Authors: John Norman
Estábamos ya cerca de las Torres de los Guerreros, en el segundo de los puentes que llevan a ellas, cuando Clitus Vitellius se volvió de nuevo a mirarme.
—No puedo esperar —me dijo.
—Sí, amo.
Dejó el escudo en el puente con las cinchas hacia abajo, la superficie convexa mirando a las estrellas.
Me indicó que me pusiera sobre el escudo, y eso hice, bajando la cabeza. Con las cuerdas que salían a los lados del gran escudo, me ató las muñecas bien separadas una a cada lado, al nivel del hombro. Ahora yo yacía sobre el escudo, atada a él.
—Ahora te tengo donde quería, Dina, chica de la Tierra.
—Sí, amo.
Rápidamente me tomó en sus brazos, y yo me rendí a mi amo.
—Te quiero, amo —le dije.
Tenía sus manos en los hombros. Me elevó hacia su boca ansiosa, tirando mis muñecas de las cuerdas que las ataban a los bordes del escudo. Pensé que iba a arrancarme de mis ligaduras. Entonces volvió a echarme hacia atrás, arqueada sobre su superficie. Sentí sus labios en el vientre y en los muslos. No podía protegerme del fiero ardor al que debía someterme. Entonces grité de nuevo, perdido mi amor de esclava en él, en mi amo.
Me desató las muñecas del escudo, y me arrojó de su superficie. Yo rodé hacia un lado sobre el puente. Me quedé allí quieta, llevando su collar.
—Se hace tarde —dijo—. He de llevarte a las pieles del amor.
—Sí, amo.
—Levántate —me dijo, dándome con el pie.
Intenté levantarme, pero apenas podía tenerme en pie. Caí a gatas.
Él se rió de mí.
Caí de lado y alcé la mano hacia él.
—Levántate, chica de la Tierra —dijo.
—Lo intentaré, amo.
Pero de nuevo caí de rodillas.
—No me pegues, amo —supliqué—. Me has debilitado mucho.
—Ya huelo tu debilidad.
—Sí, amo. —Estaba tan inundada de amor por él que no podía tenerme en pie. Nunca había sentido tal debilidad. No tenía fuerzas más que para yacer ante él, tal vez para besarle y abrazarle, para encenderle. Supongo que es éste un recurso de la naturaleza, reducir la capacidad de la hembra para defenderse o luchar, dejándola así a merced de la bestia más fuerte.
—No puedo caminar, amo —dije—. Déjame arrastrarme hasta tus pieles.
Él se colgó el escudo y la lanza a la espalda.
Sentí cómo me cogía suavemente en sus brazos. Así me llevó, mi cabeza contra su hombro izquierdo.
Le serví vino.
Yo era la única chica en sus aposentos, y entendía muy bien lo que eso significaba. Había elegido la perfección de un hombre, el amo, y una mujer, la esclava. Es lo que se llama la atadura perfecta, siendo cada uno todo para el otro.
Esto va bien con algunos hombres, y no con otros. Depende en gran parte de si el hombre ha encontrado a su esclava perfecta y la mujer a su amor perfecto.
Eso era lo que ocurría entre Clitus Vitellius y yo, aunque nunca me habría atrevido a decírselo. Creo que él también lo pensaba.
Cuando le serví vino, me dio un sorbo de la copa. Esto era un gran honor, y su signo de aprobación. De todas formas no me atrevía, por supuesto, a beber en el mismo punto de la copa en que había bebido el amo.
Puse a un lado la copa.
A una indicación suya, extendí las pieles del amor. No las tendí sobre el lecho, sino a los pies. Yo era una esclava. La sala estaba iluminada tan sólo por una pequeña lámpara.
Clitus Vitellius me hizo un gesto y yo me recliné sobre las pieles, a los pies del lecho.
Él se quitó la túnica y se agachó a mi lado. Me di cuenta que apenas podía contener sus ansias por abrazarme.
—Soy tuya —le dije alzando los brazos hacia él—. Tómame, amo.
—Tú me importas.
Le miré.
—Sé fuerte conmigo, amo —susurré—. No quiero desafiarte. No quiero luchar contigo. Quiero servirte y amarte. Quiero dártelo todo, sin guardar nada.
Me miró.
—¿No lo entiendes, amo? —pregunté—. Si hubiera tenido elección, no habría decidido ser libre, sino ser tu esclava.
Había aprendido que una mujer debe elegir entre la libertad y el amor. Las dos cosas son estimables valores. Que cada una elija lo mejor para ella.
—Pero yo no te he dado elección —me dijo él.
—Claro que no, amo. Eres goreano.
Él bajó la vista hacia las pieles.
—Tal vez te venda —dijo.
—Puedes hacer lo que desees, amo.
Él pareció enfadado.
—Dame vino, amo —dije.
De pronto me miró.
—Esta esclava sólo está probando a su amo —sonreí.
De repente me golpeó, abofeteándome cruelmente en la boca. Me hizo daño. Sentí el sabor de la sangre.
—¿Crees que el hecho de que me intereses hará que no sea duro contigo?
—No, amo.
Yo yacía a la sombra de la anilla de esclava. Atada a la anilla había una cadena y un pesado collar.
Mi amo cogió el pesado collar de metal y lo cerró en torno a mi cuello, por encima del collar más fino que yo llevaba, atándome así a la cadena sobre las pieles a los pies de su lecho.
Entonces me tocó.
—Ya veo que serás duro conmigo, amo.
—Qué estúpido soy por preocuparme por una miserable esclava de la Tierra.
—Yo sólo pido amarte y servirte, amo.
—Pero eres muy atractiva.
—Esta esclava está agradecida a su amo por resultarle atractiva.
—¿Así que habrías decidido ser una esclava? —me preguntó.
—Sí, amo.
—Zorra.
—Sí, amo.
—Soy yo el que tiene que decidir.
—Sí, amo.
—Yo decido… —dijo.
—Sí, amo —dije suplicante.
—… que eres mi esclava.
—¡Sí, amo!
Entonces me estremecí en sus brazos cuando él me tocó, explotando en el más profundo éxtasis que una hembra puede conocer, el éxtasis del orgasmo de esclava, sólo conocido por la mujer poseída.
—¿Cómo puedo amarte tanto —me preguntó— si nunca te he poseído realmente, si nunca has sido enteramente mía?
—No lo sé, amo —dije. Clitus Vitellius había confesado su amor por una esclava. Esperaba que no me azotara.
Me cogió del pelo y apretó mi cabeza contra las pieles.
—Un hombre sólo puede amar de verdad a la mujer que de verdad le pertenece. De otra forma, él no es más que la parte de un contrato —dijo.
—Una mujer —dije yo— sólo puede amar de verdad al hombre al que pertenece realmente.
—¿A quién perteneces realmente?
—A ti, amo.
—Me complace, esclava.
—Libérame —dije bromeando.
—¿Quieres sentir el látigo?
—No, amo —me apresuré a decir súbitamente asustada. Era suya, y haría conmigo lo que quisiera.
—Suplica por tu libertad.
—Libérame, amo, por favor —rogué.
Él rió.
—No —dijo—. No te libero. Te mantendré como esclava.
Cerré los ojos. Yo había sido Judy Thornton, de la Tierra. Había sido estudiante en un pequeño pero prestigioso colegio. Fui estudiante de Inglés. Escribía poesía. Era popular en el campus. Y ahora no era más que una esclava marcada, Dina, indefensa en brazos de su amo. Pensé a Elicia Nevins, que había sido mi rival de belleza en el colegio. Ahora también ella llevaba collar. Me pregunté si era tan feliz en brazos de su amo como yo lo era en brazos del mío. Ella había sido antropóloga. Me pregunté si ahora entendía realmente, acaso por primera vez, la naturaleza de la institución de la esclavitud. Tal vez su amo se lo habría enseñado. Yo yacía llena de gozo en brazos de Clitus Vitellius, mi amo.
Abrí los ojos.
—¿No se le permitirá alguna vez a esta esclava decir su opinión?
—En ocasiones tal vez —respondió Clitus Vitellius—, suponiendo que lo haga de rodillas a mis pies.
—Eres un monstruo, amo.
De nuevo sentí su cuerpo sobre el mío y grité cuando me abrió las piernas.
—¡Eres muy rudo, amo! —le reprendí. Luego añadí asustada—: Perdóname, amo.
No me pegó.
Comencé a responder a su cuerpo, estremeciéndome ante las embestidas de su hombría, y rindiéndome a la deliciosa brutalidad de mi violación.
Tenía muchas formas de hacerme suya, y yo debía someterme a todas ellas.
Más tarde oímos a los hombres en los puentes. Era temprano por la mañana.
Abracé a Clitus Vitellius.
—Eres lujurioso, amo —le dije.
—No me avergüenza ni mi fuerza ni mi vitalidad —dijo. Esto lo dijo como un goreano que explica algo a una ignorante esclava de la Tierra—. Y tú eres una exquisita y sensual hembra de eslín, ¿te avergüenza eso?
—Ya no, amo.
—Eso es una señal de tu fuerza y tu vitalidad, y de tu libertad emocional. Indica que eres vigorosa y que no estás reprimida psicológicamente ni estás enferma.
En Gor me había liberado, aunque llevaba collar. Es extraño, ahora que llevaba collar era libre. Sin el collar había sido una auténtica esclava, una prisionera de una cultura enferma, mecánica y retorcida.
—Tal vez soy emocionalmente libre —reí—. Pero difícilmente puedo decir que sea físicamente libre.
—Es cierto. —Tiró de mi cadena haciéndome tumbar en las pieles a los pies de su lecho.
—¿Te quedarás conmigo como esclava? —le pregunté.
—Por supuesto.
—Nunca imaginé que encontraría a un hombre que pudiera desearme tanto como para tenerme de esclava.
—Nunca imaginaste que encontrarías a un hombre que satisficiera tus más íntimas necesidades, las necesidades profundas, escondidas, apenas comprendidas, necesidades que tú misma difícilmente reconoces.
—Eres un sueño secreto que apenas me atrevía a soñar, amo.
—Tú también para mí, esclava.
—¿De verdad serás duro conmigo, amo?
—Sí.
—Y aunque sientes interés por mí, ¿me tratarás totalmente como a una esclava?
—Sí, esclava.
—¿Me someterás a disciplina si te disgusto?
—Te someteré a disciplina a mi antojo, me disgustes o no.
—Entonces, mí esclavitud será absoluta.
—Por supuesto, esclava.
Le toqué tímidamente. Le besé con ternura en el hombro.
—Te quiero, amo.
—Silencio, esclava —dijo irritado.
—Sí, amo.
Entonces me tocó con dulzura, suavemente, y yo le abracé, pero no dije nada, perdida en sus caricias porque me había prohibido hablar. Me hizo el amor con una ternura que yo sabía que se volvería brutalidad cuando él quisiera. Hay miles de formas de poseer a una esclava, y yo no dudaba que Clitus Vitellius era un maestro en todas ellas. Qué feliz me sentía. Él me dominaba. Yo estaba sometida a él. Era suya, completamente suya. Me resulta imposible expresar mis sentimientos. Tal vez por eso me había ordenado callarme, para que no intentara hablar, y sólo sintiera lo que no puede ser expresado en ningún lenguaje. Así que no intenté hablar, sino que me entregué por completo a las tareas del amor.