vida real había oído ese sonido, pero había visto suficientes películas de acción como para saber que era el sonido de un arma al ser amartillada. Levantó la vista del empedrado del callejón con extremada lentitud.

Delante de ella se hallaba el más pequeño y fornido de los dos hombres de traje gris y la encañonaba con una pistola a la altura de la cabeza.

89

9.30 p.m.

Jason apuntó a Emily Wess con la Glock 26. Era su arma favorita para ir de viaje. Medía seis pulgadas y media escasas de largo, pesaba setecientos gramos con el cargador de tambor cargado con diez balas, se escondía con facilidad y era de una precisión sorprendente para su tamaño. El modelo se había granjeado el mote de «bebé Glock» entre el personal de seguridad del mundo entero, pero la pistola era cualquier cosa menos infantil cuando se tocaba el gatillo.

Cuando vio la boca del arma delante de ella, Emily retrocedió y miró a sus espaldas, solo para descubrir que el otro hombre de gris se hallaba en el extremo opuesto del callejón, obstruyéndole el paso.

—No lo intente, doctora Wess. —Jason habló con voz clara y firme, y lo hizo con la sobriedad y la calma propias de una persona para la que aquello era una rutina, como si no estuviera sosteniendo un arma delante del rostro de la mujer ni tuviera un dedo en el gatillo de una pistola que podía poner fin a la vida de una persona—. Se acabaron las carreras por hoy.

Emily se volvió hacia su perseguidor, pero sin perder de vista el cañón del arma.

—¿Qué quieren de mí?

Jason no desvió la mirada mientras respondía:

—Nada que usted no pueda darnos o que no estemos dispuestos a coger. —Se le aceró la mirada y esbozó un gesto que no llegó a ser una sonrisa, sino una muestra de condescendencia—. Para empezar, denos lo que acaba de encontrar —ordenó.

Su padre le había asegurado que daba igual lo que hallaran. Fuera lo que fuera, solo era otra pieza del intento del Custodio por confundirles. No era una pieza clave de su búsqueda. El Consejo ya había encontrado lo que necesitaba saber gracias a una fotografía encriptada que había en el correo electrónico de Antoun. Aun así, les vendría bien conocer cuál había sido la última pista de Arno Holmstrand.

Emily hizo todo lo posible por mostrarse valiente en aquellas circunstancias.

—No tengo ni idea de a qué se refiere.

No eran la clase de hombres con los que querría encontrarse cuando buscase la biblioteca. Jason puso recto el brazo derecho, colocando el arma aún más cerca de la cabeza de Emily.

—No me lleve la contraria, doctora Wess. Su teléfono, denos el teléfono —dijo, y se movió para meter la mano en el bolsillo de la chaqueta.

Ella tomó conciencia de que el otro hombre trajeado se había acercado por detrás cuando su asaltante usó el plural. Ahora podía escuchar su respiración y sentía su aliento en la nuca. De pronto se sintió acorralada. Atrapada.

Los dos hombres eran más inteligentes de lo que ella había supuesto. No formulaban preguntas al azar para recabar información. Sabían qué tenía y dónde lo tenía.

—No tengo mucha paciencia, doctora Wess —prosiguió Jason—. Sé que el móvil contiene información de lo que ha encontrado usted en el palacio y también cierta lista que nunca debería haber visto. No voy a pedírselo otra vez.

El hombre abrió la mano izquierda, extendió los dedos y la alzó. Mientras Emily observaba el ademán, notó la boca del cañón de una segunda arma, esta vez en la espalda.

—De acuerdo, de acuerdo. —El deseo de seguir con vida era fuerte y poderoso, se llevó por delante toda la audacia de Emily. Le había jurado a Michael volver junto a él y debía mantener esa promesa—. Tenga.

Se metió la mano en el bolsillo, sacó el BlackBerry y se lo entregó al hombre que tenía delante. La pérdida de los materiales que llevaba encima no le preocupaba: había enviado copias de los mensajes a Peter Wexler, Michael estaba en posesión de dos de los originales y la pista recién descubierta, así como el extraño glifo, se había grabado de forma indeleble en su memoria. Estaba segura de poder seguir adelante sin ese teléfono. Su angustia no se debía a la pérdida de esa información, sino al hecho de entregarla a semejantes sujetos.

Jason le dio el móvil a su compañero.

—Sácalo todo —le ordenó—. Y asegúrate dos veces de que no ha reenviado la lista a nadie más. Se la enviaron en dos mensajes. La clave está en el segundo. Ese es el que contiene la lista con los nombres de nuestra gente.

Esas palabras tintinearon en los oídos de Emily. «¿Nuestra gente?». No olvidó la frase a pesar de que el corazón le latía acelerado y la encañonaban con dos armas. «Nuestra».

Jason se volvió hacia la joven. Su colega se había guardado el arma y estaba manipulando el móvil de Emily y otro pequeño aparato. No prestaba atención a otra cosa.

—Ya que se está mostrando tan cooperativa, ¿por qué no me da también los papeles?

Se resignó, sacó del bolso el fajo de papeles donde estaban la carta de Arno y las hojas del fax y las depositó sobre la mano tendida del hombre.

Jason se permitió esbozar una media sonrisa.

—Gracias, doctora Wess. Nos ha sido usted de gran ayuda. —Hizo una pausa—. Pero antes nos hizo correr detrás de usted, y eso ha sido… un infortunio. —Se irguió mientras se apoderaba de él un renovado aire de profesionalidad—. El Consejo le agradece la generosidad con que le ha ayudado en sus objetivos, pero lamento informarla de que sus servicios ya no son necesarios. El tiempo de su participación ha tocado a su fin. —Jason miró por encima del hombro de Emily al hombre que estaba detrás de ella y ordenó—: Hazlo.

90

9.40 p.m.

Emily escuchó el frufrú de la tela cuando el hombre situado detrás de ella alzó el brazo de la pistola.

—¡Un momento! —gritó, devanándose los sesos para que se le ocurriera algo—. No puede matarme.

—En eso está bastante equivocada —respondió Jason, un tanto perplejo.

—No, no pueden, quiero decir, no si quieren tener éxito en su pequeño juego de Washington —adujo Emily, cuya lengua soltaba frases casi tan deprisa como se le ocurrían a su mente.

Esas palabras llamaron la atención del Amigo, que alzó una mano para indicar a su compañero que demorase la ejecución. Emily solo pretendía ganar tiempo, y él era consciente de ello, pero estaba dispuesto a oír lo que tuviera que decir.

—No sea ridícula. No hay forma de que usted pueda dar al traste con nuestro proyecto, ni viva ni muerta. Nuestro trabajo en Washington casi ha terminado. No hay nada que usted ni nadie pueda hacer para detenerlo.

—Todavía podemos sacaros a la luz —replicó la doctora—. Da igual lo lejos que huyáis, no van a dejaros marchar después de haber visto lo que habéis hecho y quién está involucrado.

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