A popa el ferri dejaba atrás la apabullante colina que ella acababa de descender, coronada por las grandes cúpulas de Santa Sofía y Sultanahmed Camii, la mezquita azul, al lado de las cuales podían verse los muros y balaustradas del palacio de Topkapi. Los minaretes de un sinnúmero de mezquitas conformaban el contorno del horizonte. Emily no pudo evitar la idea de que la escena parecía sacada de cualquier volumen medieval.
Se dio la vuelta y se volvió hacia proa. A la izquierda, Europa; a la derecha, Asia. El Bósforo servía como estrecho pasaje entre las dos grandes masas de tierra. El comercio había florecido allí desde hacía milenios. Incluso los edificios de ambas orillas estaban sazonados por claras huellas de modernidad: las antenas de radio y las parabólicas. Y aunque los coches hacían sonar los cláxones en las calles cercanas, ella pensó que en torno a Estambul flotaba algo atemporal. La ciudad estaba a medio camino entre dos continentes y había sido la capital de dos imperios, y ahora lo era de la República de Turquía. Incluso, aunque la capital política fuera Ankara, el corazón de Turquía siempre iba a ser Estambul.
A su izquierda empezaba a insinuarse el palacio de Dolmabahçe. No podía ser más diferente al de Topkapi. Emily abrió el folleto que le había dado el guía e intentó obtener la información básica que pudiera ayudarle para la búsqueda que la esperaba.
Dolmabahçe había sustituido a Topkapi como residencia imperial en 1856, cuando el sultán Abd-ul-Mejid I quiso tener una residencia más parecida a la de sus homólogos europeos. Sus deseos se hicieron realidad en un complejo donde se daban cita todos los estilos arquitectónicos de la historia de Europa: barroco, neoclásico, rococó…, cualquier cosa menos el estilo otomano tradicional. Su identidad como palacio de sultanes vino dada por la decoración, no por su estilo arquitectónico.
Emily observó el palacio conforme iba siendo más visible. Había alcanzado el deseado aspecto europeo de modo un tanto extraño. Daba la impresión de ser una extraña mezcolanza de Versalles, el palacio de Buckingham y un majestuoso palacete italiano. Si Michael viera aquello, lo consideraría una pesadilla arquitectónica, pensó, pues aquel batiburrillo aberrante de estilos le impedía tener un estilo propio. Pero el resultado apabullaba y el término «impresionante» le sentaba bien.
El espacio interior se hallaba dividido según la costumbre otomana, continuaba explicando el folleto, y había un área pública y el harén o espacio reservado a la vida familiar. Como Emily había visto en Topkapi. Pero todo el interior estaba hecho para abrumar al visitante, y buen ejemplo de ello eran la araña de cristal situada en la estancia central y la escalinata de cristal con forma de doble herradura; el nombre de la misma se debe a sus balaustres, hechos con cristal de Baccarat. La araña de cristal de Bohemia, un regalo de la reina Victoria, fue la mayor del mundo, y aún lo sigue siendo. Cuenta con setecientas cincuenta lámparas y pesa cuatro toneladas y media. Todos y cada uno de los objetos del palacio eran de oro y estaban enjoyados, repujados o blasonados. Eso les daba un valor incalculable y confería al conjunto un aura sobrecogedora. Emily no se sorprendió al leer que la única forma de acceder a dicho palacio era en el seno de una visita guiada. Era imposible deambular a su antojo, como había hecho en Topkapi.
Este palacio era también un museo asignado a la Dirección de Palacios Nacionales, pero conservaba una función política incluso en el actual régimen turco. Su importancia en la historia del país tenía mucho que ver con el hecho de que había sido la residencia de Mustafá Kemal Atatürk, el fundador y primer presidente de la Turquía moderna, en sus últimos años de vida. Los ciudadanos turcos y el propio Estado idolatraban a Atatürk en un grado que iba mucho más lejos de lo que los norteamericanos sienten por George Washington y los Padres Fundadores. El lecho de muerte de Atatürk y su habitación forman parte del museo. Se había convertido en una suerte de santuario y figuraba entre lo más visitado durante las visitas guiadas.
Sin embargo, a juicio de Emily, lo más significativo era la localización. Abd-ul-Mejid había elegido para levantar el nuevo palacio de Dolmabahçe una bahía en el Bósforo, rellenada poco a poco por los jardineros otomanos durante el siglo anterior hasta que acabaron transformándola en un área ajardinada para el retiro de los sultanes. De ahí su nombre, «jardín relleno», pues
dolma
significa «lleno» en turco y
bahçe
, «jardín». Hoy en día, el palacio se asentaba en esta tierra arrebatada al mar, las aguas lo tocaban en el sentido literal del término, pues estaban prácticamente junto a los cimientos.
Emily levantó la vista y miró hacia delante. No albergaba duda alguna de que ahora se dirigía al lugar correcto.
El barco aminoró la velocidad cuando se acercó a puerto. Entonces, la doctora se puso a pasear por la escalerilla de acceso a la cubierta inferior, desde donde desembarcaría. Al darse la vuelta, sus ojos fueron a posarse sobre dos sujetos instalados en ese nivel inferior.
Dos hombres vestidos con elegancia. Uno de ellos sostenía en la mano una chaqueta, pero estaba claro que ambos vestían de traje.
Un traje gris.
Llevaban el pelo muy corto y se parecían mucho el uno al otro. «Como clones», resonó la voz de Michael en su mente.
Emily se quedó helada. No había sido ninguna paranoia en el aeropuerto y su posterior nerviosismo no había estado fuera de lugar. La seguían. Esos hombres no eran los mismos que habían entrevistado a Michael en Chicago, no habían tenido tiempo material para llegar hasta allí, pero debían de guardar algún tipo de relación con ellos.
El Consejo iba tras sus pasos. La seguía. Una parte de su mente dio una orden: «No les dejes que te sigan».
Emily retrocedió a fin de no continuar expuesta a sus miradas. El corazón se le había puesto a cien. ¿Sabían que los había visto? Quizá podría evitar una confrontación con ellos si creían que no estaba al tanto de su presencia.
Emily era incapaz de oír el rugido de los motores del ferri ni la charla de los pasajeros que lo atestaban. Únicamente podía oír el martilleo de su pulso en los oídos.
«Baja los escalones, sal del barco y ve al palacio. Baja los escalones, sal del barco y ve al palacio», repetía. Se obligó a repetirse los pasos que debía dar a fin de estar concentrada, ya que no podía calmarse.
Tragó saliva, respiró hondo y descendió la escalerilla de metal. Mantuvo la vista al frente y los ojos levemente entornados. Después, avanzó hacia la rampa del barco y bajó a tierra.
«No les dejes que te sigan —se repetía mentalmente mientras avanzaba—. Si me quieren seguir, que lo hagan, pero no van a sacar nada».
7.15 p.m.
Emily se dirigió hacia el inmenso palacio de Dolmabahçe, situado a su izquierda, en cuanto pisó tierra firme. Hizo lo posible por caminar con aire despreocupado, como si el corazón no le latiera desbocado. Procuró andar por el centro de la bulliciosa acera.
«Quizá logre darles esquinazo si consigo entrar».
Intentó consolarse con la idea de que aquellos hombres la habían seguido al menos desde su llegada a Turquía, lo cual significaba que debían de haber estado cerca de ella en el palacio de Topkapi, pero no la habían herido ni tampoco habían salido a su encuentro. Ojalá siguieran así.
«Que no parezca que recelas —se alecciono a sí misma—. Todo podría cambiar si se dan cuenta de que los has descubierto».
Se obligó a aminorar el paso hasta lograr unos andares que pudieran pasar por los de alguien que daba un paseo, consiguió incluso que su caminar se pareciera al de los demás transeúntes. Para no desentonar.
El trayecto hasta el palacio apenas le llevó unos minutos. Emily echó hacia atrás la cabeza a fin de poder abarcar con la mirada toda la amplitud del edificio cuando lo tuvo delante. Dolmabahçe tenía un aspecto llamativo. A pesar de su miedo, se preguntó si aquella gran fachada del siglo XIX no era la forma de la época de causar sorpresa y asombro.
Siguió las indicaciones para llegar hasta la entrada principal. Aminoró aún más el paso cuando estuvo cerca del edificio. Se alisó el blazer de diseño exclusivo y se recogió el pelo alborotado en una coleta que pudiera darle un aire profesional. Se preguntaba si podría pasar por erudita interesada en las relaciones franco-turcas con una ropa tan arrugada como la suya, mas albergaba la esperanza de conseguirlo.
Una antigua mesita de madera situada dentro de las puertas servía como despacho de registro. Emily pagó una suma descabellada por asistir a la conferencia de la tarde. Se disculpó por su retraso ante un recepcionista a quien parecía darle igual todo, cogió la entrada y se adentró en el edificio.
Se quedó sobrecogida de inmediato, tal y como había sospechado. Un letrero destinado a los visitantes de las visitas guiadas diurnas identificaba la entrada principal como el salón de Medhal, un lugar que embargaba los cinco sentidos. Era descomunal, con escaleras empinadas, un enorme candelabro, mesas grabadas e imponentes pinturas. De pronto, el champán a discreción y las fruslerías recibidas durante su vuelo en primera clase desde Inglaterra ya no le parecían tan definitorios del lujo como antes.
Hizo un esfuerzo por dejar de contemplar la opulencia y el esplendor circundantes y siguió la estela de un pequeño grupo de asistentes que doblaban una esquina e iban hacia lo que, visto desde lejos, parecía un salón de conferencias no menos espectacular. Al aproximarse a las sillas de madera cubiertas con terciopelo rojo, pudo ver que la mayoría estaban ocupadas por hombres muy atentos. Un hombre se dirigía en francés al público asistente desde un elegante podio situado en la parte frontal. Daba la impresión de que la conferencia había comenzado ya.
Emily puso en práctica su plan nada más entrar en la sala. De pronto, «recordó» que necesitaba ir al servicio y pidió orientación al portero.
—Dos puertas a la derecha.
Emily se alejó en esa dirección, y luego, tras asegurarse de que nadie la miraba, dobló la esquina y desapareció en la oscuridad de los jardines palaciegos.
Dolmabahçe, 7.27 p.m.
Al cabo de unos momentos, Emily se encontró sola en los vastos y oscuros corredores del palacio de Dolmabahçe, el mayor de toda Turquía. Se enfrentaba a una tarea aún más desalentadora que en la Bibliotheca Alexandrina. Arno Holmstrand le había dejado una pista en algún lugar de los 45.000 metros cuadrados de palacio.
Su avance discurrió en un entrar y salir de habitaciones y pasillos del cuerpo principal del palacio. Su pulso acelerado no se debía solo al hecho de que la seguían unos hombres, sino a la sorpresa que le inspiraban aquellas imágenes sobrecogedoras. El lugar refulgía y brillaba incluso en las últimas horas del día. Catorce toneladas de pan de oro centelleaban bajo la tenue luz.
Se dirigió hacia la célebre escalinata de cristal y se detuvo cuando llegó al pie de la misma. Era imposible registrar todos los rincones de un lugar de aquellas características y tampoco Holmstrand lo hubiera esperado de ella. El viejo profesor no podía saber que ella conseguiría acceder de aquel modo. Tenía que haber dejado la pista en algún lugar donde ella pudiera encontrarla, presumiblemente cerca de la ruta de las visitas guiadas. En un punto accesible.
Las señales y los cordones rojos indicaban la ruta de las visitas a través del complejo palaciego. Emily siguió esas indicaciones mientras escudriñaba cada indicación por si tuviera el pequeño símbolo que había identificado las pistas de Arno en los demás sitios.
«Debió de ocultar la pista en algún sitio que él supiera que iba a llamarme la atención. Algo que restrinja las posibilidades», pensó en su fuero interno.
«¿Dónde esconderías una pista en la casa de un rey?». ¿En el vestíbulo real? Eso no era posible. Estaba lleno de gente durante el día, y eso impedía detenerse a escudriñar en busca de una pista. ¿En el salón Sufera o sala de los embajadores? Emily deseó que no fuera esa la localización, ya que, a juzgar por las señales que había visto en los planos, ese era el salón donde se estaba desarrollando la conferencia, e iba a ser imposible registrarlo aquella noche si Arno la había escondido ahí.
«¿Y en qué otro sitio podía haberlo hecho?». Emily se forzó a repasar cada palabra del mensaje recibido en Alejandría. «Entre dos continentes: la casa del rey, tocando el agua». Lo de los dos continentes estaba claro, la casa era real y tocaba el agua, entonces, ¿qué estaba pasando por alto?
El rey. Esa era la única parte del mensaje que aún le resultaba extraña. El palacio de Dolmabahçe había sido la residencia de los sultanes durante décadas, pero los líderes otomanos jamás habían usado el título de rey. Ni tampoco los gobernantes bizantinos que les precedieron en el dominio de la ciudad, pues se les conoció casi exclusivamente como emperadores. Sí, los términos eran más o menos equivalentes, pero Arno Holmstrand había demostrado su exactitud lingüística en múltiples ocasiones. El uso de dicha palabra en su mensaje respondía a algo preciso. Era intencionado.
«¿Quién gobernó aquí, sino el sultán?», se preguntó, y mientras lo hacía, dobló una esquina… Y la respuesta apareció delante de ella.
«Atatürk». El fundador de la República de Turquía y del Estado moderno había asentado su residencia en Dolmabahçe incluso mientras firmaba un edicto por el cual suprimía la monarquía hereditaria como forma de gobierno. Atatürk había hecho caer a los sultanes, pero siguió liderando la república desde la gloria de los antiguos palacios de aquellos. Atatürk había enfermado y muerto allí, entre los muros de aquel edificio, y de forma más concreta en la cámara conocida como «dormitorio de Atatürk», hacia la cual la guiaba ahora una señal situada en el centro del pasillo.
Aquel hombre había adquirido una preeminencia en la memoria nacional turca muy superior a la de cualquier rey o líder anterior a él. Se había convertido en el símbolo de la autoridad nacional, en el «gran líder», símbolo del orgullo patriótico turco. Había muerto a las 9.05 a.m. del 10 de noviembre de 1938, una fecha y una hora perfectamente conocidas por cualquier estudiante de la historia moderna de Europa occidental. Habían detenido todos los relojes del palacio en el momento de su muerte, señalando el inicio de un duelo que duró varias décadas. Este había cesado recientemente y ahora todos los relojes de Dolmabahçe habían vuelto a marcar la hora actual, todos menos uno: el pequeño reloj situado en la mesilla de noche contigua a la cama donde había muerto Atatürk.