Authors: John Norman
Se aproximaron dos barcas botadas de una de las naves del convoy. Una de ellas recogió del agua al capitán y al joven oficial, además de algunos hombres. La otra se dirigía hacia nosotros. Los cuatro hombres subieron a la barca.
Yo también me dispuse a subir, pero me detuvieron empujándome.
—No tenemos sitio para una esclava —dijo uno de los hombres.
—¡Por favor, amos! —supliqué.
Me arrodillé sobre la almadía. La túnica amarilla que llevaba estaba empapada y me colgaba sobre la piel.
Me subieron a la barca.
Me arrodillé entre sus pies con la cabeza gacha, intentando hacerme pequeña.
En pocos momentos llegamos a la nave y todos subimos a ella.
Me llevaron de inmediato a la bodega.
—¡Una esclava! —dijo la voz de una mujer. Había una lámpara diminuta.
—Perdóname, ama —dije arrodillándome. Ella subió los escalones.
—No pienso compartir la bodega con una esclava —gritó.
—Calla, mujer —dijo con enfado un hombre desde la cubierta. Ella intentó abrir la pesada puerta, pero estaba bien cerrada. Volvió a bajar las escaleras furiosa. Yo no me atrevía a mirarla.
—Perdóname, ama —supliqué. Ella paseaba arriba y abajo. Nos habían metido a las dos en la bodega. Ambas éramos mujeres.
La mujer libre, que no se dignó a hablarme, y yo pasamos varias horas en la bodega mientras continuaba la lucha a lo largo de la tarde y de la noche. Oíamos los gritos que venían del exterior, y el sonido que hacían al romperse las cuerdas de las catapultas lanzando los proyectiles ardientes. Más tarde fuimos alcanzados, perdiendo algunos remos de proa. Pocos momentos después fuimos abordados, pero se repelió el ataque.
Después de rechazar al enemigo, la puerta de la bodega se abrió un momento.
—El barco está seguro, Lady —dijo el capitán—. Haré que te traigan comida.
Ella subió los escalones hasta llegar a cubierta. Yo me arrastré subrepticiamente hasta lo alto de la escalera.
Todavía estaba oscuro. Sobre cubierta había algunas linternas. A veces, en la distancia, veía surgir de algún barco una llamarada que ardía en el aire y luego el globo se abría ardiendo con fuerza y descendía para posarse en el agua y extinguirse. Las aguas estaban iluminadas a nuestra izquierda por varios barcos en llamas.
—No me quedaré más tiempo en la bodega —le dijo la mujer al capitán.
—Bajarás por tu propia voluntad o haré que te lleven allí y te encadenen al último escalón.
—¡No te atreverás! —gritó ella.
—¡Traed cadenas!
—Cumpliré vuestros deseos, capitán —dijo ella enfadada, y bajó las escaleras. Yo me deslicé hasta abajo delante de ella. Volvieron a cerrar la esclusa, que sólo abrieron unos instantes para traer comida y agua. La mujer no las compartió conmigo.
Supe que la mañana había llegado al oír el cambio de guardia.
Entonces me dormí.
Me despertaron los golpes que daba la mujer libre en la puerta, pidiendo ser liberada.
No nos sacaron de allí, de lo cual deduje que el peligro no había pasado.
Por lo que pude oír, el convoy había mantenido una gran disciplina y había rendido al máximo. Al parecer ahora estábamos flanqueados por otros barcos del convoy.
Entonces oímos un grito:
—¡Una vela! ¡Una vela!
Una vez más los hombres comenzaron a correr por cubierta. Sentimos que el barco se movía al tocar el agua los remos. Oímos la voz del oficial de remo.
—¡Vienen otra vez! —oímos—. ¡Ahí vienen otra vez!
El barco viró.
—¿Y si nos embisten estando nosotras aquí bajo cubierta? —me preguntó la mujer libre. Era la primera vez que me hablaba.
—Tal vez alguien se acuerde de abrir la puerta, ama.
—Anoche nos abordaron —dijo ella.
—Sí, ama.
—Si hubiera caído en manos del enemigo, ¿qué me habrían hecho?
—Te habrían desnudado, ama, para ver si puedes complacer a los hombres.
—¿Y si así fuera? —preguntó.
—Te habrían hecho esclava —dije—. Perdóname, ama —añadí.
—¿Y si no les hubiera complacido?
—No lo sé, ama. Los enemigos son hombres de Puerto Kar. Tal vez te hubieran arrojado a los tiburones.
Dio un gemido de miedo, y a mí me gustó oírlo. Pienso que entendió su femineidad un poco más que antes.
Oímos acelerar el ritmo del timbal de los remeros. No había muchos más ruidos sobre cubierta.
Tal vez medio ahn más tarde sentimos de repente que el barco escoraba a un lado. Oímos romperse algunos remos.
—¡Quiero saber qué está pasando! —gritó la mujer libre golpeando la puerta de la bodega. Nadie le prestó atención.
Un cuarto de ahn después oímos gritar a los hombres y no más de tres o cuatro ihns más tarde, y para nuestro horror, la pared saltó hacia nosotras con un ruido de maderas rotas. Al principio no pudimos ver nada, golpeadas por un torrente de agua fría que entró por el agujero. Gritamos. Luego vimos algo de luz y el horizonte, y la proa de un barco contra el nuestro, y el espolón del predador entre nuestro casco. El atacante retiró sus remos y el espolón, ya cumplida su labor, destrozando más tablas. El agujero del casco tenía más de un metro de anchura. El agua no dejaba de entrar, haciendo imposible acercarse a él. De pronto, teníamos ya el agua por la cintura. El barco se bamboleó y vimos el cielo y el agua dejó de entrar. Luego volvió a bambolearse y de nuevo comenzó a entrar el agua a borbotones.
La puerta se abrió, y vimos el cielo. En el umbral estaba un oficial con la espada desenvainada.
Subimos tambaleándonos hasta cubierta. Él cogió del brazo a la mujer libre, llevándola hacia una gran barca. Nadie me prestaba atención. El barco enemigo se alejaba en busca de otra presa. Había muchos barcos. Al parecer era temprano por la mañana. Sobre las aguas colgaban jirones de una niebla que se espesaba hacia el norte. El combate seguía. Oí gritos provenientes de otro barco, y batir de espadas. Debía haber unos cuatro o cinco barcos en un espacio de cien metros. Dos estaban en llamas. Los hombres se apiñaban en torno a los dos botes. Uno de los botes volcó en el agua. En el segundo de ellos iba la mujer libre. Los hombres luchaban para darle la vuelta al volcado. La popa comenzó a hundirse en el agua. Los hombres saltaron por la borda nadando hacia otros barcos. Yo les miraba y no vi acercarse al segundo barco. Era un barco de Cos a toda velocidad; dada la proximidad de las naves, no tenía tiempo de virar, así que embistió al barco en el que yo iba. Caí gritando al suelo. La cubierta estaba inclinada y resbaladiza. Intenté trepar arañándola para llegar a proa. Allí me agarré a la borda, y al ver que el barco se hundía de popa, me tiré al agua y nadé lejos de él. El mástil se había soltado de sus ligaduras y se había deslizado hasta el agua. Me agarré a él alzando la cabeza y las manos por encima del agua. El mástil giró en el agua y fue sumergido al desaparecer el barco, pero en un momento volvió a salir a la superficie. Estaba a menos de cinco metros de un barco en llamas. La superficie del agua estaba cubierta de maderos. Oí la señal de los cuernos y vi las banderas sobre los mástiles señalizadores. Vi a dos hombres luchando en el agua. Y de pronto la niebla del norte comenzó a cerrarse sobre nosotros. El barco incendiado parecía borrarse entre la niebla gris. Oí más cuernos. A mi alrededor se oían gritos. Y luego pareció que no había nadie. Grité. El barco en llamas se hundió entre las aguas. El ruido de los cuernos se alejaba. Los hombres que habían estado en el agua cerca de mí parecían haber desaparecido. De pronto estaba sola.
Grité, indefensa.
De pronto grité de miedo cuando se acercó a mi pierna un animal de largo hocico y mandíbulas de dientes afilados. Gritaba intentando agarrarme al mástil. Pero no me mordió la pierna. Yo no podía ver qué era, pero sentía su cuerpo. El mástil se me deslizó de la mano. Me hundía hacia abajo. El hocico me rozó la pierna y yo lo golpeé con el puño y toqué algo duro, algo pesado y vivo. Vi un cristalino ojo redondo y lancé un grito salvaje. Mis dedos se deslizaron del mástil y golpeé una y otra vez a la fiera. Luego, entre mis gritos aterrados, me alejó del mástil y se agitó bajo las aguas, hundiéndose después. Yo le arañé, y le golpeé, pero no pude liberarme. El agua se arremolinaba a mi alrededor, y perdí el sentido de la orientación, sin saber ya dónde estaba la superficie. No podía respirar. Mis golpes eran cada vez más débiles. Luego me pareció ver en la distancia el débil parpadeo de una luz. Era la superficie. Intenté alcanzarla y tragué agua. Había algo más en el agua moviéndose bajo la superficie. Todo se oscureció. Intenté débilmente librarme de aquellas mandíbulas largas y estrechas, de finos dientes. Toqué los dientes con la mano. No podía respirar. No podía luchar. La superficie se alejó. Advertí débilmente un movimiento en el agua cerca de mí, algo que no era la bestia que me tenía presa. Tanteé con la mano y no encontré nada. Cerré los ojos. Decidí respirar, tenía que haber algo que respirar. De pronto la bestia me sorprendió girando en un furioso y cerrado círculo, y entonces el agua pareció cambiar, parecía más viscosa y más gris. El animal nadaba furioso. Sentí que aflojaba el bocado en mi pierna, y de pronto, se agitó en espasmos. Algo me arrastró lejos de él. Lo vi girarse lentamente en las oscuras aguas, dando vueltas sobre mí. Me mordió la pierna un pequeño pez. Otros se lanzaron como dardos en pos del titán que me había arrastrado. Sentí que me cogían del brazo y me subían hacia la luz lejana. Ahora veía al animal debajo de mí. Me subieron rápidamente a la superficie. Incapaz de ver nada, con los ojos llenos de agua salada, mi cabeza irrumpió fuera del agua tosiendo y boqueando. Me agarraba un fuerte brazo. Me estremecí y perdí el conocimiento.
Creo que no estuve desmayada más que unos segundos. Cuando me desperté me arrastraban hacia una gran almadía de madera de fuertes tablones.
Me tumbé boca abajo y luego me incorporé sobre los codos y vomité dos veces en el agua. Después me desmayé de nuevo.
A poca distancia de la almadía flotaba sin vida en el agua un grotesco saurio marino con aspecto de reptil de más de cuatro metros de longitud.
Junto a él vi aletas de tiburón que acercaron los hocicos y comenzaron a morder.
Advertí los pies de un hombre junto a mí. El Thassa todavía estaba cubierto de niebla.
El hombre me cogió de los brazos y me dio la vuelta con rudeza, arrojándome ante él de espaldas sobre los maderos de la gigantesca almadía. Yo llevaba los jirones mojados de la túnica amarilla de tela que colgaban pegados a mi piel revelando mi cuerpo como si fuera desnuda. Levanté una rodilla; yacía de espaldas, indefensa a sus pies. Abrí los ojos.
—¡Amo! —grité. Me arrodillé apresuradamente ante él, inundando de gozo mi corazón—. ¡Te quiero! —grité. Bajé la cabeza hasta sus pies y se los cubrí de besos y lágrimas. Me estremecí de emoción—. ¡Amo! ¡Te quiero!
Él me levantó bruscamente.
—Hembra de eslín —dijo con voz fría y amenazadora.
Me soltó y yo retrocedí.
—¿Amo? —De pronto me sentí aterrorizada—. ¡Oh, no, amo! ¡Te quiero!
Él miró a los tiburones que rondaban el cuerpo inerte y flotante del saurio. Otros tiburones más pequeños, de blancas aletas, se movían inquietos en torno a la almadía.
—¡No, amo! —grité—. ¡Te quiero! ¡Te quiero, amo!
Él se acercó a mí y me cogió del cuello y del tobillo. Me levantó así sobre su cabeza.
—¡No, amo! —sollocé.
Se acercó al borde de la balsa.
Yo no podía hacer nada. Él podía arrojarme a los tiburones en un instante.
—No —dijo enfadado—. Es demasiado suave como venganza de un guerrero. —Me arrojó a sus pies sobre los tablones.
Miró a su alrededor. Había una anilla en la parte más alta de la almadía escorada. Me llevó hasta ella y me rasgó las vestiduras. Se puso a horcajadas sobre mí y con las tiras de tela de mi túnica me ató las manos sobre la cabeza asegurándolas en la anilla. Yo yacía de espaldas ante él, más alta la cabeza que los pies, con el cuerpo inclinado unos diez grados. Apartó de una patada las ropas que me había quitado. Llevaba al cinto un cuchillo ensangrentado con el que había matado al saurio marino.
Sacó el cuchillo y me miró.
—Te voy a cortar en pedazos, y te arrojaré trozo a trozo a los tiburones.
Podía hacer conmigo lo que quisiera. Yo era suya.
Alzó el cuchillo por encima de su cabeza y yo cerré los ojos.
El cuchillo se clavó en la madera junto a mí, hundiéndose varios centímetros. Abrí los ojos temblando.
Él me miraba.
—Ahora te tengo —dijo.
—Sí, amo.
Él se inclinó a mi lado sobre una rodilla. Vio la inscripción que llevaba en el collar y la leyó en voz alta: “Enviadme a Lady Elicia de Ar, de las Seis Torres”. Se echó a reír.
—Eres la esclava de una dama —se burló.
Luego levantó mis caderas y volvió a arrojarlas apretándolas contra los maderos. Cerré los ojos, desmayada casi ante su contacto.
Me soltó y se levantó sin dejar de mirarme.
—Te quiero, amo.
Me dio una patada con saña y yo grité.
—¡Esclava mentirosa! —exclamó.
Volvió a agacharse junto a mí y liberó el cuchillo de la madera. Sentí que me lo ponía en la garganta.
Luego volvió a arrojar el cuchillo a unos centímetros de mí. Me miró.
—No —dijo pensativo—. El cuchillo y los tiburones son demasiado buenos para ti.
—Ten piedad de una pobre esclava —supliqué. Pero vi en sus ojos que no tendría piedad de mí.
Sentí en mi cuerpo su mano derecha.
—Te he estado siguiendo —me dijo—. Los del Chatka y Curla tuvieron la amabilidad de decirme que habías embarcado en el Joya de Jade. Capturamos una pequeña galera de remo y nos unimos a los barcos de Puerto Kar. Te busqué en medio de la batalla. No fue fácil. Hicimos hablar a los cautivos. Los sobrevivientes del Joya de Jade fueron recogidos por el Luciana de Telnus, un barco de espolón. Buscamos el barco y lo encontramos. En la lucha la galera fue destruida. Mis hombres nadaron hasta un barco de Puerto Kar. Yo proseguí la caza.
—Tu caza ha tenido éxito, amo —dije—. Me has atrapado.
—Vas a saber, zorra, que la venganza de un guerrero es terrible.
—Soy tuya, amo —dije. Le miré a través de la niebla. Sentí que la almadía se movió bajo nosotros.
Me cogió con la mano izquierda, moviéndose su mano derecha por mi cuerpo. De pronto sus dientes y sus labios se apretaron salvajes contra mi cuello por encima del collar.