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Authors: Noah Gordon

Tags: #narrativa dramatica

La Bodega (13 page)

Pronto abandonaron los barrios antiguos y empezaron a cruzar avenidas flanqueadas por grandes estructuras. En la carrera de San Jerónimo, Peña se agachó ante un edificio grande e imponente. Cerca de la entrada, parejas de hombres y pequeños grupos charlaban en voz baja a la temblorosa luz de una farola de gas. El portero apenas dirigió una mirada por encima a los jóvenes reunidos en torno a Peña.

La pesada puerta de entrada se abrió y Josep oyó voces masculinas que sonaban al otro lado. Alguien dio unas señas y el volumen de voz subía y bajaba. En algunos momentos, cuando se callaba, sonaban gritos; a Josep le resultó imposible saber si eran expresiones de asentimiento o de rabia. En una ocasión sonó un rugido colectivo; dos veces se oyeron risas.

El grupo de cazadores esperó bajo el frío de la nieve y pasó lentamente casi una hora.

18
El espía

Dentro del edificio, los hombres rugieron y aplaudieron.

Una anciana se metió renqueando en el campo de visión de Josep, con su cabello gris, envuelta en dos chales harapientos, y sus ojillos oscuros en medio de una cara que parecía una manzana oscura y arrugada. Con pasos cuidadosos se acercó al hombre que le quedaba más cerca y sacó una cesta.

—Una limosna... Una limosna. Deme algo, por el amor de Dios, señor... Tenga piedad, en nombre de Jesús.

Su interlocutor meneó la cabeza como si esquivara una mosca, se dio la vuelta y siguió hablando. Impertérrita, la anciana se acercó al siguiente grupo, mostró la cesta y entonó su petición. Esta vez fue premiada con una moneda y agradeció la caridad con una bendición. Durante un rato, Josep la miró abrirse paso hacia él cojeando como un animal herido.

Salieron dos hombres del edificio.

—Sí —dijo Peña en voz baja.

Uno de ellos era, evidentemente, un caballero. De mediana edad, llevaba una barba cuidada e iba vestido con una capa pesada y de aspecto fino para defenderse del frío, así como un sombrero alto y formal. Era bajo y fornido, pero de porte erguido y orgulloso.

El otro hombre, que caminaba un paso por detrás de él, era mucho más joven y vestía con sencillez. ¿Quién era el traidor? Josep estaba desconcertado.

—¿Un carruaje, excelencia?

Cuando el caballero asintió, el portero se adelantó hacia la farola y, bajo su luz, alzó un brazo. Un carruaje se apartó de la fila de vehículos que esperaban al fondo de la calle y sus dos caballos se detuvieron delante del edificio. El portero se movió para abrir la puerta, pero el hombre de ropa sencilla se le adelantó. El sirviente —no había duda de que lo era por su manera de bajar la cabeza en señal de reverencia cuando el otro hombre montó en el carruaje— cerró entonces la puerta y regresó al edificio.

Josep lo contemplaba asombrado. El carruaje iba ricamente adornado y parecía enorme. Apenas conseguía ver a su ocupante a través de las dos ventanillas altas y estrechas. Cerca, un hombre tosió, encendió una cerilla y la sostuvo en alto antes de encender su pipa. Sobresaltado, el portero echó un rápido vistazo y luego se acercó a la silla del cochero y, cuando éste se inclinó hacia él, le susurró algo al oído. Después golpeó suavemente la puerta del carruaje con los nudillos y la abrió.

—Mis más sinceras disculpas, excelencia. Parece que hay algún problema con un eje. Si me perdona la molestia, iré a buscarle otro carruaje de inmediato.

Si el hombre contestó desde dentro, Josep no lo oyó. Mientras los pasajeros desmontaban, el portero se acercó a toda prisa a la fila de carruajes y pronto llegó con un segundo transporte, aún más adornado que el anterior, pero más estrecho y con las ventanas más grandes. Antes de que el caballero montara en el nuevo vehículo, Josep vio su mirada de agotamiento y su rostro demacrado; llevaba maquillaje en las mejillas, lo cual provocaba que su rostro pareciera tan artificial como el de la estatua de Santa Eulalia.

Dos hombres procedentes del edificio se acercaron entonces al carruaje. Su elegante atuendo no dejaba lugar a dudas: se trataba de dos caballeros. Uno de ellos abrió la puerta del carruaje.

—¿Excelencia? —dijo en voz queda—. Se ha hecho lo que usted nos pidió.

El hombre del interior murmuró algo ininteligible, y los otros dos entraron en el carruaje, cerrando la puerta tras ellos. Se sentaron frente al primer ocupante, acercando todos sus cabezas. A pesar del silencio de aquellos que los observaban desde el exterior, apenas se podía oír nada, ya que los ocupantes del carruaje se expresaban en voz queda.

Hablaron largo y tendido, durante una media hora aproximada, por lo que pudo estimar Josep. Entonces, uno de los hombres hizo una inclinación de cabeza, abrió la puerta y bajó del carruaje acompañado de su compañero. Juntos volvieron al edificio.

Casi de inmediato, regresó el sirviente que había acomodado a los caballeros en el carruaje, esta vez acompañado de un segundo lacayo. Golpeó de modo discreto la puerta con los nudillos, esperó a recibir permiso, abrió la puerta y, tras intercambiar unas palabras con el cochero, entró con su compañero en el carruaje.

Había poco tráfico por culpa del tiempo, pero los caballos, por falta de costumbre de pisar los adoquines cubiertos de nieve, echaron a andar lentamente.

A Peña y al grupo de cazadores no les costó mucho mantener el paso mientras seguían al carruaje carrera de San Jerónimo abajo. Pasaron junto a la pedigüeña, que ya se iba, y la dejaron atrás. Cuando los caballos tiraron del carruaje en la primera esquina para meterse en la calle del Sordo, Josep cumplió sus instrucciones. Le temblaron las manos cuando encendió la cerilla y la sostuvo en lo alto, un chispeante círculo azul.

Siguieron a los lentos caballos hasta que doblaron de nuevo por la calle del Turco, donde Josep encendió otra cerilla. Era más estrecha y oscura, salvo por la única luz que ofrecía una farola.

—Ahora —dijo Peña justo antes de que el carruaje entrara en la zona iluminada.

Guillem y Esteve saltaron a la calzada y agarraron las riendas mientras los demás miembros del grupo de cazadores rodeaban el carruaje. De dos carruajes, así como de la oscuridad del otro lado de la calle, surgieron otras figuras y varias se acercaron al punto en que Josep permanecía mirando fijamente la cara asustada del hombre que iba dentro. El cochero del carruaje bloqueado se puso de pie y comenzó a fustigar a Esteve con el látigo.

Al ver a los recién llegados, Josep creyó que serían agentes de la milicia y, como tres de ellos llevaban las armas listas, dio un paso atrás para dejarles el camino libre hasta la puerta.

Pero ellos apuntaron sus armas.

... Una serie de estallidos secos como toses.

El hombre del carruaje se había vuelto hacia la ventana y ofrecía un blanco fácil; dio una sacudida al recibir un disparo en el hombro izquierdo, tocándoselo con la mano del mismo costado. La mano derecha se alzó como si fuera a protestar y Josep vio cómo volaba parte del dedo anular. Luego otra bala le acertó el pecho y dejó un mordisco pequeño y oscuro en la capa, igual que los cientos de agujeros que el grupo de cazadores había marcado en los árboles.

A Josep le sorprendió observar la amargura que mostraba el rostro del hombre al darse cuenta de lo que estaba pasando.

Alguien gritó:

—¡Jesús!

Y luego soltó un chillido largo y femenino. Al principio Josep creyó que procedía de una mujer, pero luego se dio cuenta de que era la voz de Enric. De pronto todo el mundo corría en la oscuridad y Josep echó a correr también sobre el suelo nevado, alejándose de los caballos, que al respingar inclinaban el carruaje.

TERCERA PARTE
En el mundo
Madrid, 28 de diciembre de 1870
19
Caminar sobre la nieve

Se cayó al suelo, mojado y frío, pero se levantó y siguió corriendo mientras le aguantó la respiración, hasta que al fin se detuvo y se apoyó en la fachada de un edificio.

Al poco retomó la huida, ahora caminando, pero dominado aún por el terror. No tenía ni la menor idea de adónde lo llevaban sus pies y, al pasar bajo una lámpara, se sobresaltó cuando lo llamó una voz desde la oscuridad:

—Josep. Espera.

Guillem.

—¿Qué ha pasado, Guillem? ¿Por qué le han disparado al pobre cabrón? ¿Por qué no se han limitado a arrestarlo tal como habían dicho?

—No lo sé... Bueno, no ha pasado tal como había predicho Peña, ¿no? Tal vez él pueda explicarlo. Nos ha dicho que si pasaba algo, fuéramos a la estación.

—Ah, sí, la estación. ¿Sabes cómo llegar? No tengo ni idea de dónde estamos.

—Creo que es por esa dirección... —dijo Guillem, impotente.

Caminaron rendidos de cansancio durante un buen rato hasta que Guillem admitió que estaba tan perdido como Josep, y cuando éste preguntó al conductor de un carruaje cómo llegar a la estación descubrieron que habían estado andando hacia el norte, en vez de hacia el sur.

El hombre les dio largas y complicadas instrucciones, tras las cuales se dieron la vuelta y empezaron a deshacer sus pasos.

Lo último que querían era volver a pasar por el barrio del asalto, y eso exigió un desvío, durante el cual Josep y Guillem olvidaron algunos detalles de la orientación que les acababan de dar. Frío y agotado, Josep señaló un cartel que anunciaba la presencia de un pequeño café llamado Metropolitano.

—Preguntemos ahí.

Una vez dentro, hasta los bajos precios anotados en la pizarra los intimidaron. Aunque apenas llevaban dinero, pidieron cada uno un café.

Su llegada interrumpió una discusión entre el alto y musculoso propietario y su anciano camarero.

—Gerardo, Gerardo. ¡Los malditos platos del almuerzo! ¡Están sin lavar! ¿Pretendes servir la comida en platos sucios?

El camarero se encogió de hombros.

—No es culpa mía, ¿no? Gabino no ha aparecido.

—¿Y por qué no has buscado a otro, imbécil? En plena época de fiestas y sin nadie que lave los platos. ¿Y ahora qué quieres que haga?

—¿Fregarlos, tal vez, señor?

El camarero volvió a encogerse de hombros, aburrido.

Cuando les sirvió el café, Guillem le preguntó cómo llegar a la estación.

—Están al oeste. Han de bajar por esta calle y tomar la segunda a la derecha. Al cabo de seis o siete manzanas verán los hangares de los trenes. El camino más corto desde aquí es cruzar los hangares para entrar en la estación por detrás.

Mientras ellos se tomaban el ansiado café caliente, el camarero añadió una advertencia:

—No hay ningún peligro en cruzar los terrenos de la estación, salvo que sean tan idiotas como para caminar por las vías.

Cuando llegaron a la zona de la estación había parado de nevar, pero no se veían estrellas. Caminaron entre barriles de carbón y pilas de leña. Los vagones de carga, pintados de blanco, parecían monstruos dormidos. Pronto vieron las lámparas de gas de la estación y tomaron el camino que llevaba hasta ellas, paralelo a un tren abandonado. Tras echar un vistazo al otro lado de la locomotora, Josep anunció:

—Ahí está Peña. Mira, y Jordi también.

Peña estaba de pie junto a un carruaje detenido, con Jordi Arnau y otros dos hombres. El sargento habló un momento con Jordi y abrió la puerta del carricoche. Al principio pareció que Jordi se disponía a entrar, pero luego vio algo dentro que lo frenó y uno de los hombres empezó a empujarlo.

—¿Qué diablos...? —exclamó Josep.

Otros tres hombres se acercaron al coche y se quedaron mirando mientras Jordi se daba la vuelta y alzaba los puños.

El más cercano a él sacó una navaja y, ante la incrédula mirada de Josep, la clavó en la garganta de Jordi y trazó un tajo por el cuello.

Josep pensó que aquello no podía estar pasando de verdad, pero Jordi estaba ya en el suelo y su sangre brillaba en contraste con la nieve bajo la amarillenta luz de la farola.

Josep se sintió como si fuera a desmayarse.

—...Guillem, tenemos que hacer algo.

Guillem le agarró ambos brazos.

—Son demasiados, y aún vienen más. Cállate, Josep —susurró—. Cállate.

Dos hombres recogieron el cuerpo de Jordi y lo tiraron dentro del carruaje. A lo lejos, por la izquierda, Josep vio que otro grupo de hombres había rodeado a Manel Calderón.

—Tienen a Manel.

Guillem tiró de Josep hacia atrás.

—Nos tenemos que largar de aquí. Ahora mismo. Pero no corras.

Se dieron la vuelta y se alejaron sin pronunciar palabra en dirección a los terrenos. Había aparecido una esquirla de luna, alta y fría, pero la noche seguía siendo negra. Josep iba temblando. Agudizó el oído, pues temía escuchar gritos y pies a la carrera, pero no se acercó nadie. Cuando ya casi habían salido de los terrenos de la estación, se atrevió a hablar:

—Guillem, no entiendo de qué va esto. ¿Qué está pasando?

—Yo tampoco lo entiendo, Josep.

—¿Adónde vamos?

Guillem meneó la cabeza.

Volvieron a pasar por delante del Metropolitano, pero Guillem apoyó una mano en el brazo de Josep y se dio la vuelta. Josep lo siguió hasta el interior, donde el anciano camarero limpiaba las mesas con un trapo húmedo.

—Señor —dijo Guillem—, ¿podemos hablar con el dueño?

—El señor Ruiz. —El camarero señaló hacia el fondo con la barbilla.

Encontraron al dueño en la trastienda, plantado ante una tina de cobre abollada y con los brazos hundidos en el agua.

—Señor Ruiz —dijo Guillem—, ¿quiere contratarnos para fregar platos?

El rostro rojizo de aquel hombre estaba engrasado de sudor, pero se esforzó por disimular el entusiasmo que le brillaba en los ojos.

—¿Por cuánto?

El regateo duró poco. Comidas, unas pocas monedas y permiso para dormir en el suelo cuando se hubiera ido el último cliente. El propietario se secó los brazos, bajó las mangas de la camisa y huyó a la cocina. Unos segundos después Guillem y Josep ocupaban su lugar ante el fregadero.

Establecieron de buen grado una rutina en la que Guillem fregaba los platos con agua caliente y los metía en un balde de agua fría para aclararlos, tras lo cual Josep los secaba y los recogía.

El agua no se mantenía caliente mucho tiempo, de modo que a menudo se veían obligados a añadir agua hirviendo de tres grandes ollas mantenidas al calor de la cocina, y luego había que rellenar las ollas con agua de la pequeña bomba manual que había junto al fregadero. El café era un buen negocio. Cada dos por tres cambiaban la vajilla limpia por una pila nueva de platos sucios. En alguna ocasión, cuando ya no cabía más agua en la tina y la mezcla quedaba fría y asquerosa de tanta grasa, la vaciaban en el callejón trasero del café y volvían a empezar. En la pequeña trastienda hacía tanto calor que ambos se fueron desprendiendo de más de una capa de ropa.

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