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Authors: Noah Gordon

Tags: #narrativa dramatica

La Bodega (11 page)

Incluso el perro.

El gallinero no tenía cerradura, pues en Santa Eulalia nadie robaba a nadie. Sólo un palito encajado entre dos arandelas de hierro mantenía la puerta cerrada. En un instante estuvo dentro.

Hacía calor y el olor a excrementos de ave era fuerte y agudo. La mitad superior de una de las paredes era un enrejado de alambre a través del cual filtraba la luna su pálido brillo. La mayor parte de los pollos dormían, bultos oscuros bajo la luz de la luna, pero algunos escarbaban y picoteaban entre la paja del suelo. Uno miró a Josep y cloqueó con curiosidad, pero pronto perdió el interés.

Había algunas aves en unas baldas sujetas en la pared. Josep pensó que serían las gallinas ponedoras. No quería llevarse por error ningún gallo de buenos espolones. Sabía que el menor sonido que produjera al moverse podía provocar un desastre ruidoso: cloqueos, cacareos, ladridos del perro en la puerta. Bajó las manos hacia uno de los nidos. Mientras cerraba con fuerza la mano derecha en torno al cuello para evitar que el pollo graznara, con la izquierda lo apretó contra su propio cuerpo para impedir que batiera las alas. Esforzándose por no pensar en lo que hacía, retorció el cuello plumoso. Esperaba oír algo parecido a un crujido cuando se partiera, pero fue más bien un crepitar, producido por la fractura rápida de muchos huesillos. El ave se resistió unos instantes, pataleando para librarse de su agarre, pero Josep siguió retorciéndole el cuello como si pretendiera arrancarle la cabeza y al fin el pollo se estremeció y murió. Volvió a dejarlo en el nido y trató de aquietar la respiración.

Cuando cogió el segundo pollo, todo empezó como con el primero, pero con una diferencia importante. Lo apoyó en el pecho, y no en el abdomen, lo cual provocó que su mano quedara en un ángulo que le restringía los movimientos, de tal modo que apenas podía retorcer el cuello hasta un punto que resultó no bastar para que se partiera. No podía hacer más que sujetar el pollo con fuerza y seguir retorciendo el cuello plumoso con tanta fuerza que de repente empezaron a dolerle los dedos. El ave se resistió con mucha fuerza al principio y luego ya más débilmente. Las alas latían contra el cuerpo de Josep, agitadas. Cada vez más débil... Ah, Dios, le estaba estrangulando el futuro a aquella criatura. Pudo percibir cómo se ausentaba la vida, notó que el último latido de su vaga existencia ascendía por el cuello y palpitaba contra su mano de hierro como una burbuja al ascender dentro de una botella. Luego, se fue.

Se arriesgó a cambiar de posición la mano en el cuello con rapidez y lo retorció firmemente, aunque ya no era necesario.

Al salir del gallinero, el gran perro negro estaba plantado delante de él. Josep sostuvo los dos pollos bajo un brazo como si cargara con un bebé y sacó los restos de morcilla del bolsillo, seis o siete trozos que lanzó al perro del alcalde.

Se alejó con las piernas temblorosas y flojas, como un ladrón asesino en la negrura de la noche. A su alrededor, todos dormían —su padre, su hermano, Teresa, el pueblo, el mundo entero—, puros e inocentes. Sintió que había cruzado un abismo del que salía cambiado, y de repente el significado de aquella orden del sargento Peña le pareció bien claro: «Ve y mata a algún ser vivo».

Cuando el grupo de cazadores se reunió a la mañana siguiente, lo encontraron en el claro, ocupándose de dos pequeñas hogueras en las que crepitaban los dos pollos sobre dos espetones de madera sostenidos por estacas en forma de «Y».

El sargento revisó la escena con rostro meditabundo, pero los chicos estaban encantados.

Josep cortó los pollos y los repartió con generosidad, aunque se quemó un poco los dedos con la grasa ardiente.

Peña aceptó un muslo.

—Muy crujiente la piel, Álvarez.

—Los he embadurnado con un poco de aceite, sargento.

—Bien hecho.

Josep se quedó un pedazo y le pareció que aquella carne era deliciosa. Todos los jóvenes comieron y se relajaron, entre carcajadas y bocados, para disfrutar del inesperado banquete.

Cuando hubieron terminado, se limpiaron las manos de grasa en el suelo del bosque y se tumbaron despatarrados, con la espalda apoyada en los troncos de los árboles. Henchidos de bienestar, eructaban y se quejaban de los pedos de Xavier. Era como estar de vacaciones. No les hubiera sorprendido que el sargento repartiera caramelos.

En vez de eso, Peña mandó a Guillem Parera y a Josep que lo siguieran. Los guió hasta la choza en que se alojaba y les dio unas cajas para que cargaran con ellas de vuelta al claro del bosque. Eran de madera, más o menos de un metro por lado, y sorprendentemente pesadas. Al llegar al claro, el sargento abrió la caja que llevaba Josep y sacó unos paquetes abultados, envueltos en un algodón muy grasiento y rodeados de áspera cuerda de yute.

Cuando cada uno de los jóvenes hubo recibido su paquete, Peña ordenó que retirasen la cuerda y desenvolvieran la tela engrasada. Josep desató el suyo con cuidado y se metió el cordón en el bolsillo. Descubrió que bajo el envoltorio exterior había otras dos capas.

Bajo el tercer envoltorio —ahí dentro, esperando ser descubierta como el fruto seco dentro de su cáscara—, había un arma.

13
Armas

—Es el arma adecuada para un soldado —explicó el sargento—. Un Colt del 44. Hoy en día se ven muchos como éste, restos de la guerra de secesión americana. Hace unos agujeros tremendos y el peso no está mal para cargarla... Un kilo, o un pelo más. Si sólo disparase una bala, sería una pistola. Pero esta arma dispone de seis balas, cargadas en un cilindro giratorio, o sea, que es un revólver. ¿Entendido?

Les enseñó a quitar la pequeña cuña que había delante de la cámara, lo que permitía desencajar el barril para limpiarlo. La caja que había cargado Guillem contenía trapos y enseguida los jóvenes se concentraron en frotar la capa grasienta que hasta entonces había protegido las armas.

Josep frotó con su trapo aquel metal que había pasado ya tantas veces por los procesos sucesivos de uso y limpieza que casi la mitad de la pátina había desaparecido en manos ajenas. Experimentó la incómoda sensación instintiva de que aquella arma había sido disparada en combate, instrumento letal que había herido y matado a otros hombres, y le tuvo más miedo que al perro de Ángel.

El sargento repartió más provisiones de la caja de Guillem: dio a cada joven un calcetín relleno de pólvora; un pesado saquito de balas de plomo; un tubo de cuero vacío y cerrado por un extremo; un cuenquito de madera lleno de sebo; una varilla para limpiar; una bolsa llena de unos objetos minúsculos que parecían tazas pero apenas medían lo mismo que la uña del meñique de Josep; dos extrañas herramientas metálicas, una de las cuales tenía la punta afilada.

Todos esos objetos, incluidas las armas, quedaron guardados en bolsas de tela. Con las bolsas colgadas del cuello por medio de cintas de tela, los jóvenes se alejaron del claro del bosque aledaño a la viña de los Calderón. Como vestían ropas de trabajo en vez de uniforme, todavía parecían torpes y nada marciales, pero cargar con las armas les hacía sentir poderosos e importantes. El sargento les mandó marchar durante una hora para alejarse del pueblo hasta que llegaron a otro claro en un bosque, donde el sonido de los disparos no provocaría alarma ni comentarios.

Una vez allí, les enseñó a tirar del martillo hasta llegar al primer tope para poner así el seguro del gatillo, de modo que no pudiera dispararse.

—Para que una bala de plomo salga disparada del cañón, hace falta que estallen treinta granos de pólvora —explicó el sargento—. En mitad de un tiroteo no tendréis tiempo de contar los granos ni de bailar una sardana, así que... —Mostró el tubo medidor de cuero—. Echáis a toda prisa la pólvora en este saco, en el que cabe la cantidad correcta, y luego lo vaciáis en la cámara del arma. A continuación metéis en la cámara la bala de plomo y apretáis la palanca de carga para que se hunda firmemente entre la pólvora. Un toque de grasa por encima de la pólvora y de la bala, y luego estas tacitas, que son los pistones que estallan al recibir el golpe del martillo, se colocan por encima de la bala por medio de la herramienta destinada a tal uso. Podéis rodar el cilindro a mano y cargar todas las cámaras, de uno en uno.

»En pleno combate, un soldado ha de ser capaz de cargar las seis cámaras en menos de un minuto. Tenéis que practicarlo una y otra vez. Que cada uno empiece a cargar la suya.

Eran lentos y torpes y se sentían condenados al fracaso. Peña caminaba entre ellos mientras seguían todo el proceso, y a unos cuantos les obligó a vaciar las cámaras y a cargarlas de nuevo. Cuando quedó satisfecho de que todas las armas estuvieran correctamente cargadas, sacó una navaja y marcó el tronco de un árbol con un tajo. Luego se plantó a unos seis o siete metros, alzó su arma y disparó seis rápidos tiros. Aparecieron seis agujeros en el tronco. Varios de ellos habían quedado juntos y entre los demás no había más de dos dedos de separación.

—Xavier Miró. Ahora, tú —ordenó el sargento.

Xavier ocupó su lugar de cara al árbol, con el rostro pálido. Al levantar el arma, le temblaba la mano.

—Has de sostener el arma con firmeza y, sin embargo, aplicar sólo una leve presión en el gatillo. Piensa en una mariposa que se posa sobre una hoja. Piensa que la yema de tu dedo acaricia levemente a una mujer.

Aquellas palabras no funcionaban con Xavier. El dedo dio seis tirones del gatillo, el arma se sacudió y se zarandeó en su mano destemplada y las balas se hundieron en la maleza, esparcidas.

Jordi Arnau fue el siguiente y tampoco se le dio mucho mejor. Una de las balas aterrizó en el tronco, acaso por casualidad.

—Álvarez.

Josep se encaró al árbol que hacía las veces de diana. Cuando estiró el brazo, lo hizo en posición rígida de tanto como odiaba el arma, pero oyó de nuevo en su mente las palabras del sargento y pensó en Teresa al acariciar el gatillo. Tras cada detonación saltaban chispas, humo y fuego del cañón, como si Josep fuera Dios, como si su mano arrojara relámpagos para acompañar aquellos truenos. Cuatro agujeros nuevos se sumaron al grupo que había formado el sargento Peña con sus disparos. Otros dos quedaron a no más de tres centímetros.

Josep se quedó plantado, quieto.

Estaba asombrado y avergonzado por la sensación repentina de que en sus pantalones había un bulto claramente visible para los demás, pero nadie se rió.

Lo más inquietante de todo: cuando Josep miró al sargento Peña, vio que el hombre lo estudiaba con atento interés.

14
Mayor alcance

—Lo que mejor recuerdo de cuando era soldado son los compañeros —contó Nivaldo a Josep una noche en su tienda—. Cuando luchábamos contra gente que pretendía matarnos, me sentía muy cerca de ellos, incluso de los que no me caían del todo bien.

Josep podía contar a Manel Calderón y Guillem Parera entre sus buenos amigos, y casi todos los demás miembros del grupo de cazadores le caían bastante bien, pero con algunos de aquellos jóvenes no tenía ningún deseo de congeniar.

Como Jordi Arnau.

Teresa, que en esos tiempos estaba malhumorada y quejosa, se sirvió de Jordi para hacerle saber sus deseos a Josep:

—Jordi Arnau y Maria del Mar Orriols se van a casar pronto.

—Ya lo sé —respondió Josep.

—Marimar me ha dicho que se podrán casar porque pronto Jordi será soldado. Como tú.

—No es seguro que ninguno de nosotros vaya a ser soldado. Nos tienen que elegir. Si Jordi y Marimar se van a casar pronto, es porque ella está embarazada.

Ella asintió.

—Me lo ha dicho.

—Jordi se está ufanando delante de todo el mundo. Es muy estúpido.

—No se la merece. Pero, si no lo eligen para el ejército..., ¿qué van a hacer?

Josep se encogió de hombros con gravedad. El embarazo no era ningún escándalo; muchas de las novias que recorrían el pasillo de la iglesia del pueblo lo hacían con el vientre henchido. El padre Felipe López, sacerdote del pueblo, no agravaba la situación con reprimendas; prefería darles una rápida bendición y pasar la mayor parte del tiempo con su íntimo y querido amigo Quim Torras, vecino de Josep.

Sin embargo, aunque las parejas que se unían en matrimonio «necesario» no sufrían demasiadas recriminaciones, la pretensión de formar familia sin ningún trabajo disponible era una locura y Josep sabía que para los aspirantes del grupo de cazadores el futuro estaba lleno de dudas.

Los jóvenes no tenían ni idea de quiénes serían elegidos y quiénes rechazados, ni de cómo funcionaría el proceso de selección.

—Hay... Hay algo extraño —le dijo Guillem a Josep—. A estas alturas, el sargento ya ha tenido ocasión de evaluarnos uno por uno. Nos ha estudiado a todos de cerca. Sin embargo, no ha eliminado a nadie. Se tiene que haber dado cuenta enseguida, por ejemplo, de que Enric siempre es el más torpe y lento del grupo. Parece que a Peña no le importe.

—A lo mejor está esperando hasta el final de la formación y luego decidirá quién puede entrar en el Ejército —opinó Manel.

—A mí me parece un tipo raro —dijo Guillem—. Me gustaría saber más de él. Me pregunto dónde y cómo se hizo esa herida.

—No responde a ninguna pregunta. No es nada amistoso —dijo Manel—. Desde que vive en nuestra choza, mi padre lo ha invitado varias veces a la mesa, pero siempre come solo y luego se sienta a solas junto a la choza y se fuma unos cigarrillos largos, negros y muy estrechos que huelen a pis. Mi padre tiene que comprarle cada noche una jarra de coñac del tonel de Nivaldo.

—A lo mejor necesita una mujer —apuntó Guillem.

—Creo que visita a una que hay por ahí —respondió Manel—. Al menos, a veces no pasa la noche en la choza. Yo lo veo regresar a primera hora de la mañana.

—Bueno, pues ella no cumple bien su función. Tendría que aprender a hacer algo que lo deje de mejor humor —concluyó Guillem, y los tres se echaron a reír.

Hubo cinco sesiones de tiro con los revólveres Colt, cada una de ellas precedida por prácticas de carga y seguida del aprendizaje necesario para limpiarlos. Cada vez eran más rápidos y hábiles, pero nunca lo suficiente para complacer al sargento Peña.

En la sexta sesión, el sargento ordenó a Josep y a Guillem que le entregaran sus Colt. Cuando los hubo recibido, sacó otras armas de un saco.

—Éstas son sólo para vosotros dos. Seréis nuestros tiradores.

El arma nueva era más pesada que la otra y, al sostenerla en sus manos, Josep experimentó una sensación de grandeza e importancia. No sabía nada de armas de fuego, pero incluso a él le resultaba evidente que aquélla era distinta del Colt. Tenía dos cañones. El de arriba era largo y parecido al del Colt, pero justo debajo había otro más grueso y corto.

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