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Authors: Noah Gordon

Tags: #narrativa dramatica

La Bodega (14 page)

Josep no hacía más que ver a Jordi y repasar en su mente aquel terrible momento. Al rato, dijo:

—Se están deshaciendo de los testigos.

No podía disimular el miedo en la voz. Guillem paró de trabajar.

—¿De verdad lo crees? —Parecía mareado.

—Sí.

Pálido, Guillem le clavó la mirada:

—Yo también —respondió, antes de meter de nuevo las manos en el agua y coger otro plato.

Varias horas después de la medianoche, Gerardo, el camarero, les llevó dos cuencos de un guiso de cordero y media barra de pan más bien rancio y contempló cómo lo devoraban.

—Sé a qué habéis ido a la estación —les dijo. Lo miraron en silencio—. Os queréis colar en un tren y viajar gratis, ¿no? Escuchadme bien, en Madrid no puedes colarte en el tren. Mi primo Eugenio trabaja de ferroviario y me ha contado que tienen guardas con porras y que revisan todos los vagones antes de que salgan de los hangares. Os darían una paliza y os meterían en la cárcel. Lo que tenéis que hacer es meteros en un vagón de carga cuando el tren se detenga en algún lugar fuera de la ciudad. Así es como se hace.

—Gracias, señor —consiguió responder Josep.

Gerardo asintió con gesto altivo.

—Un pequeño consejo que seguiréis si sois sabios —concluyó.

Les reconfortó dormir cerca del fuego, ya casi apagado. Cuando se apagó del todo empezó a hacer frío en el café, pero tenían el estómago lleno y era mucho mejor dormir en aquel sucio suelo que en la calle en pleno invierno.

Al día siguiente fregaron el suelo y recogieron las cenizas de la chimenea antes de que entrara Gerardo, a media mañana, y él los recompensó con un buen desayuno.

—El jefe quiere que os quedéis unos días más y echéis una mano —dijo—. Ruiz dice que si os quedáis hasta después de la Nochevieja, os sabrá estar agradecido.

Josep y Guillem se miraron.

—¿Por qué no? —dijo Josep. Guillem asintió.

Pasaron agradecidos los dos días siguientes, con sus respectivas noches, fregando platos en el café, conscientes de que aquella trastienda era el lugar ideal para esconderse. Pese a que el ruido de los clientes les llegaba en las horas de más ajetreo, sólo Gerardo entraba en aquel cuarto, y ellos no lo abandonaban más que para ir al retrete o a vaciar el agua de la tina en el callejón.

En Nochevieja, Gerardo le llevó a cada uno de ellos una tableta de turrón de Alicante. Cuando las campanas de la catedral empezaron a sonar, dejaron de trabajar y se dispusieron a comer el turrón.

Luego, con el sabor del azúcar y la miel todavía en su boca, y mientras los clientes del café se unían a la algarabía general, ellos se pusieron a fregar platos de nuevo.

Aquella noche, cuando Gerardo y Ruiz se fueron detrás de los últimos clientes del cafetín, Guillem encontró un periódico abandonado bajo una mesa. No sabía leer ni escribir, de modo que se lo llevó enseguida a Josep. Éste lo examinó a la luz de dos velas.

Era un ejemplar de
La Gaceta
del día anterior.

—¿Y...? ¿Y...? —exigía saber Guillem.

Josep estaba temblando.

—¡Dios mío, Guillem! Dios mío, Dios mío... ¿Sabes quién era?

Guillem lo observó sin pronunciar palabra.

—Juan Prim.

—Juan Prim... No puede ser. ¿Juan Prim, el presidente?

—El presidente. El general Prim.

—¿Ha muerto? —preguntó Guillem con voz queda.

—Está vivo. Herido, pero no consiguieron matarlo.

—Ah, gracias a Dios, Josep. ¡Qué bendición!

—¡El presidente del Gobierno de España! Y le dispararon. A él, que es un hombre bueno, el general Prim, volcado en España, en su pueblo. ¡No, por Dios! ¿Se alude a los carlistas?

—No. Caramba, detallan toda su vida. Figura destacada en el movimiento que forzó a la reina Isabel a abdicar y a huir a Francia. Antiguo capitán general de Puerto Rico, héroe de la guerra de Marruecos... Nacido en Reus, grande de España por dos veces: marqués y conde.

—¿Dice si le disparó la milicia?

—No, Guillem. Dice que le dispararon unos asesinos desconocidos, ayudados por un grupo de cómplices.

Guillem lo miró fijamente.

—¿Crees que los... asaltantes... eran miembros de la milicia, Josep?

—No lo sé. Un hombre como ése. ¡El presidente! Tendría grandes enemigos, ¿no te parece? Pero... quién sabe si serían de la milicia o de cualquier otra organización. Es probable que Peña no sea un verdadero sargento. Tal vez no sea carlista.

—Puede que ni siquiera se llame Peña —respondió Josep en voz baja.

20
Noticias

Al día siguiente, segundo del año 1871, Guillem propuso:

—Quizá deberíamos quedarnos un tiempo más.

Josep estuvo de acuerdo porque le gustaba la seguridad que les confería el lugar, además de tener comida y calor asegurados, pero no pudo ser.

—Ruiz os va a dar la liquidación —les anunció Gerardo—. Ha contratado a la hija de su hermano para que trabaje con nosotros. Paulina. —Se encogió de hombros—. Es una zorra, pero trabaja muy bien y Ruiz tiene mucha familia. Está empeñado en contratar algún pariente.

De todos modos, Gerardo tenía una propuesta para ellos.

—Dos hombres agradables, obviamente catalanes... ¿Tal vez interesados en volver hacia el este?

Al ver que asentían, se le iluminó una sonrisa.

—Hay un hombre, llamado Darío Rodríguez, que es cliente antiguo de este café. Se dedica a hacer jamones. ¡Y qué jamones! —Se besó las yemas de los dedos—. Llevamos años comprándoselos para servirlos a nuestros clientes. Mañana se va a Guadalajara y se detendrá a entregar sus jamones en diversos restaurantes y tiendas de comestibles por el camino. He hablado con él. A cambio de algo de trabajo, os llevará con él y os dejará en La Fuente. Es una estación de paso, un lugar en el que se detienen los trenes brevemente para repostar agua fresca y carbón. Mañana por la noche ha de pasar por ahí un tren de carga, hacia las nueve y diez. Mi primo Eugenio dice que es un lugar excelente para montarse en el tren, pues en La Fuente no hay guardias ingratos armados con porras.

Josep y Guillem dieron la bienvenida a la ocasión.

A primera hora de la mañana siguiente, modestamente enriquecidos por Ruiz y agraciados con un regalo de Gerardo —una bolsa con salchichas, pan y dos trozos de tortilla de patatas tirando a vieja—, se subieron al carromato de reparto de carnes de Darío Rodríguez. Éste, corpulento como Ruiz pero más amable, estableció las normas:

—Iréis detrás, con los jamones. En cada parada, yo cantaré la cantidad de jamones que hay que bajar. Si fuera sólo uno, os turnaréis. Si es más de uno, los cargaréis entre los dos.

Así, partieron de Madrid sentados en un rincón despejado de la parte trasera del carromato, encajados entre gruesos jamones y arropados por su olor denso y fuerte.

Era casi de noche cuando Rodríguez los dejó junto a las vías en La Fuente, en un terreno parecido al de los hangares de Madrid, pero más pequeño.

Nervioso, Josep se fijó en que había unos cuantos hombres escondidos a la sombra de los vagones sueltos, aunque nadie se adelantó a desafiarlos cuando ellos mismos se situaron detrás de un vagón.

La espera fue dura. Al fin, justo cuando la oscuridad se adueñaba del terreno, les llegó el sonido monstruoso del tren que se acercaba. Inseguros, cavilaron al ver que gruñía y se detenía, hasta que vieron que los otros hombres corrían hacia el tren y abrían las puertas.

—¡Vamos! —gritó Guillem.

Echó a correr, gruñendo por el esfuerzo, y Josep lo siguió. Todos los vagones de carga a los que se acercaron a la carrera tenían un candado.

—Aquí hay uno —anunció al fin Josep.

La puerta protestó cuando la abrieron de un tirón. Enseguida estuvieron dentro y la cerraron de un empujón, que generó otro chirrido.

—Lo habrá oído todo el mundo —murmuró Guillem.

Guardaron silencio desesperados en la oscuridad absoluta, esperando que aparecieran los guardias con sus porras.

No acudió nadie.

Poco después el tren dio una brusca sacudida para detenerse de nuevo. Luego volvió a arrancar y ya no se detuvo más.

El fuerte olor reveló la naturaleza de la carga que aquel vagón había transportado en su último viaje.

—Cebollas —dijo Josep. Guillem se rió.

Josep recorrió con cautela el perímetro del vagón, apoyándose en las paredes que no paraban de balancearse, para asegurarse de que no compartían con nadie aquella oscuridad. En el coche no había nadie más, ni siquiera cebollas, y regresó aliviado al lado de Guillem.

Como a mediodía se habían comido tres cuencos de sopa de lentejas en la cocina de uno de los restaurantes a los que habían entregado jamones, Josep conservaba aún la bolsa de comida que les había dado Gerardo. Al rato se sentaron a comer y empezaron por las salchichas y el pan. Las tortillas se habían deshecho, pero saborearon hasta la última miga y luego se tumbaron en el suelo vibrante.

Josep se tiró un pedo.

—...Bueno, no ha sido tan grave como los de Xavier Miró —dijo Guillem, en tono diplomático. Su risa sonaba tensa—. Me pregunto dónde estará.

—Y yo dónde están todos los demás —respondió Josep.

Les preocupaba que los guardias pudieran inspeccionar el tren en Guadalajara, pero al llegar, justo después de la medianoche, nadie apareció por su vagón durante los minutos —pocos, pero largos— que pasaron en la estación. Al fin el tren volvió a arrancar con una sacudida y avanzó con su repique y su balanceo, sonido y movimiento combinados para crear un extraño ritmo musical que mantuvo despierto a Josep al principio, pero que terminó acunándolo hasta que se durmió.

Lo despertó el chirrido de la puerta cuando la abrió Guillem y permitió que la luz diluyera la oscuridad. El tren iba traqueteando con buen ritmo a campo abierto. Guillem orinó desde la puerta, sin ver gente ni más animales que un gran pájaro suspendido en el cielo.

Josep estaba descansado pero muy sediento y volvía a tener hambre. Lamentó no haber guardado algo de la comida de Gerardo. Guillem y él se sentaron a ver cómo aparecían y desaparecían ante su vista granjas, campos, bosques y pueblos. Una larga parada en Zaragoza, en la que pasaron muchos nervios, luego Caspe... Pueblos más pequeños, campo abierto, cultivos, yermos de tierra...

Josep soltó un silbido.

—Qué país tan grande, ¿no?

Guillem asintió.

Aburridos, volvieron a dormir tres o cuatro horas. Cuando Guillem le sacudió el hombro para despertarlo ya era por la tarde.

—Acabo de ver un cartel, dieciséis leguas para Barcelona.

Según les había advertido Gerardo, era probable que en Barcelona los guardias revisaran todos los vagones de carga.

Esperaron hasta que el tren inició el lento y arduo ascenso a una cuesta pronunciada y larga, y saltaron sin dificultad por la puerta abierta. Se quedaron viendo alejarse el tren y luego echaron a andar, siguiendo las vías en la misma dirección. Media hora después llegaban a una pista de tierra que discurría en paralelo a las vías, por la que resultaba más fácil caminar.

Un cartel en un olivo maltratado decía: La Cruilla, 1/2 legua.

La fuerza del sol suavizó el frío y al poco se desabrocharon las pesadas chaquetas, para acabar quitándoselas y llevándolas en brazos. La Cruilla resultó ser un pueblo, un racimo de casas encaladas, con unas pocas tiendas, crecido en un punto en que las vías y el camino por el que ellos transitaban se cruzaban con otro sendero de tierra. Había un café, y los dos tenían mucha hambre. Una vez sentados a la mesa, Josep pidió tres huevos, pan con tomate y café.

La mujer que los atendió preguntó si querían jamón y tanto Josep como Guillem sonrieron, pero dijeron que no.

Josep vio un periódico en una mesa cercana y se lanzó a por él. Era
El Cascabel
. Empezó a leerlo mientras regresaba a su mesa, caminando muy despacio y deteniéndose dos veces:

—No... No...

—¿Qué pasa? —preguntó Guillem.

La noticia iba en primera página. Estaba rodeada de negro, —Ha muerto —anunció Josep.

21
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Josep leyó hasta la última coma de la noticia a Guillem, en voz baja y ronca de tanta tensión.

El periódico decía que el primer ministro, Prim, había sido uno de los responsables del derrocamiento de la reina Isabel, la posterior restauración de la monarquía y la elección por parte de las cortes de un miembro de la realeza italiana —Amadeo, príncipe de Savoya y duque de Aosta— como nuevo rey de España.

Amadeo I había llegado a Madrid para asumir el trono tan sólo horas después de la muerte del general Prim, su principal apoyo. Según las órdenes del nuevo monarca, se iba a instalar su cuerpo en una capilla ardiente durante cuatro días para que el pueblo llorara su muerte. Con Prim de cuerpo presente, Amadeo había jurado obedecer la constitución española.

—Dicen que la Guardia Civil está a punto de arrestar a diversas personas de las que se cree que participaron en el asesinato —leyó Josep.

Guillem gruñó.

Devoraron la comida sin saborearla y luego deambularon sin destino, dos hombres unidos por la pesadilla que compartían.

—Creo que deberíamos ir a la policía, Guillem.

Éste movió la cabeza con gravedad para negarse.

—No se creerán que nos embaucaron. Si no han capturado a Peña, o a los otros, estarán encantados de cargarnos con el muerto.

Caminaron en silencio.

—A lo mejor eran carlistas. Quién sabe. Nos escogieron porque buscaban campesinos estúpidos para convertirlos en asesinos —dijo Josep—. Peones sin trabajo, desesperados, dispuestos a formarse para hacer cualquier cosa que les ordenaran. —Guillem asintió—. Peña nos escogió a ti y a mí como tiradores. Pero luego decidieron que no éramos fiables. Por eso buscaron a otra gente para disparar al pobre cabrón y matarlo, mientras que a nosotros apenas nos consideraron lo suficientemente listos para sujetar a los caballos y encender cerillas —dijo con amargura.

—No podemos volver al pueblo —opinó Guillem—. Puede que la gente de Peña, los carlistas, o lo que quiera que sean, nos esté buscando. ¡Tal vez nos busque la policía! ¡El ejército, la milicia!

—Y entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Josep.

—No lo sé. Será mejor que pensemos un poco —respondió Guillem.

Cuando asomó el crepúsculo, seguían vagando sin rumbo por la carretera paralela a las vías del tren, en indeterminada dirección a Barcelona.

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